Publicidad

Oficios que son historia

| Abrieron sus locales hace ya décadas y, pese a la embestida de la modernidad, aún siguen en pie. Muchos llegaron desde Europa para "hacerse la América". | Un lustrabotas, un afinador, un relojero, y otros, dicen cómo lograron ganarle al paso del tiempo.

Compartir esta noticia
 20100827 800x553

CARLOS TAPIA

El que no es calvo, no puede disimular sus canas. Algunos apenas andan por los cincuenta, otros rebasan las ocho décadas de vida. Los más viejitos aparentan ser más jóvenes. Aunque las arrugas delatan los años que cargan encima, el pulso quieto a la hora de desempeñar sus tareas hace que uno confunda su capacidad manual con la de un chico. No obtuvieron sus conocimientos en universidades, fueron traspasados de una generación a otra, con parientes, amigos o patrones. Ellos desempeñan oficios que parecen estancados en el tiempo, y que algunos jurarían que ya no existen, que desaparecieron.

Se criaron en otra época, en una muy distinta. Donde el use y tire era casi un pecado. Donde todo se arreglaba. Donde la construcción en serie no existía, o apenas asomaba la cabeza en un mundo en que la capacidad manual era la que paraba la olla. Donde tanos, gallegos, judíos o alemanes, llegaban para "hacerse la América", o para huir de alguna de las guerras que bañaban de sangre a la vieja Europa. El mundo cambió, pero ellos siguen en pie, trabajando. Siempre trabajando.

TIC-TAC. Adolf Hitler ya había tomado las riendas de Alemania y comenzaba a tejer lazos con la Italia fascista del "Duce". Berlín estaba a punto de convertirse en la sede de los Juegos Olímpicos. Era 1936 y Arturo Buchbinder apenas tenía ocho años. Un viaje en barco fue el que lo trajo, junto a toda su familia, desde la cuna del nazismo hasta la todavía Suiza de América. Seis años después se convirtió en relojero, un oficio que nunca abandonó.

"Ya es tiempo que me jubile. Estoy haciendo los trámites, pero sin apuro. Mientras pueda voy a seguir. Este es un trabajo muy lindo", dice, con su hablar pausado en su taller, que desde hace 35 años se encuentra en Pocitos.

El oficio lo aprendió, ya en Uruguay, con un viejo relojero. Al principio no ganaba mucho. "Apenas me daban 30 centésimos para ir los fines de semana al cine", recuerda. Durante un tiempo él también tuvo un aprendiz, que ahora incluso tiene su propio local. Pero ahora, confiesa, ya no tiene paciencia para enseñar. "A veces viene una de mis tres nietas y me da una mano, pero ellas ya saben qué hacer".

Aunque la invención del cuarzo primero, y lo barato de los relojes orientales después, atentan contra su labor, Arturo tiene una clientela fija que lo visita con asiduidad. "Lo que más se hace es cambiar pilas y limpiar", comenta. También se acercan personas con viejos relojes, "que ya no vale la pena arreglarlos", e insisten para que sean reparados. "Es que todo lo que llega también tiene su valor sentimental. Cada reloj tiene su historia".

Arturo sostiene que quedan "muy pocos buenos relojeros". Que ya no saben reparar los de cuerda, solo trabajan con los de cuarzo. En su taller se pueden ver varios aparatos de mesa y de pared; todos ellos dignos de estar en un museo. A las doce del mediodía suenan todos al unísono. Es la hora de parar para almorzar y descansar un rato. Su local recién volverá a abrir sus puertas a las dos de la tarde. "Es que la siesta es sagrada".

A sacar brillo. Carlos González es un personaje más que conocido para quienes saben vestir bien y rondan por el Centro de Montevideo. Con su cajón y su banquito recorre los bares de las inmediaciones de la Plaza Libertad. Tiene 59 años y en 1970, en lo que fue el edificio de la ONDA, comenzó a trabajar dando lustre a los zapatos de los transeúntes.

"Debemos quedar cinco o seis lustrabotas en todo Montevideo. Desde que un veterano me vendió el cajón, yo hago esto todo el año, menos en verano que me voy a vender flores a Punta del Este".

Carlos tiene entre 10 y 12 clientes por día. Cobra 40 pesos y dice que es uno de los pocos que sigue utilizando pomada para lustrar. "Y es difícil conseguirla desde que se fundió Omega", asegura. Comienza su jornada laboral todos los días "a eso de las 10 de la mañana". "Y hasta que no la hago no me voy", subraya.

Sus gastos, además de la pomada, son comprar cera y cepillos. A su vez, confiesa que es necesario tener "dotes de psicólogo". "La gente viene, me cuenta cosas, y yo la aconsejo". De todas formas, dice que no piensa hacer este trabajo toda su vida. "Hasta que suba el peso argentino estoy liquidado, pero en cuanto haga una buena temporada en Punta del Este me compro unos fierros y me hago un puesto de flores. En algún momento voy a cumplir 60, a esa edad no voy a poder caminar todo el día".

De cuerdas y teclas. La cartera de clientes de Mauricio Imparatta (49) es variada. Desde Hugo Fattoruso y Fito Páez, a Alberto Magnone y Hermeto Pascoal. Él es afinador de pianos, un oficio que aprendió con su padre, Salvador, de 86 años, un alemán que primero fue empleado y luego dueño de Casa Praos, donde hasta hoy se afinan, alquilan, reparan y venden pianos. "También trabajo para la Escuela Universitaria de Música, la Escuela Municipal y el Sodre".

La Casa Praos se fundó en 1923. Según su propietario "es la única de estas características que queda en Uruguay. Hay otra gente que afina, pero lo hace desde su casa". Su padre se dedicó toda la vida al negocio de la música. También fue uno de los propietarios de la fábrica de guitarras Juan Orozco. "Después, desde 1987, empecé a trabajar yo solo. Igual él me ayuda, me pide que le lleve alguna cosita para hacer a la casa. A veces va a hacer trabajos conmigo. La semana pasada nos fuimos a San José con Fattoruso", cuenta.

Mauricio sostiene que para afinar pianos no es necesario saber tocarlos, que alcanza con tener un "buen oído" para poder reconocer las notas. Su trabajo lo cobra entre 1.000 y 1.200 pesos, y dice que con afinar el instrumento dos veces por año, ya alcanza. "En las escuelas de música se tiene que hacer más seguido, una vez cada quince días, más o menos. Es que ahí los usan mucho". El alquiler de pianos cuesta entre 5.000 y 8.000 pesos. El precio depende de si es vertical o de cola y del lugar a donde haya que llevarlo.

"Me encanta mi trabajo y vivo de eso. Es lo que sé hacer. Me crié entre pianos", señala.

Antigüedades a nuevo. Horacio Nigro llegó a Montevideo, desde el departamento de Durazno, en 1942. En ese entonces su currículum lo conformaban la calificación de sobresaliente en dibujo, la ayuda que a veces brindaba a su padre, Antonio, "que trabajaba reparando paredes decoradas con angelitos", y su gran capacidad manual. En 1948 lo contrataron en una casa de restauración de imágenes religiosas: era una empresa alemana cuyos principales clientes eran las iglesias. Poco tiempo después su vida cambió de golpe. Sus padres fallecieron y debió encargarse de sus hermanos más chicos. "Trabajaba mucho, hasta las 12 de la noche. No quedaba otra que afrontar la vida con heroísmo".

Poco tiempo después Horacio se independizó y abrió su propia casa de restauraciones, que hoy, casi seis décadas más tarde, aún sigue en pie. "Primero armamos algo con compañeros de trabajo, después me quedé trabajando yo solo. Me fui porque el alemán me pagaba muy poco y me hacía hacer payasadas. Cada vez que íbamos a una iglesia me tenía que hincar frente al altar. Como yo no soy católico hacer eso me parecía una falta de respeto. Él me decía que de esa manera los curas nos daban más trabajo".

Ahora la casa Nigro está en manos de uno de sus tres hijos, que igual que él se llama Horacio. "Yo me crié frente a una escenografía de muy variada naturaleza. Cuidando siempre no tirar nada, porque las cosas que nos traen tienen mucho valor, tanto económico como sentimental", relata frente a su padre, que no disimula sentir orgullo por él.

Hay dos tipos de objetos que la gente suele confiar a los Nigro para reparar. Los utilitarios -como la vajilla- y los decorativos u ornamentales -donde incluyen los religiosos-. Lo más difícil de enmendar son los primeros, pues en el uso cotidiano puede suceder que el pegamento ceda y se vuelvan a romper. "Lo que más nos gusta trabajar -reconoce Horacio hijo- son las cosas finas. Todo eso te orienta a hacer tu labor con una predisposición a la cosa que es de cariño".

Su padre lamenta el paso de los años. "Cambiaron las generaciones. La gente antes traía las cosas desde otros países, las tenía en sus casas, les gustaba recibir gente. Eso era producto de la cultura. Les gustaba tener los mejores muebles, alfombras, vajilla. Con la decadencia y la tendencia al modernismo todo se modificó. Ahora comen en Mc Donald`s y que friegue otro".

Los Nigro dicen que los niños y sus pelotas de fútbol siguen siendo sus grandes aliados. "¡Siempre alguno rompe algo!", señalan entre risas. Décadas de trabajo les dejaron un apartamento, una casa en El Pinar, el taller donde trabajan y la posibilidad de viajar. "Lo mejor fue conocer otras culturas, países en los cuales se construyeron muchas de las cosas que nos traen. Es que nuestras riquezas son más bien espirituales", concluye, emocionado, Horacio padre.

Zapatero a sus zapatos. Carmelo, José y Julio Rago son calabreses, de un pueblo llamado Bisignano, pero desde muy jóvenes viven en la capital uruguaya. Todos ellos tienen poco más de 50 años, y su padre fue quien les enseñó a ser zapateros.

Desde hace 28 años están al frente de la zapatería Bisignano. "Siempre íbamos al taller del viejo y así fuimos aprendiendo", recuerda Carmelo. Julio, en tanto, señala: "Eran otras épocas. Ahora le decís a un chico joven que haga esto y te manda al diablo. No quieren nada. Están con la computación, Internet, qué sé yo... Para trabajar acá hay que sentarse y sacar del cuero un zapato".

Aseguran que la década del noventa fue la que mató su oficio. "Empezaron a venir zapatos chinos y chau. Nosotros podemos competir en calidad, pero no en precio", explica Carmelo. Los pares de zapatos -que, aseguran, bien cuidados duran "toda una vida"- cuestan unos 1.800 pesos. También venden botas de media caña a $ 3.700 y de campo a $ 4.500. "Todo con materiales de primera. Bien hechito, a la medida", acota Julio.

Los hermanos coinciden en que su trabajo en otros países del mundo se paga mucho más caro. "Lo que pasa es que nosotros somos muy conscientes. Nos adaptamos a las circunstancias de lo que es el Uruguay. Pero en cualquier parte del mundo a la gente que trabaja, y hace las cosas bien, hay que pagarle. Es como con los autos: te comprás un Volkswagen es un precio, preferís una Ferrari y es otro".

Ellos aseguran que pueden hacer esta labor gracias a que son italianos. Y Julio sostiene que son pocos los uruguayos que están atrás de "un boliche antiguo" como el de ellos. "El uruguayo está para el pub, para la cosa rápida".

El color de los vitrales. "Estoy luchando, tratando que el oficio no desaparezca. Hace muchos años que doy clases, para intentar que se revitalice de a poco". Quien habla es Radamés Theoduloz; él tiene 51 años y es vitralista.

Primero empezó siendo un hobbie, ahora su única fuente laboral es hacer y restaurar vitrales. Además, tiene una veintena de alumnos. Aunque, entre ellos, son muy pocos los jóvenes que se prestan a seguir sus pasos. "La mayoría más que nada viene para hacerse cosas para la casa", relata.

Los vitrales que él construye, con diseños propios o realizados a partir de encargos, cuestan entre los 700 y 1.000 dólares el metro cuadrado. Y las restauraciones rondan en los 200 billetes verdes.

Él tuvo que aprender el oficio prácticamente solo. "Los que saben no quieren enseñar, hay mucho egoísmo. Para formarme hice algún curso en Buenos Aires y en Estados Unidos", cuenta.

Conseguir la materia prima para trabajar no es fácil. Cada placa de color, que tiene que traerse desde Nueva York, le cuesta unos 70 dólares. "Allá salen 35 o 40, pero acá te matan con los impuestos", explica. Por esto mismo, Radamés también debe comprar vidrios en algunas barracas, o casas de demolición, o a viejos vitralistas. "Lo que sucede es que la gente más vieja se está muriendo, y con ellos se mueren los pedazos de vidrio que puedan quedar".

Pese al viento en contra que trae la modernidad, Arturo, Carlos, Mauricio, Horacio, Carmelo, José, Julio y Radamés, continúan con sus tareas como suspendidos en el tiempo. Sin renunciar, más por amor que por dinero, a los oficios que les dan de comer.

Las cifras

40 Son los pesos que cobra Carlos González por lustrar zapatos. Tiene entre 10 y 12 clientes por día.

1.800 Son los pesos que cuesta un par de zapatos, "de primer nivel", en la zapatería Bisignano de los hnos. Rago.

1.000 Es lo mínimo que cobra Mauricio Imparatta, de casa Praos, por afinar un piano; lo máximo son 1.200 pesos.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad