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El tiempo recobrado

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Publicada en 1933 y ambientada en 1929, El señor de la luz parece, sin embargo, una novela del siglo anterior. Su autor, Maurice Renard, nació en 1875 y murió en 1938 dejando una obra considerablemente vasta inspirada en la temprana lectura de Edgar Allan Poe y los románticos alemanes (Hoffman, especialmente) que se percibe con claridad en esta novela, traducida por primera vez al español por el argentino César Aira.

Sin embargo, el primer aire que el lector recibe al abrirla proviene de Alejandro Dumas. Es imposible no recordar la historia de Los hermanos corsos (publicada en 1844, ambientada en 1841), y no evocar, al mismo tiempo, toda la tradición literaria francesa de aventuras, intrigas, amores clandestinos y explicaciones racionales para lo misterioso que atraviesa ese corpus en el que el folletín, la novela realista y la fantasía científica (o filo científica) se cruzan con el relato histórico. El señor de la luz es una novela francesa arquetípica, ajena a cualquier pretensión de vanguardismo formal o innovación estilística.

Al comienzo hay un amor prohibido. Es extraño que una novela de los años 30 del siglo XX tenga como disparador una historia de familias enemigas y amores imposibles que ya suena inverosímil en Romeo y Julieta, pero así es: el joven Charles Christiani, de ascendencia corsa, conoce en un viaje a La Rochelle, en el Charente Marítimo, a una joven de la que se enamora perdidamente. Pasa con ella un día inolvidable en la Isla de Aix, pero no demora en descubrir, al día siguiente, que el objeto de su pasión es la última descendiente de la familia Ortofieri, también corsa y enemistada con la de los Christiani desde varios siglos atrás.

De la desazón de este descubrimiento y de la férrea lealtad de ambos jóvenes al honor de sus respectivas familias arranca una trama que incluirá un paseo por la Francia de la Monarquía de Julio, con revisión del atentado de Fieschi incluida.

METAMORFOSIS. Sin embargo, la novela que se pone en marcha con una historia de amor no demora mucho en transformarse en un relato de misterio sobrenatural que deja paso a una ficción científica para terminar convirtiéndose en una trama policial. Y esa metamorfosis fluye con la naturalidad con que fluyen las historias despreocupadas de su género y sujetas exclusivamente a las posibilidades de la imaginación y la destreza narrativa de su autor.

Maurice Renard fue un autor maravillado por las posibilidades que la ciencia abría a la humanidad y, aunque vivió en el centro de un mundo afectado por la Gran Guerra, la entreguerra y los preparativos de la Segunda Guerra Mundial, ninguna preocupación moral o social parece atravesar sus relatos, construidos en diálogo puro con la ficción y en ancas de una imaginación prodigiosa. El estilo que cultivaba, tal como él mismo prefería describirlo, era la "novela científico-maravillosa": una mezcla algo bizarra de explicaciones racionales e impulsos primitivos que, aunque no puede ser considerada mainstream dentro de la ciencia ficción, es perfectamente posible rastrear en las novelas "pulp", en las historietas de horror, en el cine barato y en muchas series de televisión.

El señor de la luz se adelanta por unos pocos años a La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares, 1940) para ofrecer una visión del pasado obtenida a partir de un sistema de retención de imágenes. Pero lo que en La invención… es la repetición constante de los siete días que unos veraneantes pasaron en una isla, lograda a partir de la invención del título, en El señor… es apenas un retraso: información visual que llega tarde por razones contenidas exclusivamente en ciertas propiedades naturales de la materia.

En el prólogo a la primera edición de La invención…, Jorge Luis Borges observaba el parentesco explícito (en el nombre) entre Morel y Moreau, "otro inventor isleño". La novela de H. G. Wells (La isla del doctor Moreau, 1896) fue la inspiración, también explícita, de la novela El doctor Lerne. Imitador de Dios, que Maurice Renard publicó en 1908 y en la que planteaba el tema -que se volvería clásico- del "científico loco". Lejos del estereotipo gótico o romántico según el cual las bellas jóvenes prisioneras de un personaje malvado son encarnación de lo bueno y lo sublime, en esta novela la joven Emma, retenida en el castillo de Fonval por el siniestro doctor Lerne, es el centro de un drama oscuro y fuertemente erótico.

Pero posiblemente la novela más famosa de Renard sea Las manos de Orlac (1921), llevada al cine en varias oportunidades. (Son versiones de culto la de 1924, dirigida por Robert Wiene y considerada una joya del cine expresionista, y la de 1935, con dirección de Karl Freund y actuación de Peter Lorre.) Nuevamente la trama pone en juego las posibilidades de la ciencia y la técnica, para terminar exponiendo la existencia de pasiones oscuras y bajas aun en los espíritus más excelsos: un pianista que pierde las manos en un accidente recibe, gracias a la intervención de un científico excéntrico, las de un asesino ajusticiado; poco tiempo después los impulsos asesinos del donante comenzarán a aflorar en él.

BONDADES DE LA LUZ. El señor de la luz, sin embargo, parece rendir homenaje a su nombre. Nada es siniestro en esta historia; nada de lo que corre por cuenta del amor parece rendirse a las bajas pasiones, y nada de lo malo es, en última instancia, achacable a los protagonistas o sus familias. El misterio infamante que volvía imposible el amor entre estos nuevos Montescos y Capuletos termina por resolverse de modo algo naif, pero la intriga y la tensión se mantienen casi hasta la última página, probando que un escritor competente logra superar las trampas del lugar común, de las soluciones fáciles y de los finales previsibles a puro oficio y pulso narrativo.

La idea de la verdad que llega a través de ciertas peculiaridades físicas de la materia es tan verosímil que perfectamente podría pensarse, por ejemplo, en un capítulo de Fringe (J. J. Abrams, Alex Kurtzmany Roberto Orci, 2008, FOX) inspirado en la novela de Renard. Por otro lado, el destacado papel de los escenarios, tanto interiores como exteriores, hace plausible la idea de una superproducción de Hollywood que, por las características del guión, soportaría el requisito casi ineludible de ser apta para todo público.

Esta excelente traducción de César Aira es la primera versión en español de El señor de la luz. Dicen que el argentino aceptó traducirla porque era su favorita de entre las novelas de Renard, un autor bastante olvidado en estos días y que sorprendería gratamente a unos cuantos lectores de esos que no le tienen miedo a los derroches de imaginación.

El señor de la luz, de Maurice Renard. La bestia equilátera, 2011. Buenos Aires, 345 págs. Distribuye Gussi.

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