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Una épica ambiciosa

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PRESENTADA COMO una serie de narraciones interconectadas que retroceden en el tiempo desde el Brasil de 1941 hasta la antigüedad clásica, El infinito es solo una forma de hablar se constituye en una rara y bien lograda muestra de erudición y juego estilístico. Escrita bajo el imperio de una exhaustiva selección de las palabras, se desarrolla en enunciados complejos, recargados y de ritmo opresivo, sin que esto último vaya en menoscabo de una lectura fluida, gozosa.

La materia de esta novela de Horacio Verzi (Montevideo, 1946) la constituyen los orígenes y el derrotero de algunos de los sistemas religiosos, filosóficos e ideológicos de Occidente desde hace poco más de dos mil años a esta parte. Para tan amplia propuesta temática, el autor dispone un juego de narradores en primera persona que se alternan en el uso de tipos de lenguaje singulares, de acuerdo a la especificidad de la historia que cuentan. Con un nivel conceptual que indica el avance en los terrenos del conocimiento científico, el proceso mediante el cual se vuelven ficción aquellos episodios del pasado remoto resulta convincente. Este es uno de los tantos puntos en los que la novela, por ambiciosa, podría fallar. Y es uno de los puntos donde no falla.

Las historias del pasado se desgajan de la más contemporánea a través de sesiones hipnóticas protagonizadas por Eróthides, un paciente psiquiátrico que, en supuesto trance, canaliza la mayoría de las narraciones. Apodado "el maluquinho", este extraño personaje se convierte en enigma para la psiquiatra brasileña Monique y su esposo Aldyr (el otro narrador de la novela). Esta tríada de personajes es la responsable de que las historias del pasado vuelvan al presente maceradas en un lenguaje moderno que permite introducir dudas razonables en las fisuras lógicas de la experimentación psiquiátrica. Y aquí el autor toma otro riesgo: los cuestionamientos en tal sentido vienen de la mano de un testigo de lujo (y generalmente muy molesto) para las experiencias de Monique en aquella Petrópolis brasileña de los cuarenta: Stefan Zweig. Si bien las sesiones de hipnosis que disparan los saltos en el tiempo están fechadas durante 1941, la real significación de este hecho estriba en la irrupción del intelectual austríaco en la narración, meses antes de su suicidio.

El autor tiene en sus manos los temas para elaborar una gran novela: la religión, la filosofía, la enfermedad. Conviven en estas páginas Zweig, Freud, Jung, los primeros cristianos, Arrio, Jenofonte, Giordano Bruno, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. La "catedral palabrera" de la que habla Fernando Butazzoni en la contratapa se vuelve entonces una catedral lingüística, histórica y filosófica. Sus ambiciones, lejos de ahogarla, la ayudan a elevarse. El infinito es solo una forma de hablar es una novela que bien podría incluirse en la misma familia de otras obras renombradas: La sibila de Par Lagerkvist (sobre todo por las imágenes de los eremitas en las cavernas del desierto) o El nombre de la rosa de Umberto Eco (por el tratamiento de la herejía), y codearse de igual a igual con el ambiente y el lenguaje de los cuentos "El camino de Santiago" y "Semejante a la noche" de Carpentier. Una prueba de que esa épica ambiciosa y abarcativa es también posible desde estas tierras.

EL INFINITO ES SOLO UNA FORMA DE HABLAR, de Horacio Verzi. Yaugurú, 2011. Montevideo, 518 págs.

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