Publicidad

Un diálogo fronterizo

Compartir esta noticia
 20100128 600x496

Pablo Rocca

COMO SIEMPRE, en el principio fue el azar. Cierto día, a mediados de la década del setenta, Sergio Faraco (Alegrete, Brasil, 1940) se encontraba en el diminuto pueblo fronterizo de Bella Unión. Entró a un pequeño almacén donde dio con dos cuerpos extraños a ese lugar, dos libros de un autor uruguayo a quien no conocía, un par de títulos que poco después cambiarían su vida y la del autor descubierto, Mario Arregui (Trinidad, 1917-Montevideo, 1985).

El encuentro es curioso y, más que nada, tiene que ver con las incomunicaciones de dos fronteras que se atraen y se rechazan, hasta que un golpe de suerte decide entreverarlas. No en vano, no existen colecciones de cartas cambiadas entre un escritor hispanoamericano y otro brasileño: ningún corresponsal activo y consecuente de Machado de Assis o de Rubén Darío desde la otra América; apenas un leve intercambio -aún inédito- del febril escritor de cartas que fue Mário de Andrade con el peruano Enrique Bustamante y Ballivián, el uruguayo Ildefonso Pereda Valdés y otros pocos artistas de vanguardia. De las que se han divulgado, la correspondencia Arregui & Faraco, iniciada algunos años después de aquel fortuito hallazgo, es la más orgánica, compacta y reveladora entre dos escritores de las dos grandes zonas lingüísticas de América Latina.

Deslumbrado por la lectura de estas ficciones, Faraco empieza a buscar contacto con el escritor uruguayo. Escribe a la editorial, obtiene respuesta y le propone a Arregui traducir sus textos. Sabemos de estos encuentros primeros gracias a que, poco después de la muerte de este último, se publicó en Montevideo, con prólogo de Martín Arregui e introducción del editor Álvaro Barros-Lémez, todo el intercambio epistolar que el corresponsal brasileño atesoraba: Mario Arregui, Sergio Faraco. Correspondencia ( Montevideo, Monte Sexto, 1990). Ahora, y por primera vez, el mismo Faraco tradujo las piezas de su amigo, que acaban de editarse en Porto Alegre (Diálogos sem fronteira. Correspondencia Arregui & Faraco. L&PM, 2009, 244 págs).

AIRES DE FAMILIA. Entre el puñado de intelectuales uruguayos que no se exiliaron cuando se afirmó la dictadura uruguaya se encontraba Mario Arregui. Permaneciendo en su país, bastante aislado en su campo del Departamento de Flores, debió soportar la casi radical eliminación de los medios en los que estaba habituado a expresarse. Su notoria militancia comunista no le auguraba, precisamente, un cómodo espacio en esa sociedad herida por la censura y la represión. Más de veinte años menor que Arregui, el abogado y productor rural Sergio Faraco venía publicando desde 1970, pero sólo empezaría a ser reconocido en Rio Grande do Sul con su cuarto libro, Manilha de espadas (cuentos, 1978), en el que afloró una nueva narrativa, capaz de releer críticamente la tradición gaúcha al tiempo que asumía el universo de la literatura como patrimonio singular.

Sabemos del episodio del remoto almacén fronterizo por la primera carta, fechada el 11 de julio de 1981, en la que Faraco informa a su admirado desconocido sobre la lectura de Tres libros de cuentos (1969), volumen de la colección popular "Bolsilibros" de la editorial Arca, que juntaba toda las piezas breves de Arregui hasta esa fecha y agregaba un ensayo de Ángel Rama, y de El narrador, título que a pesar de haber salido en 1972 ya se había hecho raro porque lo había editado la perseguida Biblioteca de Marcha. De obra austera y en extremo rigurosa, Arregui gozaba de un largo respeto entre lectores y críticos uruguayos desde fines de la década del cuarenta, cuando empezó a publicar cuentos y algún ensayo circunstancial en los órganos de la "generación del 45", la suya, en especial en el semanario Marcha. Poco después de la fecha de aquel hallazgo, a pesar de haber sufrido cárcel y tortura durante varios meses de 1977, publicaría La escoba de la bruja (Acali, 1979). Con este volumen, para 1981 Faraco estuvo en condiciones de conocer su narrativa completa, que no alcanzaba los cuarenta relatos.

Sus destinos se cruzaron. La literatura de Arregui estimuló en Faraco la aventura de traducir, algo hasta entonces larvado. Por esa serie textual, Faraco se reafirmaba en un camino estético y, además, se lanzaba a la conquista de una lengua próxima aunque también "engañosa", como dirá en una carta del 4 de diciembre de 1981.

Involucrarse en el taller del escritor uruguayo le devolvía una reflexión más firme sobre su proyecto, que se iba consolidando a medida que avanzaba en aquel. Arregui fue, para Faraco, el principio de una larga e ininterrumpida tarea de traductor, sobre todo de narradores hispanoamericanos, labor en la que entre los escritores brasileños sólo se le puede comparar Eric Nepomuceno. Si para el gaúcho los textos de Arregui significaron una suerte de anagnórisis estética y vital, a este último el descubrimiento del traductor le abrió un horizonte de diálogo entonces clausurado a un grupo de intelectuales montevideanos cercados por las estrecheces de aquellos años. Como su devoto lector, Arregui era un empresario rural atenaceado por las deudas, residente en la pequeña ciudad de Trinidad, a ciento y pocos quilómetros de Montevideo; como Faraco, era un hombre más bien solitario, hosco, de una sinceridad que no medía las consecuencias; como él era de izquierda -comunista, como lo había sido Faraco hasta 1965-. Esa suma de sintonías extendió el mero trato profesional a una amplia zona de acuerdos que al cabo de pocos años, y a pesar de haber convivido apenas unos días en Porto Alegre, en 1982, desembocó en una comunidad de propósitos.

Estas cartas prueban que el diálogo entablado con Sergio Faraco dio un impulso decisivo a los proyectos literarios de Arregui. Pudo encontrar un rumbo más seguro en la experiencia de leerse a través de otra lengua, que ignoraba por completo -como no se cansa de señalar- pero que le permitió pensar su propia literatura desde una mirada ajena y diseminada. De hecho, en cuatro ocasiones, entre 1982 y 1984, Arregui se prodiga en la reflexión sobre el cuento como forma, ensayando definiciones y apuntes que terminará recogiendo, decantados, en un artículo sobre el género en su libro Ramos generales (1985). Estimulado por el traductor, al que sólo lenta y trabajosamente va reconociendo como un colega en el arte de escribir cuentos, Arregui no se cansa de trasmitir argumentos de sus historias, hacer observaciones, solicitar opiniones, aceptando, sin cortapisas, las propuestas de cambios de títulos o aun ajustes a varios pasajes. Más austero, Faraco sólo se anima dos años después de iniciada la correspondencia a comentar la escritura de su extraordinaria historia "Guapear com frangos", de la cual ni siquiera ofrece el título. Un cuento, como los de Noite de matar um homem (1986), al que pertenece, que mucho tiene de "arreguiano", tanto por el tema (la lucha del hombre con su destino y con la naturaleza, el desafío de la muerte y la soledad, la cruda violencia de vivir) cuanto por la forma (el cuento como "cosa anudada", cerrada, según lo repite Arregui). El resto del tiempo Faraco reseña aspectos más bien exteriores, como si hubiera elegido un discreto segundo plano para mejor destaque de su interlocutor. El bálsamo del reconocimiento en dos territorios próximos pero, a su vez, desconocidos (el portugués, el Brasil), parece haber fertilizado la creación de Arregui en esos años últimos hasta una muerte que lo asaltó en una renovada plenitud, antes de cumplir los setenta años de edad.

DESTINOS CRUZADOS. La amistad superó las expectativas profesionales, pero la magia de la escritura transforma y ultrapasa esa experiencia intransferible. Alfonso Reyes advirtió que la carta adopta la modalidad de una "conversación a la distancia [que] camina de lo íntimo a lo público, se va volviendo cada vez más un objeto literario" (Literatura epistolar, 1963). Ese ida y vuelta de la comunicación representa una suerte de continuidad de la conversación, como si fuera el brazo extendido de la oralidad o -para el caso- el trabajoso simulacro entre quienes no se conocían cuando empezaron a escribirse. Texto híbrido que se rehusa a toda clasificación rígida, la carta -dice Brigitte Diaz- flota entre tres categorías: el archivo, el documento, el testimonio (L`épistolaire ou la pensée nomade, 2002).

Leyendo las que cruzaron por el término de más de tres años los dos escritores latinoamericanos, podría pensarse, además, en un fragmentado relato de vida que vuelve de continuo sobre los mecanismos de producción del relato a secas. Se trata de un proceso natural, pero a veces hay como un esmero por lo que podría llamarse proyección de futuro y salida de sí. Porque si, en principio, los creadores de estas comunicaciones pueden prescindir del fantasma de un tercero incluido, es decir del lector que recibe estas cartas como "literatura" -un sujeto presente, por ejemplo, en la "Carta a mi padre", de Franz Kafka- una vez que se organiza el recorrido, ese tercer miembro recobra su poder, emerge como una posibilidad acechante y aun inconsciente en el circuito que los vincula. Y eso porque las piezas fueron conservadas por los sujetos del diálogo y porque, cuando Arregui muere, el otro corresponsal las atesora, las clasifica primorosamente y autoriza su divulgación pública.

A poco de originarse el intercambio es posible notar que las necesarias presentaciones van más allá de la mera información, que con bastante facilidad podrían haberse suministrado por boca de terceros: reseñas, notas, críticas. Si estos materiales no se mezquinan, siempre parecen insuficientes en el intento que cada cual hace por tocar al otro. Los dos arriesgan autorretratos, y esto no sólo entraña la pulsión de un lector futuro, sino que, además, evidencia una extraordinaria comunidad en la forma de concebir la vida con una honestidad que roza la autoflagelación: Faraco no duda en presentarse como "mediocre escritor", y Arregui -inducido por su admirador a definirse- se recuerda siempre fiel a sus ideales, pero admite su incompletud por no haber luchado por la República española cuando tuvo la oportunidad, cuando debió hacerlo.

Las vicisitudes históricas cimentan la conversación entre dos hombres de izquierda. Ni una sombra de discrepancia sobre la situación polaca cuando, para su asombro y desagrado, avanza incontenible Lech Walesa (cartas de fines de 1981 y comienzos de 1982); asimismo comparten el repudio al nacionalismo y los militares durante la Guerra de las Malvinas (1982), el entusiasmo por la apertura argentina y las primeras medidas del gobierno de Raúl Alfonsín (1983), la aversión al imperialismo norteamericano que interviene en Nicaragua y en Granada (1983), el rechazo a la dictadura uruguaya. Sólo difieren en la interpretación sobre la votación de la izquierda uruguaya en las elecciones de noviembre de 1984 y apenas un solitario comentario de Faraco sobre política brasileña, en el que se muestra escéptico por la desmovilización general, no recibe eco de Arregui, quien seguramente poco tiene para decir a ese respecto. Pronto acuden las pequeñas-grandes cosas con las que se va construyendo una amistad: el pedido de envío de tabaco en naco (Faraco), la solicitud de intermediación para la venta de unas vacas Holando en Brasil (Arregui) y, luego del viaje de Arregui a Porto Alegre, las confesiones sobre parientes inmediatos, muchos ya conocidos directamente.

La política o el fútbol los apasionan, y sobre estos y otros asuntos se habla con seriedad o con humor a veces rudo y no lejano de una exposición masculina -en especial el uruguayo- que hoy alguien no dudaría en calificar como machista. Pero siempre regresan a la literatura. Hay lecturas comunes, como la admiración por García Márquez, aunque Arregui despliega más sus referencias, consejos, obsesiones: Borges, Cortázar, Onetti, Espínola, el poeta Líber Falco. Una soterrada discordia se vuelve en extremo productiva. Faraco parte de la convicción de que en la obra del uruguayo se manifiesta una narrativa de frontera, una comunidad de problemas en que el "criollismo" aproxima la literatura de Rio Grande do Sul a la de Uruguay. Arregui resiste esta idea, y no hay duda de que la respuesta mayor la reservará para su ensayo "Literatura y bota de potro", reunido en Ramos generales, un texto un poco extemporáneo por su violencia y su inquietud. Esto si no hubiera mediado esa interpelación clave que se ajusta -también en este punto- al sentido más cabal de la palabra correspondencia.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad