Bono cultural

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álvaro ahunchain
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Este mes, el presidente francés Emmanuel Macron está cumpliendo una de sus promesas de campaña.

Se trata de la entrega a jóvenes con 18 años recién cumplidos de un bono para el disfrute de distintos bienes culturales, un crédito de 500 euros con el que podrán adquirir libros, entradas de cine y teatro, e incluso inscribirse en talleres o cursos de música y danza.

El primer país donde se aplicó esta idea fue Islandia.

En los años 90, el gobierno de la isla mostró preocupación por los altos índices de consumo de alcohol, tabaco y demás drogas que se daban entre los jóvenes, y se hizo asesorar por un equipo multidisciplinario de expertos. El resultado de una trabajosa investigación condujo a una solución bien diferente a la de vender cannabis en las farmacias. Por el contrario, prohibieron la publicidad y limitaron en forma estricta la venta de esos productos. Promovieron un cuasi “toque de queda” después de las 10 de la noche y, a cambio de esas medidas, subvencionaron a todos los jóvenes para que realizaran en forma obligatoria actividades deportivas y culturales. (De ahí surge la generación de los integrantes de la selección de Islandia que admiramos en el último mundial). Los logros de la medida fueron espectaculares: “hace 20 años -refiere el portal Playground- para pasear por el centro de Reikiavik había que sortear hordas de adolescentes borrachos”. En aquel entonces, el 42% de los chiquilines de 15 y 16 años consumía alcohol todos los días. Hoy ese índice bajó al 5%. Del 23% que fumaba tabaco, hoy lo hace solo el 3%. Y el consumo de cannabis bajó del 17 al 7%.

¿Por qué bonos para consumo cultural? Porque comprobaron que la adicción crece en la medida que lo hacen las tendencias depresivas. Y el placer que provoca tanto el ejercicio del deporte como hacer música y otras actividades artísticas, reemplaza eficazmente esas demandas psicológicas.

En Italia, hacia 2016, el ex primer ministro Matteo Renzi lanzó un bono para la cultura, incorporando una app que pu-so en contacto a los jóvenes con las diversas alternativas que se abrían a su capacidad de goce artístico.

Los expertos añaden que la propuesta rompe los paradigmas tradicionales de subsidio a la cultura, porque en lugar de invertir recursos en beneficio de los productores, lo hace para dar mayor libertad a los consumidores. Creo que ese es un componente clave que merece ser mirado con atención. Cuando el Estado invierte en producción cultural, inevitablemente elige a quién beneficiar y habilita así una pérdida de objetividad que da lugar a favoritismos y amiguismos políticos. Si en cambio ofrece al consumidor los recursos para que él elija, el subsidio a los productores pasa a ser indirecto, mediatizado por un público abierto a nuevas experiencias.

Lo más interesante de la propuesta francesa es que la aplicación que hace llegar la oferta cultural y educativa a los jóvenes maneja un algoritmo exactamente opuesto al que usan las redes sociales como Facebook e Instagram para embrutecernos: si comprueban que el muchacho busca un cierto género musical, le muestran con mayor énfasis otros diferentes, justamente para ampliar sus conocimientos, en lugar de encerrarlo en sus zonas de confort.

Qué bien nos vendría a nosotros, en el país del porro, una medida de esas características, para darle a nuestros chiquilines lo que les hará mejor al cuerpo y al alma.

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