La campaña electoral ya está con el acelerador a fondo, en los círculos políticos hierven las encuestas. Las preguntas se entrecruzan semanalmente a partir de las mediciones. ¿Cómo vamos? ¿Cómo van nuestros adversarios? ¿Están teniendo efecto las campañas publicitarias? Cada uno preguntándose ¿es apropiado nuestro modo de comunicar, nuestro discurso?
Todas esas ansiedades, proyecciones y preguntas miran al emisor de los mensajes. Pero se mira poco al destinatario. El destinatario de todos los discursos y de toda la propaganda es el Uruguay, son los uruguayos, a ellos es que hay que llegarles. Siendo esto así, ¿no habrá que preguntarse un poco cómo es o cómo está hoy, el destinatario de nuestros mensajes? Las encuestas no hablan de eso.
Circula hoy un tipo de discurso de generalización negativa: el gobierno no tiene rumbo (Cosse), el país está más chato (Orsi), las próximas elecciones son entre el Herrerismo y el Frente (Fernando Pereira). Este discurso no es el resultado de un prolijo análisis socioeconómico (nunca trae cifras); es un discurso ideológico, proviene de una concepción del mundo. Por tanto al emisor de este discurso no le importa el estado del receptor: siempre tiene su discurso hecho. Tampoco hay -de verdad no hay- un discurso opuesto, que diga que todo está bien. No lo hay porque no sería creíble ni siquiera para los miembros del gobierno: sería pura propaganda.
Lo que hay en esta campaña electoral son discursos entre esos dos extremos. Pero -y a eso voy- hay mucho discurso precocido, ya preparado, sin una preocupación o referencia por el destinatario, sin preguntarse sobre cómo es o cómo está aquel a quien se le está dirigiendo la palabra y con quien se quiere entablar comunicación.
Allá por el 2021 escribí en Voces un artículo titulado “Serán Atendidos” indicando que, en mi opinión, algo había pasado en el Uruguay; se había producido un desplazamiento allá en lo hondo del ser nacional. Ante la amenaza desconocida y mundial del Covid el Uruguay se había sentido interpelado por dos voces: cuarentena obligatoria y libertad responsable. Una traía ecos del viejo y conocido discurso del Uruguay de antes (de muy antes) el de “los reclamos con destino de ser siempre atendidos y del estilo político de facilidad y conformismo” (Real de Azúa). La otra era una voz nueva, más de autoconfianza, de responsabilizarse, de invitación, de desafío. Y el Uruguay no le hizo caso a la voz que habría calzado perfectamente con su ser de antes sino que se abrazó serenamente y sin aspavientos al llamado de la voz nueva. Y el convocante, el gobierno, llegó a tener más del 70% de aprobación. Algo había cambiado, algo había pasado. En los meses posteriores y hasta el presente se han sucedido episodios claros sobre la misma disyuntiva con el mismo resultado.
Resulta asombroso que entre la dirigencia blanca que rodea al presidente nadie se haya dado cuenta que el sujeto a quien se dirigen sus discursos electorales no es más el que era y como era sino que ha cambiado. ¿A qué país tienen en mente cuando hacen sus discursos: a un país caído en el suelo pidiendo que lo aúpen? ¿O a un país caminando erguido, que dejó atrás la pandemia, aguantó una seca cojuda, acomodó las jergas, echó el sombrero a la nuca y sigue para adelante mirando lejos.
Algo aconteció en esta tierra, en lo profundo de su ser histórico y político: empezó a ser visible en el Covid (al mundo entero le llamó la atención), y se ha seguido mostrando en diversas coyunturas. Hay que hablarle a ese país. Y ese país tiene que sentir que los políticos se han dado cuenta.