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Escuela de ignorantes y suicidas

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Cuando iba al liceo, al querido Elbio Fernández, hice mis primeras armas en actuación con una comedia del español Alejandro Casona que estaba de moda en esa época, Prohibido suicidarse en primavera. La obra proponía una situación que en aquellos tiempos era completamente absurda: una especie de clínica adonde la gente acudía para suicidarse. Décadas después y al influjo de penosas leyes de eutanasia como la que quiere implantarse también aquí, Suiza hizo realidad la profecía paródica de Casona: de veras existen clínicas especializadas adonde “comprarse” un suicidio asistido. Como el marketing todo lo puede, también venden una cápsula para que la gente se meta dentro y, apretando un botón, se autoelimine con sustancias letales de manera indolora y muy higiénica. En abril del año pasado, los medios anunciaron que el actor francés Alain Delon, famoso por sus dotes de galán en películas inolvidables, ingresaría a uno de esos shoppings de la muerte para acabar con su vida, como efectivamente lo hizo en septiembre el cineasta Jean-Luc Godard. Pero en el caso de Delon, luego se supo que se trató apenas de un anuncio formulado por uno de sus hijos, que la prensa convirtió en hecho consumado. El galán sigue olímpico a sus 87 años y las clínicas suizas aún no han podido currar con su depresión.

Lo cierto es que la distopía de Alejandro Casona es hoy una realidad y debe verse como un resultado más de la cultura de la muerte que impera en el mundo de hoy, un mundo donde se confunde innovación con involución al peor primitivismo.

Todo parece partir de esa curiosa característica de la sociedad occidental de colocar temas en la agenda informativa y borrarlos al toque, por aquello de que se ve a la opinión pública como un mercado a complacer con variado entretenimiento. He visto incluso a reputados intelectuales opinando sobre una estúpida canción de Shakira, mientras en Ucrania los civiles siguen muriendo como moscas a causa de un Hitler del siglo XXI.

La cultura de la muerte está presente en forma creciente en nuestras vidas, de la mano de un escapismo frívolo que prioriza el consumo material al crecimiento espiritual.

No solo tiene sus cultores, en las terribles masacres que se producen cada tanto en lugares públicos de Estados Unidos y Europa, o en las series televisivas y películas que las fomentan, exhibiendo el homicidio como un entretenimiento pasatista o una aceptable catarsis personal.

Ahora también tiene sus escuelas.

Este verano nos enteramos de la muerte de una niña argentina de 12 años, motivada por un infame desafío de TikTok, la red social china que cuenta con una masiva adhesión de niños y adolescentes. La crónica de este diario del pasado 15 de enero da cuenta de que el “desafío del apagón”, que se ha viralizado a través de la red social, se llevó la vida de esta niña de la localidad Capitán Bermúdez, al norte de Rosario, y que algunos sitios afirman que las víctimas fatales de ese juego ya llegan a un centenar: “consiste en aguantar la respiración el máximo tiempo posible hasta perder la consciencia y luego contar la experiencia. Normalmente se ayudan ahogándose con objetos caseros (cordones de zapatos, cinturones, etc.)”

Ya habían ocurrido tragedias similares durante la década pasada con otro juego viralizado por Facebook, YouTube y Twitter, aquella “ballena azul” que exigía a los chiquilines el cumplimiento de 50 pruebas de creciente peligrosidad, la última de las cuales era lisa y llanamente que se suicidaran.

Aguardo ansioso la opinión de la colega Ana Laura Pérez, experta en las nuevas tecnologías. Lo que he podido indagar en internet es que no se dice nada bueno de este TikTok, creado por la empresa china ByteDance específicamente para el mercado occidental, mientras que a su propio país le ofrecen otra plataforma, de nombre Douyin.

Lo que llama la atención de los analistas es que el producto que crearon para China brinda videos educativos o motivacionales, mientras que este TikTok, que en su país de origen está bloqueado, lo que imparte son bailecitos, sincronizaciones de labios y chistes imbéciles.

“TikTok es un entorno en el que vale todo”, escribe el experto español Enrique Dans. “Desde recomendar videos de niñas haciendo coreografías a predadores sexuales, hasta censurar videos de ‘gente pobre y fea’, pasando por espiar de manera flagrante a sus usuarios, incluyendo sus datos biométricos y exportarlos a China, o por construir un universo alternativo a medida de los intereses de desinformación de un sátrapa”.

¿Es de conspiranoico pensar en una intencionalidad política de esa estrategia masificadora y estupidizante? No lo sé, pero de verdad vale la pena abrir el debate.

Y sobre todo tomar medidas que contrapesen la gravitación de esta escuela de ignorancia y suicidio a la que acceden nuestros hijos y nietos con la facilidad de un clic. Combatir la adicción de los chiquilines a la pantalla y estimular su interacción social ha dejado de ser apenas un buen consejo: hoy es imperioso para asegurar su crecimiento intelectual, emocional y ético.

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Álvaro Ahunchain

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