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Populismo a la uruguaya

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En 1953 el presidente Perón en una carta aconsejaba a su par chileno DNA. Carlos Ibáñez: “Dé al pueblo, especialmente a los trabajadores todo lo que pueda. Cuando le parezca que ya les ha dado demasiado, déles más. Ya verá los resultados. Todos tratarán de asustarlo a Usted con el fantasma del hundimiento económico. Pero todo es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque nadie la comprende”.

En 1953 el presidente Perón en una carta aconsejaba a su par chileno DNA. Carlos Ibáñez: “Dé al pueblo, especialmente a los trabajadores todo lo que pueda. Cuando le parezca que ya les ha dado demasiado, déles más. Ya verá los resultados. Todos tratarán de asustarlo a Usted con el fantasma del hundimiento económico. Pero todo es mentira. No hay nada más elástico que la economía, a la que todos temen tanto porque nadie la comprende”.

Ese credo populista, a pesar de los resultados alcanzados desde la década del 50, volvió una y otra vez a ponerse en práctica hasta nuestros días en diversas expresiones, desde los extremos delirantes de los Kirchner, Chávez, Maduro y el lula-petismo, hasta los lineamientos de nuestra política económica en los últimos años.

La pregunta que surge es qué se entiende por “elástico” y cuál es el grado de tirantez que soporta antes de romperse, y obviamente, qué relación puede existir entre esa “elasticidad” y la participación del Estado y su diabólica dinámica.

En primer lugar, los gobiernos populistas solo piensan en el corto plazo de un mandato; cuando llegan al poder se apoderan de una fiebre refundacional sosteniendo que el sector público y sus empresas (más si son monopólicas) son los motores del desarrollo y de la igualdad social.

En segundo lugar, si gozan de mayorías parlamentarias legislan bajo el impulso de “brutal ferocidad” con el argumento de la nacionalizada “doctrina Michelini”, basada en que, si lo que se aprobó no da resultados, se puede corregir rápidamente por la misma vía. Sobre todo cuando pasa el ómnibus del presupuesto o de las rendiciones de cuentas.

De ahí que la vigencia de la letra del tango que afirma “que el no llora no mama” se haga realidad en cada instancia en que se discute la asignación de recursos y donde el chantaje político y la extorsión sindical se imponen al sentido común que defiende la estabilidad macroeconómica.

En tercer lugar, ese populismo “tanguero” se complementa con la concentración de poder y la falta de transparencia en la gestión, lo que explica los depresivos y realistas versos de Discépolo al concluir en que “el que no afana es un gil”.

El populismo y la corrupción en términos estadísticos tienen correlación positiva. Aunque un “progresista” que roba siempre se ampara invocando la popular “chambonada” o se beneficia de la derogación del delito de “abuso de funciones”.

Esta realidad nos rodea en la cercanía y en la región. Una perversa política de círculos concéntricos hace parte de este populismo endémico que nuestro gobierno trata de maquillar con números y estadísticas con el fin de demostrar que el Uruguay es una excepción.

Y eso no es así, porque si tuviéramos que definir la esencia de nuestro ser político-jurídico podríamos decir que la economía está en manos de una burocracia anarco-sindical, inventora del “Estadito” paralelo, del Fondes, de prestaciones sociales sin contrapartidas, de monopolios transformados en clubes políticos. En resumen, que estamos en medio de un escandaloso y vergonzante populismo.

No es de extrañar entonces, que el equipo económico necesitado de recursos vuelva a pensar en recaudar de cualquier fuente, ya sea aumentando impuestos o afectando derechos adquiridos como en el caso del Servicio de Retirados Militares.

El déficit fiscal es de casi el 4% con un gasto público rígido y con tendencia a crecer; y más allá de precios internacionales favorables en determinados productos, la competitividad del aparato productivo se ha perdido: tarifas injustificables, tributos y cargas salariales en aumento, y un atraso cambiario que afecta al sector exportador tienen como reflejo el cierre constante de tradicionales industrias del Uruguay, que explica un preocupante desempleo del 8%.

Por otra parte, el rasgo más distintivo del populismo es la soberbia y la intolerancia de sus gobernantes; los ministros, cada uno en su estilo, saltan como resortes cuando se les pide explicaciones o se los critica. A los agropecuarios se les rezonga, a la cadena agroindustrial se la asfixia y al contribuyente se lo trata como súbdito sin reconocer sus derechos como ciudadano. En cambio, cuando el Sr. Maduro acusa al gobierno de conspirar con el Departamento de Estado contra su paradisíaca “democracia”, la ambigüedad y la evasiva son las respuestas del Poder Ejecutivo, porque es más tolerable este insulto que un cuestionamiento del “soviet supremo” en la interna de su Fuerza Política.

Es el mismo populismo que insiste todavía en calificar de “masacre” los episodios del Filtro cuando la Justicia extraditó a los terroristas vascos requeridos por el gobierno socialista de Felipe González. Y también los mismos que ante decenas de muertos por la represión del chávez-durismo la justifican argumentando que jóvenes, pueblo, mujeres y trabajadores son terroristas financiados por los EE.UU.

Pero cuando los recursos se terminan, el populismo se autodestruye. Lo de Venezuela es tétrico, pero el nuestro ya muestra sus grietas cuando el “padrino” de toda esta debacle desde su Ministerio de Economía acusa al gobierno del que fuera Vicepresidente de un gasto público generador del actual déficit fiscal.

Fue el mismo jerarca que anunciando la aventura de Pluna pontificó públicamente que “lo que empezaba mal terminaba mal”, en otra de las tantas decisiones impregnadas de soberbia política, que como las de Ancap son hijas del híbrido populismo en que se embarcó el Frente Amplio.

Por eso no somos ninguna excepción; se participa “a la uruguaya” del mismo síndrome depredador del derecho y de la estabilidad macroeconómica. Un populismo biodegradable que todos los días trabaja preparando su próximo error. Lamentablemente tendremos que convivir dos años más.

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Sergio Abreu

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