Javier de Haedo
Los datos de las cuentas nacionales del cuarto trimestre y del 2022 completo, que, como siempre que termina un año incluyen la actualización de las cifras de los anteriores, sorprendieron a todos. Naturalmente, al gobierno, que hasta hace pocos días (el MEF el 15 de febrero y el presidente el 2 de marzo) insistía con el considerable crecimiento registrado en el año pasado y fundaba en él la adopción de rebajas impositivas. Pero también a quienes analizamos la coyuntura, si bien los cálculos daban para una leve caída en el cuarto trimestre, que se añadiría a la más leve aún que se había registrado en el tercero. La recesión era posible, pero “light”.
Sin embargo, los números fueron contundentes: el tercer trimestre registró una caída de 0,7% desestacionalizada con relación al segundo (antes -0,1%) y el cuarto, una de 1,3% que, si se expresara como se hace en los Estados Unidos, anualizada, arrojaría un duro -5,1%.
Por cierto, algunos pusimos el énfasis, en los meses anteriores, que 2022 había terminado flojo y que el dato anual (en torno al 5%) ocultaba que la mayor parte del crecimiento era heredado de 2021, “arrastre estadístico”. Varios indicadores de actividad, directos e indirectos, mostraban que el cuarto trimestre no había sido bueno: la recaudación de impuestos, el empleo, la producción del núcleo de las industrias manufactureras y las exportaciones mostraron un peor desempeño en el cuarto trimestre de 2022 que en el de 2021.
Ahora se sabe que el PIB creció 4,9% en el promedio del año, pero que cuatro quintos de esa cifra (4%) fue crecimiento de 2021 y no de 2022. Y se sabe también que, a lo largo del año, el PIB no creció: entre los cuartos trimestres de 2021 y 2022, cayó 0,1%, dejando, ahora, una herencia negativa de 1% para 2023.
¿Qué fue lo que ocurrió para que de manera inesperada para unos y de modo tan contundente para otros, se cayera la estantería? La sequía, notoriamente, contribuye a explicarlo, afectando al menos al sector primario y a la generación de electricidad. Pero no sólo ella, como surge del análisis desestacionalizado de las cifras sectoriales: en los trimestres tercero y cuarto, la caída en la actividad económica sectorial fue generalizada, casi total.
El panorama es similar si en vez de poner la mirada en los sectores se la pone en los componentes de la oferta y la demanda: entre los cuartos trimestres cayeron las exportaciones (en cantidades, sin considerar precios) y la inversión. Y el consumo privado creció, pero su crecimiento fue abastecido por importaciones, con una parte de éstas realizadas en territorio argentino.
Lo que dio lugar a este enfriamiento, además de la sequía, fue el inadecuado manejo del shock externo recibido desde el otoño pasado cuando se revirtió la tendencia favorable en nuestros precios de exportación. Y, en alguna medida, el shock exógeno también negativo a que dio lugar la sequía desde la primavera. Un shock exógeno negativo impacta enfriando la actividad económica y dando lugar a cambios en los precios relativos (subida del tipo de cambio relativo al promedio de los precios de la economía). Acá no ocurrió eso, sino que el tipo de cambio continuó bajando en esos términos y al enfriamiento importado se le sumó el autóctono.
En el otoño pasado, en países como el nuestro se corrigieron los precios relativos. Eso ocurrió, por ejemplo, en Brasil, Australia y Nueva Zelanda. Acá eso no sucedió y el resultado fue el opuesto, agravándose el problema. Desde entonces, se generó una brecha de cuatro pesos entre el precio del dólar en nuestro país y el resultante de una canasta de 12 monedas (sin contar al peso argentino, obviamente). En todo el año pasado el tipo de cambio real con fuera de la región cayó 19%.
El dólar barato no sólo afecta al productor rural como algunos parecen creer y como si eso sólo no fuera relevante vaya uno a saber por qué prejuicios. También afecta a otros sectores que también agregan valor en nuestra producción, ya sea compitiendo en el exterior mediante exportaciones o dentro de fronteras frente a importaciones. Naturalmente, también le pega a quienes exportan servicios, como en el caso de nuestra pujante industria de software y en el del turismo. Así mismo afecta a la construcción, cuyos representantes acaban de poner el énfasis en este tema, expresando que se compromete la toma de decisiones sobre futuras inversiones.
Como resultado de errores y omisiones, hoy exhibimos un nivel de PIB similar al de nuestros vecinos, tomando como punto de partida el momento anterior a la crisis sanitaria, a pesar de contar con indudables ventajas con relación a ambos. Ventajas que, por lo tanto, no están rindiendo.
¿Cómo se resolvería esto? Con una reformulación de las políticas económicas. La política fiscal debería ser fortalecida cuando está en expansión desde el cuarto trimestre pasado. La política monetaria debería ser relajada con mayor velocidad de la que se espera. Y la política salarial debería ajustar sus objetivos. El principal objetivo de la política económica es hoy la recuperación del salario real para volver a 2019. Pero no veo que alguien se haya planteado si aquel nivel salarial era el adecuado dada la productividad del trabajo. Nadie se ha planteado si desde 2014, cuando cesó el viento de cola, la subida del salario real fue pertinente o si se fue demasiado arriba dada su productividad. La pérdida de decenas de miles de empleos en esos años parece dar evidencia al respecto.
Eso es lo que habría que plantearse, estudiar y actuar en consecuencia. Pero no va a ocurrir. La política fiscal continuará dando señales expansivas, la salarial irá al objetivo 2024 igual a 2019 y la monetaria seguirá desarrollándose como si el banco central fuera independiente y tuviéramos una moneda propia relevante.