EL PERSONAJE
Es periodista y se consagró como uno de los nuevos autores más originales de la literatura nacional, pero su camino fue difícil y accidentado.
"En aikido estás todo el tiempo enfrentándote a tu frustración”. Y esa lección que aprendió practicando el arte marcial japonés tan vinculado al budismo zen sea, tal vez, la más importante de su vida. Cuando estaba a punto de dar un drástico golpe de timón a su vida, consiguió por fin publicar el libro al que había dedicado años de ese desvelo y maravillado sufrimiento que supone escribir. Casi mil páginas que lo habían consumido, enamorado como enamora a un autor su novela. Pero la creación de un artista a veces se puede convertir en su anatema. Y eso estaba a punto de creer hace tan solo un par de años.
Juan Andrés Ferreira (41), para muchos apenas Jaf, es periodista y escritor. Esto último no lo sabía con propiedad hasta hace relativamente poco tiempo. Sospechaba que sí, que en medio de toda esa búsqueda que entre otras cosas lo había llevado a un monasterio budista en los bosques de Valencia, había un escritor tratando de salir a luz.
Lo cierto es que la publicación de su novela Mil de fiebre (Penguin Random House, 2018) no sólo lo confirmó como escritor de narrativa, sino que a juicio de la crítica como una de las obras literarias más importantes de los últimos años. Una obra plagada de excesos, para comenzar por su inusual extensión de más de 800 páginas. Y esa fue la primera dificultad con la que se tropezó en su carrera. Durante años Ferreira recorrió editoriales llevando el grueso mamotreto bajo el brazo, en cada visita más o menos la misma respuesta: “No podemos publicar un libro de este tamaño”. La calidad literaria no estaba en cuestión, de hecho el juicio parecía cada vez más unánime y los primeros lectores de aquellos originales ya empezaban a formar una pequeña secta de culto.
Desanimado, comenzó uno de los trabajos más dolorosos que tiene que enfrentar un autor, como es el de “podar” sin contemplaciones aquella selva de páginas. “Corté la novela en tres partes y empecé a trabajar sobre los dos personajes de la novela”, cuenta Ferreira. La peripecia de Werner, un enigmático escritor y Luis Bruno, un periodista deportivo con serios trastornos de conducta, es la historia que finalmente conformó la obra.
“Lo que asombra es el pulso de Juan Andrés Ferreira para mantener el rumbo del grueso libro, que corcovea como un caballo salvaje”, escribió Elvio E. Gandolfo, en un reciente artículo sobre la literatura uruguaya publicado en Clarín.
Y el domador de ese “caballo salvaje” se templó durante años en una búsqueda que todavía continúa.
El gran salto
Ferreira nació en Salto en 1978, pero en 1996 se mudó a Montevideo con el propósito de estudiar. Era un chico de 18 años ilusionado con hacer carrera en el cine, industria prácticamente inexistente en el país por entonces.
“Me vine a vivir a la residencia de los franciscanos, los dos primeros años viví ahí”, recuerda el autor.
Había empezado los cursos en la Universidad ORT, “vine a estudiar producción audiovisual”. A pocas cuadras de la residencia tenía una sala de Cinemateca y Ferreira sintió que estaba en el paraíso.
“Yo tenía a dos cuadras la Linterna Mágica, y no podía creer que tenía cine a las cinco de la tarde y que podía ver La naranja mecánica a las siete de la tarde. Y si quería verla de nuevo la veía de nuevo”, recuerda Ferreira.
Por aquel entonces la vida de Juan Andrés no difería mucho de la de cualquiera de sus coetáneos. Jugaba al fútbol, practicaba judo y sentía la sorda necesidad de la búsqueda espiritual. Había aprendido a llevarse bien con la literatura en el liceo gracias a los exámenes. De hecho, cuando se le pregunta qué disparó su animal literario no lo duda: “Cuando leí La metamorfosis (Franz Kafka) me dio vuelta, si tengo que ubicar un disparador es esa obra”, asegura.
Mientras devoraba horas de cine y soñaba con la posibilidad de hacer una carrera por allí, las letras se iban abriendo un camino silencioso. Un par de años más tarde le surgió la posibilidad de hacer una pasantía en el semanario Brecha y aquel fue su primer contacto con el periodismo. Ni siquiera había pensado mucho en la posibilidad de tomarlo como una carrera. Y poco después entró a las páginas culturales de El Observador. Ya era tarde, el periodismo lo había atrapado en sus redes.
Esa mezcla de cine, literatura y periodismo no le disgustaba para nada. Algo de eso había en los grandes maestros que seguía con pasión: Truffaut, Chabrol, Godard habían ejercido el periodismo antes de hacer cine.
Aunque continuó por un tiempo más escribiendo notas, sentía que necesitaba algo más. Lo abandonó mientras buscaba fuentes de conocimiento en las disciplinas orientales, que cada vez lo atraían más. La práctica del judo le había enseñado a temprana edad la existencia de una filosofía con la que se sentía cada vez más a gusto. Mientras se ganaba la vida en un ignoto puesto de una empresa de limpieza, se lanzaba a explorar esos senderos. “Quería otra cosa, empecé a sentir algo que cada tanto me pasa y es que necesito apagar el ruido mental, como le pasa a muchos”, resume.
Pero había demostrado que era bueno en el campo del periodismo cultural y pronto fueron a buscarlo. Una amiga que trabajaba en la edición de la recordada revista Pimba! lo llamó para que le escribiera algunos artículos. Resultó proverbial, ya que le tocó editar una nota sobre una disciplina que hasta entonces desconocía: el aikido. “Esto es lo que necesito, dije cuando leí esa nota”. Salió en busca de un dojo -espacio dedicado a las artes marciales y la meditación- y comenzó a practicar este arte marcial que combina varios estilos de defensa personal y combate cuerpo a cuerpo, con y sin armas. La disciplina tiene una fuerte raigambre en el budismo zen, corriente que terminó por interesar a fondo a Ferreira.
“Lo primero que nos enseñaban era a caer y el movimiento básico del aikido que es el Irimi, que quiere decir ir hacia adelante, lo que significa que cuando te enfrentás a un problema vas al frente y lo dirigís”, explica.
Una característica del aikido es la de presentar un combate en el que sea posible la derrota del enemigo sin dañarlo o humillarlo. Los saberes detrás de estos fundamentos llevaron a Ferreira en busca de una filosofía, y por ese camino llegó al budismo zen que practica ahora.
Paralelamente, su afición por las letras había crecido. Eso lo llevó al taller de literatura que orienta el poeta Roberto Apratto, uno de los primeros lectores del manuscrito.
La fiebre
“La versión original tenía casi mil páginas, yo no podía parar de escribir”, recuerda. Desde Apratto en adelante, todos los lectores de aquella novela se habían deslumbrado. Sin embargo, las editoriales uruguayas no parecían preparadas para publicar un libro de ese tamaño.
“Yo escribí tratando de entender cosas que no entiendo, cosas que todavía no entiendo, pero que traté de explorar”, cuenta el autor. La locura y sus abismos es uno de los terrenos explorados por la novela. Y para ello debió documentarse con la ayuda de algunos psiquiatras y psicólogos, la parte “periodística” en el trabajo de todo novelista.
Para guiarse en las dimensiones oceánicas del manuscrito Ferreira creó mapas, fichas, planos y dibujos a la manera de un storyboard de cine.
Luego de poner el punto final estuvo cuatro años buscando un sitio para su obra. Cuando creyó que no lo encontraría llegó la llamada de Penguin Random House. Parecía un cuento zen que ahora rememora con una sonrisa.
“(David Foster) Wallace hablaba del compromiso con la escritura y de un tipo de disciplina muy particular, la de sacar y poner a trabajar la parte de vos que es capaz de amar en lugar de esa otra parte que solo quiere ser amada”, explica Ferreira, citando a uno de sus favoritos.
Vivir un cuento zen
“Hay un cuento zen sobre un monje que practicaba y practicaba, pero nunca lograba la iluminación. Después de mucho tiempo de practicar, se fue a una choza aislada en el monte, a pensar por qué había fracasado de esa manera. Ya no meditaba, no hacía nada excepto lo básico. Un día, barriendo la choza con la escoba, lanza una piedrita que pega en un junco y con el ruido el monje se despertó y tuvo la iluminación”. Y esa historia que cuenta Juan Andrés Ferreira es muy parecida a la que él mismo vivió. Unos días antes de firmar el contrato con la editorial recibió el llamado de un templo budista zen al que se había postulado tiempo atrás. Se trataba del templo Luz Serena, orientado por el maestro Dokusho Villalba, ubicado en las afueras de la comunidad valenciana, en España. Durante siete meses vivió como un monje, cumpliendo una severa rutina que comenzaba a las 6.30 de la mañana y terminaba a las 23. “La vida en el monasterio no tiene nada de especial, la única diferencia es que todo lo que hacés lo hacés prestando atención, es la práctica de la atención plena. Y es una rutina alucinante”, confiesa. Al volver se sentía más liviano, en armonía con el mundo.
Sus cosas
Los maestros europeos lo marcaron desde su juventud. Cineastas de la talla de François Truffaut, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard o Stanley Kubrick se convirtieron en sus referentes. Continúa viendo cine con asiduidad, a veces por razones profesionales, pero casi siempre por el placer de ver una buena película.
“Yo siempre fui muy físico, practiqué muchos deportes”, dice. Y lo sigue haciendo, aunque con menor intensidad. Sale a correr en forma periódica y cuando puede juega al fútbol cinco con la barra de amigos que se junta de tanto en tanto para “despuntar” el vicio.
Durante sus sesiones de escritura era común que escuchara mucho heavy metal, sobre todo porque a uno de sus personajes escuchaba esta corriente. Pero también, y sobre todo, mucho de Buenos Muchachos. En su playlist actual hay: A Perfect Circle (foto), The National, Fever Ray, Xiu Xiu, entre otros.