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De Sean Connery a las Kardashian

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ISABELLE CHAQUIRIAND
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El sábado pasado falleció Sean Connery. Este escocés de 90 años fue el primer actor que vistió el traje de James Bond en 1962, papel que repitió en otras cinco ocasiones. Ese rol lo catapultó a la fama como uno de los íconos del cine de la segunda mitad del siglo XX.

Dueño de una presencia sin igual, con los años no precisó, ni se interesó por disimular su calvicie ni sus arrugas para seguir sien-do un ícono de excelencia y clase.

Pero no era solo un sex symbol. Durante sus cinco décadas de carrera, logró apartarse de su personaje de agente secreto y construyó una carrera de prestigio y variedad inigualable.

Usó su fama para atraer la atención a causas personales, como la independencia de Escocia. Y para poco más. Le gustaba ser actor, pero no estrella. Renegaba del acoso de la prensa, mantuvo su vida privada resguardada junto a su esposa con la que estuvo casado 45 años hasta su muerte. Con ella mantuvo una vida tranquila, alejada de las fiestas de Hollywood que detestaba. Se retiró de la vida pública en 2011, tras lo que se supo poco de su vida hasta su fallecimiento.

Dedicó su vida a la actuación. Era famoso por ser actor. No era actor por ser famoso. Y posiblemente por eso, Sean Connery hoy no sería Sean Connery.

Él personifica un tipo de éxito que de a poco se está extinguiendo. Los famosos de nuestros tiempos tienen (o ¿quieren?) publicar mucho en las redes, salir en tapas de revistas y en sociales. Incluso a veces la fama o la popularidad es causa de los lugares que ocupan y no una consecuencia, lo que permite que se muevan en los diferentes andariveles de la vida pública sin barandas ni peajes. Es más notorio en los medios de comunicación: actor, periodista, modelo, deportista, influencer… los límites están cada vez más desdibujados y una cosa es habilitadora de la otra, como supuesto activo para un mejor ejercicio de la tarea.

«Que hablen bien o mal; lo importante es que hablen de mí”, decía Salvador Dalí como regla de márketing personal, frase que también se le atribuyó a Napoleón. Pero hoy en día ni siquiera es necesario ser tan talentoso como el artista o tan estratega como el francés para lograrlo. Basta con mantenerse en el centro de la mirada pública, que es más fácil gracias a las redes sociales.

No es extraño que este fenómeno se haya trasladado a la política, al periodismo, a los empresarios, profesionales, artistas y deportistas. Por alguna razón se ha vuelto un activo mantener la visibilidad, que llega a implicar exponer, premeditada y planificadamente, parte de la vida privada en las redes sociales, mantener un perfil alto en eventos y generar titulares de prensa. Esa cosa tan indefinida como difusa que se volvió un activo que es ser persona “pública” o “conocida”, de la farandulización de las profesiones, a pesar de que vaya en detrimento de la esencia.

Pero “no se puede hacer beber a un asno que no tiene sed” como dice el proverbio francés. Si eso sucede (y funciona) es porque como sociedad lo estamos valorando de alguna manera.

Ser “conocido” es valorado, es un mérito en sí mismo, que no quiere decir lo mismo que ser bueno en lo que se hace. Y donde ser bueno y menos reconocido, muchas veces no basta. Acaso, ¿dejamos la era de los Sean Connery para pasar a la de las Kardashian?

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