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La escritora, la serie y el poder

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ANA RIBEIRO
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Chernobyl es una serie de éxito mundial. Narra tragedias difíciles de imaginar, pero que se sabe acontecieron realmente. Independientemente de su doloroso contenido, la serie ha provocado tres tipos diferentes de malestar.

En primer lugar, el de los rusos, que ya anunciaron que van a hacer otra versión, diferente a la que emite Netflix, porque no les satisface la imagen que la serie transmite de la Unión Soviética, el imperio que en 1986, cuando estalló el reactor nuclear de la central de Chernobyl y se desató el apocalipsis en la localidad que la albergaba, estaba -sin saberlo- a solo tres años de su debacle, sintetizada en la caída del muro de Berlín. El Partido Comunista de Rusia pide abrir caso penal contra los creadores de la serie y les prohíbe la entrada al país al director, el guionista y el productor ejecutivo de la misma.

Por otra parte, la serie desató una oleada de turistas que recorren las zonas habilitadas en busca del horror fantasmal que cayó sobre aquellos habitantes, que dejaron las tazas servidas, las muñecas abandonadas sobre las cunas, la ropa en el respaldo de la silla, en el momento en que fueron trasladados con prisa, o cuando cayeron quemados vivos por dentro, lenta e implacablemente. Los turistas buscan emociones fuertes y estas son más potentes que las que brinda el llamado “turismo de la pobreza”. Algunos van por su cuota de emoción, otros por la selfie, sonrientes delante de un auto achicharrado o una casa congelada en plena cotidianidad y revestida de herrumbre y musgos durante tres décadas.

En tercer lugar, está el malestar de Svetlana Alexsiévich, la periodista bielorrusa que supo ganar el Premio Nobel de Literatura en 2015 con su obra. Libros que hablaban de los muchachos que regresaban de la guerra nunca declarada de los rusos a Afganistán, en un cajón de zinc; de las mujeres en la guerra; de los suicidas que no soportaron el cambio de clase social; de los bomberos que vieron un fuego alto y luminoso y pensaron que era un incendio más y acudieron a apagarlo sin que les brindaran protección alguna contra la brutal radiación que emanaba del lugar.

En “La guerra no tiene cara de mujer”, la autora decidió hablar con mujeres y no con los hombres que habían estado en el ejército porque -explicó- mientras a los hombres les interesa la acción, las mujeres “viven más de cerca los sentimientos”. “De la guerra no recuerdo ni gatos ni perros. Solo recuerdo ratas. Ratas grandes. Con unos ojos de color amarillo y azul. Ni en la película más terrorífica he visto algo como las ratas abandonando la ciudad antes de los ataques aéreos, hordas de ratas corrían por las calles, se marchaban al campo. Olfateaban la muerte”, le dijo una mujer soldado.

Solía esconderse detrás de sus entrevistados (porque trabaja entre 5 y 10 años cada libro, realiza entre 300 a 500 entrevistas, de las que selecciona 100) pero en “Voces de Chernobyl” desaparece por completo, para hilar en intrincado crochet un libro polifónico en el que solo se escucha la voz de los que estuvieron allí, además del silencio. Un silencio que fue el primer signo de lo que se venía, según testimonio de un apicultor: “Salí por la mañana al jardín y noté que me faltaba algo, cierto sonido familiar. No había ni una abeja. ¡No se oía ni una abeja! Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no”. Un silencio que flota sobre un mundo inanimado, aunque lleno de trazas de la vida que se truncó.

Alexsiévich está en toda esa trama y sentada frente a los protagonistas y agonistas, sin miedo a contaminarse, sosteniéndole la mano a la viuda que llora o aceptando un bocado con el que la convidan. Su coraje y empatía marcaron la diferencia y le permitieron abrir la memoria del horror. “Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días... le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne... Le salían por la bo- ca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envol-vía la mano con una gasa y la introducía en su boca pa- ra sacarle todo aquello de dentro.”

En su libro no hay el más leve trazo de las Grandes Victorias soviéticas a las que se apeló para narrar lo que nadie entendía. Los parientes reclamaban los cuerpos desechos por la exposición al dióxido de uranio y al carburo de boro y el poderoso estado los metía (también a ellos) en cajones de zinc con destino desconocido, diciéndoles que eran héroes que no les pertenecían más, sino a la Patria. Ningún estado admite que no controla algo acaecido dentro de su territorio y los soviéticos no fueron una excepción. Alexsiévich les resultó molesta, pero tuvieron que admitirla porque el Nobel la consagró a nivel mundial. Protestan por la oleada de sacrílegos turistas, pero organizan los siniestros tours.

Todo esto lo ha desencadenado una obra periodística que alcanzó deslumbrante nivel literario y que la serie Chernobyl utilizó como fuente, pero sin mencionarla siquiera en los créditos. Esa es la sorpresa y el malestar de Svetlana Alexsiévich.

Sin embargo, también frente a eso ella va un paso más allá, para preguntarse cómo retratando su pueblo terminó retratando al mundo, según reza una vieja fórmula literaria. Encontró la respuesta rápidamente.

Cuando las cianobacterias invaden algunos cursos de agua y el verde flúo pasa a ser un color que nos atemoriza; o cuando una ballena aparece muerta en la playa de Carrasco y no lo asociamos con una muerte natural, sino -indefectiblemente- con alguna mala práctica humana; cuando nos invade una súbita conciencia de la mancha voraz de los plásticos, tan incorporados a la vida cotidiana, desde el “tapper” a las muñecas “Barbie”, tan duros de disolver, tan asesinos… estamos experimentando lo mismo que genera la serie. Se llama miedo ecológico y no se precisa asistir a una explosión nuclear para padecerlo.

La serie es inquietante, el libro es una dolorosa obra de arte. No son excluyentes.

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