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Tacuarembó, Buenos Aires y el milagro de Spinetta: el mundo de Fidel Sclavo en un libro y una muestra

El artista, diseñador y escritor uruguayo radicado en Buenos Aires charló con El País sobre su libro de Spinetta y Festina Lente, la notable exhibición en el MNAV

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Fidel Sclavo
Foto: Estefanía Leal

Nacido en Tacuarembó en 1960, Fidel Sclavo ha vivido en varias ciudades (Montevideo, Barcelona, Nueva York y desde hace 20 años, Buenos Aires) en las que ha desarrollado las múltiples disciplinas a través de las que comparte sensibilidad y una mirada del mundo. Es artista plástico, ilustrador, diseñador gráfico y escritor y en todos los rubros ha sido saludado con admiración y respeto.

Es, por ejemplo, hace una década uno de los ilustradores de las portadas de los discos del prestigioso sello alemán ECM (recomienda la combinación de su arte y la música que se dio en The Song Is You de Enrico Rava y Fred Hersch), y antes había sido responsable del arte de Eduardo Darnauchans en el disco Zurcidor, entre otros discos importantes de la música uruguaya.

Algunas de esas tapas, junto a su producción plástica más reciente, están incluidas en Festina Lente, su muestra en el Museo Nacional de Artes Visuales donde estará hasta el 5 de noviembre. Es, perdón el facilismo, un oasis, un remanso, pero ese es un efecto que suele producir Sclavo.

Simultáneamente acaba de salir su segundo libro para la colección Discos de la Editorial Hum. El primero, justamente, había sido sobre Zurcidor y ahora es Artaud, que está firmado por Pescado Rabioso pero es un disco de Luis Alberto Spinetta, un artista por el que, le confiesa a El País, se ha llegado a pelear con una novia. El libro es una elegía a una pieza artística que lo marcó por razones que sabe fundamentar con una prosa que respeta el tono del resto de su obra.

Sobre Tacuarembó, su nuevo libro, la exposición en el museo del Parque Rodó, qué encuentra en Buenos Aires y el efecto milagroso de Spinetta, Sclavo charló con El País, en un bar clásico de Pocitos. Afuera llovía muy montevideanamente.

—Hace muchos me atreví a decirle que no entendía a Luis Alberto Spinetta y usted me dijo que para entenderlo había que haber crecido con él. ¿Sigue pensando eso?

—Es que no es “Spinetta te espera” como con el tango. Y es muy difícil que a alguien que no haya nacido con el gen le empiece a gustar. Pasa como con la Argentina: por más que te lo explique no lo vas a entender.

—Eso genera fidelidad y fanatismo en los iniciados...
—Los que les gusta Spinetta son devotos y capaces de pelearse...

—¿Se agarró a piñas por Spinetta?

—No, pero sí me dejé de hablar con algún amigo. Y me peleé con una novia cuando después de avisarle que no me podía hablar mal ni del Rey Arturo ni de Spinetta, en una cena me dice: “Arturo es un boludo”, y antes de que llegara a Spinetta decidí cortar. A ese grado de fanatismo se llega.

—Ya hablaremos en otra oportunidad de Arturo. ¿Cuándo escuchó por primera vez a Spinetta?

—Ni bien salió el disco de Almendra y a partir de “Ana no duerme”, heredé ese gusto de mis hermanas mayores. En Tacuarembó no se escuchaban las radios de la capital, así que mi influencia musical de niño fue Caetano, Chico, Milton y lo que llegaba de las radios argentinas. Y ahí escuché “Ana no duerme” y no paré más. Estaban al nivel de los Beatles.

—¿Hubo un Spinetta para cada momento de su vida?

—Sí y procuré verlo todas las veces que pude. Debo tener un récord y además vi el último show, el de las Bandas Eternas que duró cinco horas en Vélez.

—¿Lo conoció personalmente?

—No, tuvimos un intercambio de cartas o unos libros y quedamos en vernos, algo que nunca se concretó. Pero me pasó el dato de un médico antroposófico al que fui y me curó...

—¡Es un milagro de Spinetta!

—¡San Luis!

—¿Por qué un libro de Artaud?

—Cuando Gustavo Verdesio empezó la colección Discos en la editorial Hum, me pidió algo sobre un disco del Darno, pero su muerte estaba cercana y aún me dolía. Así que me dio a elegir y fui por Artaud sabiendo que no lo iba a hacer. Al final, alguien iba a escribir sobre Zurcidor de Darnauchans así que accedí a hacerlo. Salió en una editorial de Buenos Aires (con otro nombre, Esperando la noche) y el editor de allá me dice que había escuchado que iba a escribir sobre Artaud y yo, como para corresponder la patriada de haber editado el libro del Darno, retomé la idea. De hecho en Argentina se publicó en marzo para su 50 aniversario. Y como estaba hecho se reeditó acá.

-¿Cuándo fue la primera vez que escuchó Artaud?

-Hice fuerza para que me gustara, pero enseguida me di cuenta de que había vuelto a darme lo que yo quería. En esos años oscuros me sentía en el Titanic, y ese disco fue mi salvavidas. Era algo precioso. Y aún hoy lo escucho cuando quiero sentirme bien como me pasa con los Beatles, Bob Dylan o Joni Mitchell. De paso, por ella también me peleo.

-¿Qué hay de Tacuarembó en su obra?

-Como decía Carlos Maggi, “todos los pelos van para el peine”. Hace 30 años que no voy, pero de haber nacido en otro lugar, no tendría esa sed de conocer que genera sentirse en el medio de la nada. Parte de mi educación sentimental es por ausencia de cosas.

-¿Y en qué nota a Tacuarembó, por ejemplo, en la exposición del MNAV?

-Esta cosa de la quietud, la calma, tiene que ver con el aburrimiento que te lleva a buscar un Plan B. Y saqué una estética de eso. Me nutrí de esa siesta permanente en la que me tenía que inventar un mundo. Y eso me salvó la vida aunque hubiera estado más divertido estar de fiesta.

—Quizás porque lo conozco, cuando recorría Festina Lente pensaba en “esto es bien Fidel”. ¿Hay una forma suya con que se lo identifica?

—Aprendí a confiar en lo que hago. He vivido en varias ciudades y siempre he tenido la misma mesa con dos bastidores y mi paisaje siempre ha sido el mismo: las libretas, una música parecida. Y tengo que hablar de lo que sé. Hice un esfuerzo por no hacer nada de más e intentar mostrar algo distinto, que no se haya visto. O sea, lo figurativo en mí, ya está y no tengo porque volver a eso. Y en muchas de las obras eso está literalmente, porque están ahí abajo.

—¿Cómo es eso?

—Me canso de mi mismo y con la obra me pasa lo mismo. Hay cosas que no me parece que estén buenas y en vez de destruirlas, le hago otra cosa arriba o la borro. Todo está ahí.

—Eso de que haya un mundo debajo de la pintura es “bien Fidel”...

—Hay cosas que tengo en Buenos Aires que parecen solo un color, pero está texturado porque está rayado y si mirás a contraluz ves figuras. Conceptualmente me parecía que ya había dicho otras cosas.

—En la muestra incluyó portadas de discos para el sello ECM y que dejan constancia de su trabajo como diseñador. ¿Considera que los libros, las tapas, los dibujos, son parte de una misma obra?

—Es todo parte de lo mismo. Me gusta el cruce de un lado a otro y por eso incluí las tapas, porque es una experiencia muy atípica, además de la fidelidad y el amor al sello, al que escucho de antes de trabajar con ellos. Mi manera de trabajar con el dueño de ECM, Manfred Eicher, es que nunca sé para dónde van a ser las tapas.

¿No escucha el disco antes?

—No, ahora van salir cuatro tapas que no sé para qué discos van. Trabajamos al revés. Toma que a él le interesa de lo que hago y produce una música que vaya con la tapa. Junta los músicos y hace eso.

—Hace 20 años que vive en Buenos Aires. ¿Cómo es su vida allá?

—Es una ciudad que elegí, aunque al principio fui por razones amorosas. Es una ciudad compleja, pasional, loca...

—No son tres adjetivos que lo definan a usted.

—Será por eso.

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