Uruguay tiene un problema grave entre manos. O más bien dos. Ambos relacionados a la convivencia, y que ya están comenzando a explotar. Un par de artículos publicados en El País esta semana y, sobre todo, la controversia que generaron, ponen el dedo en la llaga de un tema que nadie parece saber cómo encarar.
Uruguay tiene un problema grave entre manos. O más bien dos. Ambos relacionados a la convivencia, y que ya están comenzando a explotar. Un par de artículos publicados en El País esta semana y, sobre todo, la controversia que generaron, ponen el dedo en la llaga de un tema que nadie parece saber cómo encarar.
Tal vez el que causó más revuelo fue una pieza de opinión del columnista Diego Fischer titulada “Turistas y planchas” donde se narraba las peripecias de un par de paseantes que recorrían la zona del puerto de Punta del Este y padecían la exuberancia emocional de un grupo de jóvenes que disfrutaban de una noche de juerga. Por un lado, fue una de las notas más leídas de la semana del diario, al menos en su versión web, superando incluso a usuales “best sellers” de estos tiempos como las fotos de una fiesta en lo de Tinelli o los barrocos reclamos de Wanda Nara a su nuevo marido futbolista.
Por otro, motivó una andanada de correos a la redacción de tono furibundo, una tormenta de indignación en las redes sociales, y hasta una respuesta airada del nuevo director del INJU. La acusación endilgada a la pieza era clasismo, estigmatización de sectores pobres, y desprecio por la cultura juvenil. Incluso algún alto jerarca del gobierno lo expuso como prueba contundente de la vigencia de la “lucha de clases”. Sinceramente, leído por una cabeza menos afiebrada por convulsiones ideológicas y partidarias, el artículo dejaba más en evidencia el viejo problema uruguayo de desconfianza entre generaciones que un tema de clases. Desde siempre, este ha sido un país complicado para los jóvenes, y a todos alguna vez el viejo amargo de al lado se negó a devolvernos la pelota caída en su patio, o llamó a la Policía cuando la música se pasaba de lo sugerible.
El otro artículo revelador fue publicado ayer, y mostraba el panorama complejo que se vive en la zona de playas de la capital en estos días del año. Allí visitantes frecuentes, guardavidas, y marineros, dejaban en evidencia un clima de confrontación social terrible, con abusos, peleas, robos y crímenes. Todo sobre la cálida arena montevideana, donde conviven los sangüichitos del picnic y los castillos infantiles, con las botellas rotas y las peleas.
La nota tenía dos declaraciones expresivas; la del portavoz de la Armada, Gastón Jaunsolo, que afirmaba que “son los mismos problemas de convivencia y falta de respeto que se dan en la calle”. Y la de un guardavida de Pocitos que prefirió no identificarse que decía que esa playa es “una selva” y “tierra de nadie”. “Bajan de a 10 o 15, molestan, tiran arena, nos ‘pulsean’ a nosotros, bajan con las motos prendidas. Nadie les dice nada. Son los dueños y tienen una impunidad total”.
Lo de Pocitos es emblemático. Porque más allá de que siempre ha sido considerado un barrio “cajetilla”, desde al menos fines de los 80 es un lugar casi céntrico, una zona de roce y de encuentro de distintos sectores sociales. Particularmente en verano, donde miles de personas de las más variadas partes de la ciudad, confluyen para disfrutar de su playa. Sin embargo nunca como ahora, esa convivencia ha sido tan tensa, tan conflictiva. Basta darse una vuelta un sábado de tarde por la zona para verlo en carne propia.
Por ejemplo, el autor caminaba el sábado pasado por una calle cercana a la rambla. Delante de sí, un grupo de 4 o 5 jóvenes, visera reglamentaria, un tatuaje aquí, un piercing allá, cerveza en mano, marchaban con andar desafiante y tono de voz elevado junto a una heladería. Allí, dos señoras mayores, mientras apuraban su cucurucho de dulce de leche, apretaban las carteras y ponían su más expresiva cara de pánico. Difícil encontrar un ejemplo más claro del problema en ciernes.
Hay una cultura juvenil extendida, particularmente en las barriadas humildes, cuyos códigos de convivencia y roce social son dramáticamente distintos de los que ha manejado la generación que hoy atraviesa los 50, 60 o 70 años. Esto puede ser peligroso de decir por estas fechas, así que aclaremos. Ni mejor ni peor, distintos. La diferencia va desde la forma de vestir, de interactuar, hasta en el idioma. Esto se agrava porque son los dos sectores de la sociedad con mayor prevalencia, ya que las tasas de natalidad en esas zonas humildes son casi igual de altas, que las de envejecimiento en los barrios residenciales tradicionales.
Este choque es real, comprobable, medible. Basta ver como reflejo del mismo que casi un millón de uruguayos, una sociedad históricamente igualitaria y humanista, apoyó una propuesta como la de la baja de la edad de imputabilidad, pese a que en el fondo casi todos sabían que no era solución al problema de la delincuencia. Como más de una vez se dijo, lo que querían era un gesto, un símbolo.
La propuesta finalmente no salió. Pero eso no quita que la sociedad uruguaya no esté enfrentando un problema muy serio a raíz del choque entre estos sectores. Un problema que se agrava en forma notoria por la ausencia del Estado como regulador imparcial de estos conflictos, casi en la misma medida que la ausencia de autoridad en las playas que denuncian los guardavidas, alienta las explosiones de violencia que refleja el artículo del diario de ayer.
No se trata de estigmatizar, no se trata de guerra de clases, no se trata de imponer a unos sobre otros. Pero la ausencia de políticas claras a nivel público para encaminar este problema ya está generando fenómenos preocupantes, como el explosivo crecimiento de barrios privados. Si algo tuvo siempre de bueno Uruguay fue que era un país amortiguado, sin guetos ni arriba ni abajo, y donde a diferencia de lo que pasa en el resto del continente, las diferencias económicas no significaban un foso infranqueable para la convivencia. A menos que se haga algo, eso va camino a ser cosa del pasado.