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Sin embargo, ¡el fóbal!

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Leonardo Guzmán
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A quienes somos mayores, las imágenes en glorioso color de este Rusia 2018 se nos recortan sobre la impronta que llevamos puesta: Uruguay fue Campeón del Mundo. Nos sentimos impelidos a volver sobre el tema.

¿Compulsión del alma? ¿Será que sigue teniendo razón Jorge Manrique en que siempre "a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor"? ¿O será que reencarnamos la enseñanza de Juan Carlos Patrón y "Cuando el ombú de la existencia sacude el viento del recuerdo, se llena el alma de "murmuyos" que cuentan cosas del tiempo viejo"? ¿O será que aplicamos al fútbol esa nostalgia que nos campea los 365 días del año —y no solo en la bailable víspera del 25 de Agosto? No. Rotundamente, nada de eso.

Si Maracaná nos regresa como una obligación es porque los que, al costado de la radio, quedamos roncos en la soleada tarde del 16 de julio de 1950, los que esa noche festejamos en 18 de Julio estremecidos por la sirena de El Día, y en la noche siguiente vivábamos en el Estadio a Obdulio, Schiaffino, Julio Pérez, Ghiggia y todos, gritábamos desde el alma "Uruguay pa todo el mundo", no por soberbia triunfalista sino con fundamento.

Con tanto fundamento, que en esa consagración mundial —que se sumó a la de 1930 y los campeonatos olímpicos de 1924 y 1928— fortalecimos la convicción —con legítimas raíces en nuestra cultura y nuestra vida institucional— de que el Uruguay era fuerte… y podía. Y en ese cimiento apoyamos la dignidad personal y nacional de distinguirnos por nuestros talentos y virtudes, como muy bien manda la Constitución.

Voceado en las esquinas como "fóbal", el fútbol transmitía y asentaba valores. Teniendo a su frente a César Batlle Pacheco, Atilio Narancio, Gastón Guelfi y tantos otros, simbolizaba actitudes y proyectaba personalidades impolutas.

Después nos pasó de todo. El Uruguay —que, en medio de una ciénaga de tiranías, se había erguido como isla de libertad— se travistió en un país que hizo experimentos macabros con las peores alternativas. Cayó todo. Y también el fútbol.

Recuperado el protagonismo en el concierto internacional, en Rusia hoy está el país entero, con la celeste catapultándonos a un clima de fraternidad y unidad que —desgarrados por la delincuencia y por el aquelarre del Derecho Penal— nos hace falta para reflexionar, pensar y crear. No solo para patear una pelota y acariciar un campeonato.

Unirnos en torno al fútbol no es una singularidad de "esta sociedad" ni es una funcionalidad de un "imaginario colectivo" ni un aglutinante casual de una nación trizada.

Mucho más que eso, la unificación futbolera nos da testimonio de que hay emociones y valores que sobreviven por encima de lo bueno y lo malo que nos pasó como personas, como ciudadanía y como nación.

A pesar de que el mundo cambió y el Uruguay no es el mismo y a pesar de que la FIFA y sus aledaños quedaron escrachados en la crónica policial del mundo, más allá de la explotación comercial y las millonadas impúdicas, la pasión por la celeste nos recuerda y simboliza que sí: podemos servir valores incondicionados.

Es hora entonces de llamar por su nombre a esa facultad casi sobrehumana de erguirnos a pesar de todo: espíritu.

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