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Oponerse en democracia

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PABLO DA SILVEIRA
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El primero de marzo habrá un cambio de roles en este país. El Frente Amplio, que está hoy en el gobierno, pasará a ser oposición. Los partidos que componen la “coalición multicolor” recorrerán el camino inverso.

A primera vista parecería que nada de esto es demasiado nuevo. El Frente Amplio ya ha sido oposición. Los principales partidos que conforman la coalición multicolor (el Partido Nacional y el Partido Colorado) ya han sido gobierno. Pero hay una diferencia importante: el Frente Amplio todavía no ha pasado por la experiencia de ser oposición después de haber sido gobierno (algo que sí conocen blancos y colorados).

Volver a la oposición tras haber gobernado significa presenciar cómo se revierten políticas y decisiones que uno tomó. Se trata de una dinámica normal en las democracias. De manera general, la vida de las sociedades democráticas consiste en un juego de continuidades y rupturas. Hay políticas que se mantienen por encima de los cambios de gobierno (en el caso uruguayo, un ejemplo típico es honrar los compromisos asumidos ante acreedores internacionales) y hay otras políticas que se modifican, o que directamente se abandonan y son sustituidas por otras.

En esencia hay dos maneras de pararse ante este fenómeno. La primera consiste en asumir lealmente que estas son las reglas de juego. La ciudadanía desaloja a un gobierno y lo sustituye por otro precisamente porque quiere cambios. Para quienes creemos en la soberanía popular (en lugar de creer en teocracias o en minorías iluminadas) ese mandato debe ser respetado. Dicho de otra manera: cada gobierno electo según las reglas electorales vigentes tiene legitimidad para introducir por vías constitucionales todos los cambios de rumbo que considere adecuados. Muy en particular, tiene toda la legitimidad para impulsar aquellos cambios que anunció y prometió durante la campaña electoral.

De acuerdo con esta visión, que es la única democrática, la oposición tiene derecho a vigilar, a criticar, a negar apoyo, a intentar influir sobre el proceso legislativo, pero no tiene derecho a boicotear el proceso de decisión democrática ni a poner en duda su legitimidad. En la democracia, como en la vida, se gana y se pierde.

La otra manera de ver las cosas es propia de quienes creen ser la vanguardia de la historia. Según esta visión, lo que da legitimidad a los gobiernos constitucionales no es el modo en que fueron electos, ni las mayorías parlamentarias que los sostienen, sino el contenido de las decisiones que toman. SI un gobierno toma decisiones con las que discrepo, o revierte decisiones que he tomado, no solo se está moviendo en una dirección que no comparto, sino que está revirtiendo un proceso histórico que a mi juicio no acepta cambios de rumbo. Por lo tanto, yo puedo oponerme por cualquier medio, y buscar aliados que me acompañen, invocando mi sagrado derecho a bloquear todo lo que me parece que está mal o que es injusto.

El problema es que, en una sociedad plural, los ciudadanos discrepamos con frecuencia acerca de lo que está mal o es injusto. De modo que, si todos adoptáramos esta segunda visión, el concepto de legitimidad desaparecería y, finalmente, el propio orden democrático colapsaría.

El Frente Amplio y sus aliados están enfrentados a la situación de tener que elegir entre estas dos visiones. Ojalá que esta vez no se equivoquen.

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