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Perpetuo renacer

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LEONARDO GUZMÁN
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Antes de tratarlo personalmente, uno -como todos- respetaba el señorío ciudadano de Carlos Julio Pereyra. Se sabía que era maestro y se le notaba en su vocación de claridad y reflexión. 

Sereno pero rotundo, encarnaba las banderas principistas del Movimiento de Rocha, del que había sido cofundador junto a Javier Barrios Amorín.

La quiebra institucional del 27 de junio de 1973 lo despojó del escaño en el Senado que le había impuesto la ciudadanía. Con el Palacio Legislativo clausurado, en la calle no dejó de representar la esencia republicana de los muchos que lo habían votado y los muchos más que no.

Fue así como a las pocas semanas del golpe de Estado Carlos Julio llegó por sorpresa al segundo piso de El Día. Iba a apoyar la oposición a la dictadura que asomaba en las inequívocas entrelíneas que insertábamos en la página editorial, presidida por un retrato permanente de Batlle y Ordóñez y una cita suya que se cambiaba jornada a jornada.

El concepto de esa visita fue cristalino: frente a la quiebra institucional, la fe republicana pasaba muy por encima de las diferencias y los símbolos partidarios.

Ese diálogo inicial fue tan franco que los encuentros se repitieron hasta con familiaridad. Fue el primero de los muchos intercambios que tuvimos con blancos, cívicos y socialistas no guerrilleros.

Ahora, al despedirlo, recordamos la tragedia nacional que compartimos, pero mucho más tenemos presentes los proyectos de libertad y legalidad que nos sostuvieron en esos años. Queríamos un país cívicamente educado para dirimir diferencias en las urnas, sin odios, sin resentimientos, sin zanjas.

En ese ideal coincidíamos en 1973 y en ese ideal nos reencontramos hace tres años, cuando en la Casa de los Lamas, junto a Hebert Gatto, compartimos una tribuna con Carlos Julio Pereyra, nonagenario pero de pie en sus convicciones. Es que los ideales se sienten con tanta más fuerza cuanto más desgracias nos sobrevienen por negarlos u olvidarlos. Y aun si los extravíos provocan una decadencia generalizada, la respuesta de los espíritus no enmohecidos vuelve a ser la búsqueda terca de normas que establezcan el respeto, el diálogo y la comprensión.

Esa búsqueda surge de un reclamo del alma personal y colectiva -que vibra antes y más allá de cargos, lemas y clases sociales- y es mucho más profunda que un cambio de flechamiento a derecha o izquierda.

Prisionero de esquemas materialistas, soportando las consecuencias de la indiferencia y el relativismo y de planteamientos crudamente clasistas o ciegamente egoístas -que olvidan que estamos todos juntos, bajo la misma bandera y en el mismo barco-, hemos sufrido gobernantes que, mientras declamaban derechos humanos retro, fueron insensibles a los crímenes de cada día, y dejaron instalarse la cohorte de desgracias que apareja la drogadicción.

Hemos pasado una década y media abandonando los valores de conciliación en libertad que palpitaban en la inmensa comunidad que fue opositora a la dictadura.

Por eso, y por los cambios dispuestos por el pronunciamiento ciudadano en las urnas, sentimos que los recuerdos que nos atropellaron ante el féretro de don Carlos Julio Pereyra se nos revalidan como lo mejor de nuestras esperanzas.

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