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Mercader en siembra

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Leonardo Guzmán
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Con Antonio Mercader nos hicimos camaradas desde que lo leí y conocí a fines de los años 60. Él escribía en La Mañana y yo en El Día.

Por entonces, la guerrilla atacaba desde las sombras. Había empezado con el asalto al Club de Tiro Suizo, perpetrado en 1963, cuando, en plena democracia, gobernaba el colegiado que supo integrar Washington Beltrán Mullin.

A quienes ejercíamos el periodismo desde convicciones democrático-republicanas, nos resultaba un deber enfrentar a aquel malón.

Por cierto, las militancias partidarias se hicieron recias, y así lo mostró la campaña previa a las elecciones de 1971. Pero a medida que se ennegrecían los nubarrones del fanatismo, en el Uruguay fue cada vez más necesario volver a fundar una filosofía de la libertad que salvara a la persona por encima del desgarrón histórico. Y entre quienes repudiábamos la guerrilla y por los mismos principios íbamos a condenar a la dictadura, surgieron fraternidades por encima de partidos, derechas e izquierdas.

En la matriz de esa clase de militancia ciudadana nació mi amistad conceptual con Manino, que desde 1996 profundicé por nuestra vecindad en estas páginas de El País. Y cuando, en 2002, los blancos se retiraron del gabinete de Jorge Batlle, me tocó sucederlo en Educación y Cultura, compartiendo —con Mercader y con todos los Ministros de ese noble Presidente— el honor de, tras la crisis, haber entregado el país en ascenso y no haber recibido una sola indagación parlamentaria ni judicial por manejos espurios. ¡Y vaya si eso vale, mirado desde el Uruguay en que estamos hoy encharcados!

Abogado, periodista, docente, Embajador del Uru-guay ante la OEA, por dos veces Ministro de Educación y Cultura, a Manino lo despidió la República con honores de Estado, brindados junto a su familia en medio de una multitud de ciudadanos de todos los partidos, aunados en los sentimientos del alma liberal que aún palpita en el Uruguay.

Mereció esa despedida por todo lo que hizo en vida de servicio y por todo lo que enseñó con el ejemplo de sus últimos meses. Estoicamente vivió los avances de su enfermedad. Y con grandeza sirvió a su vocación hasta más allá de sus fuerzas.

El pasado domingo leímos su columna, militando a favor de que vuelvan al Uruguay los debates televisivos entre los candidatos, tras haberles tolerado a Vázquez y Mujica que les sacaran el cuerpo. Y el domingo anterior había fustigado la actitud de "bueno ¿y qué?" con que los correligionarios de Vivian Trías están recibiendo la revelación de que era interlocutor asalariado de la inteligencia checa, dominada por el centralismo moscovita. Y si repasamos hacia atrás, nos toparemos semana a semana con un espíritu recio, fuerte en sus convicciones, siempre dispuesto a aplaudir o fustigar y nunca resignado a describir con indiferencia. De pie por dentro, enfrentó su duro destino.

Si dejó lecciones como padre, abuelo, docente y hombre de Estado, también las dejó como hombre que sirvió valores incondicionados. Hasta el fin de sus horas, cumplió el mandamiento de Kipling de llenar el minuto implacable, con sesenta segundos de distancia recorrida.

Desde el humus de un país en decadencia cultural, Mercader se fue para quedarse en siembra.

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