Noticias de Antonio Mercader
SEGUIR Tomás Linn Introduzca el texto aquí Al repasar mi trayectoria profesional y recordar el momento en que empecé, es inevitable recordar a aquellos que me tendieron una mano, me orientaron y ayudaron. La lista de generosos amigos es larga y en mi caso, ocupa un lugar crucial Antonio Mercader, Manino como le decíamos, el periodista, basquetbolista, escritor, abogado, exministro y exembajador que falleció esta semana a los 74 años de edad. Fue un periodista notable y en ese rol trabajé con el. Yo era joven y buscaba una oportunidad para trabajar en un medio. Un amigo de la adolescencia, Conrado Hughes, ya entonces locuaz y simpático aunque no tan mediático como lo es hoy, me presentó a Manino, que en poco tiempo me invitó a integrar el equipo que trabajaba con él y con Daniel Álvarez en "El Diario". No eran tiempos fáciles, el país estaba en dictadura, pero las dificultades se compensaban al trabajar entre periodistas de gran oficio y calidad humana como el entrañable Iván Kmaid, Romeo Otero, Juan Francisco Fontoura, Luis Lecaldare, Antonio Pippo, Alejandro Paternain, Roberto Altieri, Yamandú Fau, la recordada Dolores Castillo y Jorge Burel. Manino fue mi primer jefe de redacción y un extraordinario maestro. Era estricto pero sabía mantener un buen clima de trabajo. Su liderazgo era innegable. Tenía además aquello que todo buen periodista debía tener: suerte. Las noticias parecían buscarle. Escribía con sencillez y elegancia. Fue además corresponsal para las revistas argentinas Siete Días y Panorama. Resolvía con eficacia la edición de cada día y cuando arrancaba la rotativa, con la satisfacción de la tarea cumplida suspiraba y con un dejo de ironía decía: "un diario menos". Si bien parecía nacido para el periodismo, este madrileño de raíces catalanas pero profundamente uruguayo, decidió recorrer otros caminos y se integró a la agencia publicitaria Grey, con su amigo Francisco "Pancho" Vernazza. De ahí pasó a la política. De origen blanco y wilsonista, asesoró al presidente Luis Alberto Lacalle para luego ser Ministro de Educación y Cultura. Lo fue en dos ocasiones: con Lacalle y con Jorge Batlle. Si bien nunca lo dijo en forma expresa, Manino tuvo como modelo de ministro a André Malraux, escritor francés que actuó en la resistencia y fue ministro de Cultura en el gobierno de Charles de Gau-lle. Lo admiraba y alguna vez me contó que estando de visita en un pequeño pueblo en el norte de Francia, se enteró que un conocido escritor francés (no recuerdo quién) que había fallecido el día anterior y le habían brindado honrosas pompas fúnebres en París, sería enterrado en su pueblo natal en una ceremonia íntima. Manino fue y se encontró que en discreta representación oficial, Malraux también había ido. Se le acercó y conversó con él. Como ministro se desempeñó con eficacia y buen talante (una particular característica suya). A veces, sin embargo, quería salir de ese contexto y hablar de otras cosas. Fue así que me sugirió una práctica que cumplió con regularidad mientras fue ministro: juntarnos a almorzar cada tanto en el desaparecido restaurante Morini, para hablar de temas que no fuera políticos. Por cierto, era imposible que un periodista y un experiodista metido a político, eludieran tales temas. Pero logramos cumplir el pacto y solíamos hablar de cine, autores y novelas. Manino era un ávido lector de novelas y estaba interiorizado de la literatura contemporánea universal. Tanto es así que cuando me entrevistó para ver si me tomaba como periodista, su primer pregunta se refirió a qué libros leía. Entre un ministerio y otro, fue embajador uruguayo ante la OEA, tarea que cumplió con su eficiencia habitual. Aprovechó esa oportunidad para recorrer los archivos e investigar sobre la intención norteamericana de instalar una base en la Laguna del Sauce durante la Segunda Guerra Mundial y la postura crítica de Luis Alberto de Herrera al respecto. En 1999 presentó su libro: "El año del León" (ya había publicado un pionero trabajo sobre los tupamaros escrito junto a Jorge de Vera en 1970). Como el libro tocaba un tema polémico en que algunos veían a Herrera como germanófilo, y sabiendo que por convicción, y también por historia familiar, yo era un notorio proaliado, Manino me pidió que junto con Gerardo Caetano, hiciera la presentación de su libro, minuciosamente documentado y exquisitamente redactado. Este exembajador, dos veces ministro, apasionado jugador de básquetbol, entrañable amigo, decidió volver al periodismo y durante años mantuvo una columna semanal en El País, tarea que cumplió con implacable rigor y escribió hasta dos días antes de su muerte. En lo personal, fue como cerrar el ciclo. El camino que inicié con él y a instancias suyas en los 70, lo cerraba al volver a trabajar juntos en otro medio. Peco de escribir una columna muy personal. Pero ese mismo Manino que fue figura pública y que ocupó tantos cargos con enorme responsabilidad, me marcó en diferentes etapas de mi vida. Al irse de este mundo, se llevó algo mío y algo de todos los buenos amigos que hizo durante su fecunda vida. Y eso duele.
SEGUIR Leonardo Guzmán Introduzca el texto aquí Con Antonio Mercader nos hicimos camaradas desde que lo leí y conocí a fines de los años 60. Él escribía en La Mañana y yo en El Día. Por entonces, la guerrilla atacaba desde las sombras. Había empezado con el asalto al Club de Tiro Suizo, perpetrado en 1963, cuando, en plena democracia, gobernaba el colegiado que supo integrar Washington Beltrán Mullin. A quienes ejercíamos el periodismo desde convicciones democrático-republicanas, nos resultaba un deber enfrentar a aquel malón. Por cierto, las militancias partidarias se hicieron recias, y así lo mostró la campaña previa a las elecciones de 1971. Pero a medida que se ennegrecían los nubarrones del fanatismo, en el Uruguay fue cada vez más necesario volver a fundar una filosofía de la libertad que salvara a la persona por encima del desgarrón histórico. Y entre quienes repudiábamos la guerrilla y por los mismos principios íbamos a condenar a la dictadura, surgieron fraternidades por encima de partidos, derechas e izquierdas. En la matriz de esa clase de militancia ciudadana nació mi amistad conceptual con Manino, que desde 1996 profundicé por nuestra vecindad en estas páginas de El País. Y cuando, en 2002, los blancos se retiraron del gabinete de Jorge Batlle, me tocó sucederlo en Educación y Cultura, compartiendo —con Mercader y con todos los Ministros de ese noble Presidente— el honor de, tras la crisis, haber entregado el país en ascenso y no haber recibido una sola indagación parlamentaria ni judicial por manejos espurios. ¡Y vaya si eso vale, mirado desde el Uruguay en que estamos hoy encharcados! Abogado, periodista, docente, Embajador del Uru-guay ante la OEA, por dos veces Ministro de Educación y Cultura, a Manino lo despidió la República con honores de Estado, brindados junto a su familia en medio de una multitud de ciudadanos de todos los partidos, aunados en los sentimientos del alma liberal que aún palpita en el Uruguay. Mereció esa despedida por todo lo que hizo en vida de servicio y por todo lo que enseñó con el ejemplo de sus últimos meses. Estoicamente vivió los avances de su enfermedad. Y con grandeza sirvió a su vocación hasta más allá de sus fuerzas. El pasado domingo leímos su columna, militando a favor de que vuelvan al Uruguay los debates televisivos entre los candidatos, tras haberles tolerado a Vázquez y Mujica que les sacaran el cuerpo. Y el domingo anterior había fustigado la actitud de "bueno ¿y qué?" con que los correligionarios de Vivian Trías están recibiendo la revelación de que era interlocutor asalariado de la inteligencia checa, dominada por el centralismo moscovita. Y si repasamos hacia atrás, nos toparemos semana a semana con un espíritu recio, fuerte en sus convicciones, siempre dispuesto a aplaudir o fustigar y nunca resignado a describir con indiferencia. De pie por dentro, enfrentó su duro destino. Si dejó lecciones como padre, abuelo, docente y hombre de Estado, también las dejó como hombre que sirvió valores incondicionados. Hasta el fin de sus horas, cumplió el mandamiento de Kipling de llenar el minuto implacable, con sesenta segundos de distancia recorrida. Desde el humus de un país en decadencia cultural, Mercader se fue para quedarse en siembra.
SEGUIR Antonio Mercader Introduzca el texto aquí Un cuarto de siglo sin debates entre candidatos presidenciales desnudan a Uruguay como un país de políticos pacatos y demasiado cautelosos. Felizmente esa racha se va a quebrar ya que la mayoría de los presidenciables en la próxima campaña electoral se muestran partidarios de retomar los debates. Por si fuera poco ya está en el Parlamento un proyecto de ley para tornarlos obligatorios, aunque cabe dudar si será necesario darles ese sesgo. Nadie reclama entre nosotros un sistema como el de Estados Unidos en donde sólo en las internas partidarias los aspirantes ya debatieron una docena de veces. Pero el mínimo decoroso a exigir sería que los finalistas en un probable balotaje alguna vez cotejaran sus ideas a cara descubierta. Más aun si, como se presume, en 2019 todo indica que tendremos segunda vuelta en la cual competirán dos finalistas. Es que el ciudadano siente que tiene derecho a asistir a esta suerte de duelo dialéctico que la televisión, fiel a sus características, suele presentar como una contienda de imágenes. El ejemplo de lo que sucede en otras latitudes y la tendencia a convertir la pulseada electoral en una pugna entre personalidades antes que en un balance entre partidos y programas, debieran persuadir a nuestros presidenciables sobre las bondades de carearse en público. El hecho de que el último debate estelar el de Sanguinetti y Vázquez - date de 1994, retumba como un llamado de atención para nuestros políticos quienes, a todas luces, en este terreno se pasan de discretos. Es cierto que cuando un candidato lleva una cómoda ventaja en las encuestas debatir es arriesgar de modo innecesario. También es cierto que, por no debatir, puede perderse una elección. Aunque un aserto de este tipo suene exagerado, hay momentos en que la gente necesita confirmar las virtudes de un candidato librado a sus propias fuerzas, que debe sortear el acoso de su rival sin asesores ni papelitos salvadores. Es allí que la TV muestra su altísima capacidad de exponer ante la gente los gestos más reveladores de la real contextura del candidato. Los gestos —porque en TV, nos guste o no, pesan más las imágenes que las palabras— tienen su historia en los debates uruguayos. Para empezar, en el más importante de nuestra historia política, el que encaró a Pons y Tarigo con Bolentini y Viana, previo al plebiscito de 1980. Allí pesaron, como no, los sólidos argumentos de Tarigo, pero por encima de ellos, lo que gravitó ante el público fue aquel gesto de desdén que Eduardo Pons Echeverry le prodigó al hasta entonces temible coronel Bolentini. Fue la primera vez en siete años que un civil señalaba con aire de reproche y dedo acusador a un militar... ¡sin que pasara nada! Esa imagen tuvo el valor de mil palabras y decenas de miles de votos en contra de la Constitución pro-militar entonces plebiscitada. Más cerca en el tiempo, en 1989, el duelo verbal televisado entre Lacalle y Batlle —del que, contra todos los pronósticos, salió ganador el primero— es otro ejemplo de que los debates sirven para seducir al electorado independiente. Por su carácter de espectáculo, tan propio de la TV —sus detractores hablan de "circo"—, estos cotejos conquistan grandes audiencias, ésas que optarían por hacer zapping antes que soportar otro discurso de un político, pero que en estos casos se dejan vencer por la curiosidad. Ese es otro de los atributos de este instrumento de las campañas políticas que ya va siendo hora de reinstalar entre nosotros.
SEGUIR Introduzca el texto aquí El conocido periodista argentino Hugo Alconada Mon acaba de presentar un libro titulado “La raíz de todos los males” en donde sostiene que en la mayoría de sus investigaciones sobre corrupción “tarde o temprano aparece Uruguay”. Según Alconada, el nombre de Uruguay suele surgir en la fase de lavado de activos, pero él sospecha que hay implicaciones mayores.
SEGUIR Antonio Mercader Introduzca el texto aquí Siempre me emocionó comprobar el afecto de los uruguayos por la democracia", me dijo en una entrevista el gran historiador argentino Félix Luna. "A principios de la de década del 60 durante una misión diplomática en Ginebra participé en las apasionadas discusiones sobre la revolución cubana con mis colegas latinoamericanos. Y nunca olvidé que los primeros en alertar sobre el sesgo dictatorial del gobierno castrista fueron dos jóvenes diplomáticos uruguayos" Desde entonces Luna siempre se interesó por el civilismo de sus vecinos rioplatenses al punto que era capaz de citar ejemplos de esa actitud. No faltaban, por supuesto, menciones a la dura oposición de los uruguayos contra el peronismo así como de otras posturas pro-democráticas a nivel internacional. Recordando esa entrevista puedo imaginar la decepción que Luna sentiría ante la actuación de Uruguay en el caso venezolano. Es el mismo sentimiento de decepción que hoy embarga a la mayoría de los habitantes de este país que siempre pesó más que su tamaño o riqueza en la política exterior latinoamericana. Un país orgulloso de practicar la democracia y dispuesto a protegerla allí donde fuera amenazada, regla abolida por la politización que el Frente Amplio introdujo en el manejo de las relaciones exteriores. Una politización insoportable en lo atinente al régimen chavista hoy encarnado por el reelecto Nicolás Maduro. De ahí las voces de repudio surgidas dentro y fuera del país contra la presencia de un representante oficial del gobierno uruguayo en el acto de asunción a la presidencia de un autócrata fascista en la patria de Simón Bolívar. Un desfile de imágenes vergonzosas resume la viciada relación entre los gobiernos del FA y del chavismo. El Pato Celeste entrando con una delegación oficial en el palacio de Miraflores, Mujica en un foro internacional calzándose una campera militar venezolana, las casas prefabricadas que nunca se construyeron, los fantasmagóricos libros uruguayos "vendidos" a Venezuela por más de 50 millones de dólares, los confusos intercambios entre Ancap y Pdvsa, la ridícula expulsión del Frente Amplio del ex canciller Almagro, la FEUU callada ante el asesinato de decenas de universitarios, todo ello sazonado por los rumores de lavado de dinero producto de la corrupción existente en Venezuela. Si viviera, Luna no podría creer que Uruguay respaldara a un dictador como Maduro que sacó ventaja de unas elecciones amañadas luego de acribillar a manifestantes en las calles, encarcelar a disidentes y militarizar la vida del país. Lo peor para Luna habría sido oír hablar de motivaciones abyectas en el respaldo uruguayo a Maduro. Para él la corrupción era un flagelo insufrible. En aquella entrevista me contó que las primeras lecciones sobre democracia las recibió de su padre. Una de ellas, evocaba, fue cuando lo llevó hasta la estación Retiro y le señaló en la puerta a un anciano sentado en una banqueta vendiendo lotería. "¿Ves a ese viejito? Aunque cueste creerlo fue vicepresidente de la República y ahora hace unos pesos para reforzar su jubilación. No debería ser así pero en todo caso muestra la salud de nuestra democracia". Una salud que no caracteriza para nada a los nexos entre los gobiernos de Uruguay y Venezuela.
SEGUIR Introduzca el texto aquí Ahora se entiende la pachorra del Partido Socialista (PS) para contestar las acusaciones contra su antiguo líder Vivian Trías por espiar a favor del comunismo. Conocidos desde tiempo atrás, los rumores sobre el tema fueron confirmados con la publicación de un libro con un alud de documentos que no dejan margen para la duda.
SEGUIR Introduzca el texto aquí En los últimos años Uruguay se ha ido ganando la imagen de un país sin ley ni autoridad que la haga respetar. Lo ocurrido en Nochebuena en Montevideo, Rocha y Rivera, por citar los casos más graves, demuestra que es así. En todos los incidentes los vecinos afirman que la policía recibió aviso de los desmanes, pero que no intervino.
SEGUIR Introduzca el texto aquí Nadie sospechó que Raúl Sendic iba a ser tan vengativo. Desde que el Frente Amplio lo dejó fuera de las próximas elecciones él no ha parado de criticarlo y no se sabe hasta dónde puede llegar con sus denuncias. De este gobierno dice que “hizo la plancha” y que deja “ejércitos de acomodados en el Estado, todos rentados”. Habla como si fuera el líder de la oposición, empeñado en minar la credibilidad de la coalición de gobierno.
SEGUIR Introduzca el texto aquí Sí, se puede”, el eslogan que usó Barack Obama para convencer a la gente que él podía llegar a la Casa Blanca, es lo que viene en mente cuando se oye hablar a personas como Pablo Bartol. Responsable del centro educativo Los Pinos, ubicado en el barrio Casavalle, cree que el éxito logrado con esa experiencia puede extenderse en el plano nacional. El optimismo que exulta este académico de 53 años es contagioso. La explicación de cómo ejecutó su proyecto en un barrio pobre, asediado por la violencia y las drogas, se asemeja a otras admirables experiencias que realizan diversos grupos privados en zonas conflictivas.