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Trump, como síntoma

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HUGO BUREL
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Desde el pasado 6 de enero el mundo ha terminado de comprender lo que ha significado Donald Trump no solo para su país sino con respecto al mundo en general.

Por fin el presidente se ha mostrado de manera nítida y escandalosa en su rol de patético émulo de uno de los villanos de las series de Marvel, aquel inolvidable Joker que encarnó Jack Nicholson en el Batman dirigido por Tim Burton.

La crítica ha sido unánime para condenar su temerario discurso de incitación a la violencia y hasta Twitter, Facebook y otras plataformas le han suspendido la cuenta de manera indefinida. El vicepresidente Mike Pence, que lo toleró sumiso durante estos cuatro años, decidió por fin soltarle la mano y no impedir que el Congreso votase el reconocimiento del triunfo de Biden. Al momento de escribir esta nota el Poder Legislativo ha aprobado el segundo impeachment en el mandato de Trump.

Con la actitud de un tirano populista y vesánico -es decir enajenado, violento, furioso y loco- Donald Trump gastó sus últimos cartuchos en la imposible asonada en el Congreso llevada adelante por un piquete de fanáticos digno del film Mad Max, siguiendo con las comparaciones de la pantalla. Esto es inevitable, ya que ha sido el cine el que se ha aproximado más a lo que el personaje ha representado en su peculiar universo demente tolerado por el Partido Republicano, indudable cómplice y sostenedor de su política y sus tortuosos caprichos.

La progresión de la última de sus grandes mentiras, la del fraude masivo e inexplicable que denunció Trump inclusive antes de que se realizaran las elecciones, dejó al descubierto su delirio. La falta de pruebas que demostraran ese fraude a él nunca le importó porque vive en la dimensión de los “hechos alternativos”, la nueva lógica que ha aplicado en todo su mandato para que la realidad coincida con lo que piensa. Desde que René Descartes razonó en 1637: “pienso, luego existo”, la filosofía y la fenomenología del conocimiento no han producido tamaña revolución en el pensamiento.

Uno de los primeros conflictos de Donald Trump con la prensa norteamericana, se produjo en enero de 2017 cuando aseguró que “parecían como un millón y medio” los ciudadanos que habían llegado al National Mall para acompañarlo el día de su asunción. No aportó evidencia alguna que respaldara tal afirmación y calificó a los periodistas de ser “algunas de las personas más deshonestas del planeta” por decir que la cantidad que él vio era mucho menor y mostrar en comparación fotografías de la asunción de Barak Obama en 2009.

Ante tal cruce de cálculos y mediciones, la consejera de gobierno Kellyane Conway dijo -sin que su mente crujiera- que las afirmaciones de Trump pertenecían a la categoría de “hechos alternativos”.

El formidable aporte de Conway fue crear una absurda manera de razonar o una muy cínica de mentir. Pero ese desquicio de la mente se emparenta también con otro fenómeno de nuestra época: la “posverdad”, que el Diccionario de Oxford define como el fenómeno que se produce cuando “los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública que los que apelan a la emoción y a las creencias personales”. La era Trump se ha caracterizado por la creación, por parte de este, de una telaraña de mentiras y dislates sostenida, en su mayoría, por su enfermiza compulsión a tuitear lo primero que le viene a la mente. El resto lo hizo ese pensamiento acrítico y superficial, conducido por el odio o una idea de infabilidad casi divina que convierte a parte de las redes sociales en un sumidero de ignorancia y violencia latente en apoyo de farsantes.

Ese manejo de las redes como un campo fértil que el mandatario encontró para convencer a sus seguidores de ingresar en ese mágico mundo de la posverdad y los hechos alternativos, creó una masa crítica de votantes que lo convirtieron, en la reciente elección, en el segundo candidato más votado de la historia de los Estados Unidos, después de Joe Biden.

¿Eso legitima su postura? Por supuesto que no: Adolf Hitler también fue votado por el pueblo alemán y así le fue.

Ver en la asonada del Congreso a un eufórico salvaje con sombrero de cuernos o a otro apoltronado en el escritorio de Nancy Pelosi tomándose selfies, remitió a una barbarie que igualó a Estados Unidos con esas repúblicas bananeras que en otros tiempos solía invadir o digitarles revueltas para colocar gobiernos amigos. La recién nombrada Pelosi ha hecho bien en solicitarle a los militares que le quiten a Trump el acceso a los códigos de las armas atómicas. No olvidemos que es alguien que propuso bombardear huracanes para que se disolvieran antes de llegar a tierra.

Esa tragedia del Congreso, trasmitida en directo por la CNN y difundida en forma planetaria expresó, en todo su dramatismo, la amenaza que se cierne sobre las democracias en un mundo que parece haber perdido no solo líderes lúcidos y responsables, sino también certezas.

Que Donald Trump se haya mantenido en el poder cuatro años sin que el sistema político norteamericano se animase con firmeza a cuestionar su insanía e incapacidad metal para gobernar, demuestra una pasividad no solo de Estados Unidos sino de Occidente. La situación recuerda a la política de apaciguamiento del ministro británico Neville Chamberlain ante Adolfo Hitler, en el preámbulo de la II Guerra Mundial.

Donald Trump es el síntoma de una enfermedad tan letal como la pandemia que nos aqueja. Es la crisis del liberalismo republicano y democrático, pero también la de un país que desde el 6 de enero ha bajado otro escalón en su decadencia. La brecha que se ha instalado en esa sociedad lo prueba. Pero la comunidad internacional también ha tolerado a Trump, al igual que otros líderes populistas, tanto de izquierda como derecha.

La principal tarea que enfrenta Joe Biden es devolverle a su nación la convicción y la capacidad de liderazgo democrático que el personaje de marras se encargó de destruir.

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