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No somos la excepción

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HUGO BUREL
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Nuestro territorio no padece cataclismos extremos como huracanes, terremotos, tsunamis, inundaciones endémicas, erupciones volcánicas o sequías devastadoras.

El clima tampoco es un factor de inestabilidad porque la temperatura de las estaciones rara vez llega a límites excesivos. La penillanura suavemente ondulada que define nuestro paisaje nunca ha estado sometida a catástrofes devastadoras como las que soportan de manera periódica decenas de países en el mundo.

Si nos atenemos al sesgo sociológico y político, no tenemos ni hemos tenido conflictos raciales, ni disputas étnicas o religiosas. Las sangrientas luchas fratricidas que caracterizaron buena parte del siglo XIX se superaron con pactos, legislación y convivencia civilizada bajo el imperio de la constitución y la ley. No padecimos una lucha cruel y salvaje como la guerra civil española o estuvimos en medio de la devastación de las dos guerras mundiales del siglo pasado. Nuestras principales ciudades no fueron bombardeadas desde el aire y nuestra juventud nunca fue llamada a filas para luchar en Corea o Vietnam. En épocas más recientes el extremismo islámico no provocó atentados en nuestras calles y los narcos no han instalado sus cárteles aquí, como ocurre en Sinaloa o Juárez.

En suma, desde que somos una nación -con casi 300 años de existencia- nos hemos definido por una serie de características geográficas, sociales y políticas sobre las cuales se construyó la idea de nuestra excepcionalidad, a la que me he referido en columnas anteriores. Pero no somos un pueblo sufrido a los niveles de muchas naciones. Eso ha determinado nuestro temple como país, definido por su sociedad integradora y pacífica, su democracia y una cierta sujeción a un estatismo laico que para muchos es nuestra condición más acrisolada desde el primer cuarto del siglo XX.

En la segunda mitad de ese siglo padecimos una prolongada dictadura y antes el intento fallido de una revolución imposible e innecesaria. En la actual centuria parece que esas aventuras han quedado atrás. Por todo esto y sin que las comparaciones resuelvan nada: ¿qué nos está pasando con relación a esta pandemia que en estos últimos diez días se ha salido de madre y amenaza con empeorar si no cambiamos nuestros hábitos? La respuesta es habernos creído distintos al resto del mundo y que además eso fuera reconocido una vez más fuera de fronteras.

De acuerdo a la reciente conferencia de prensa del Grupo Asesor Científico Honorario, la clave para contener la escalada y llegar con oxígeno al comienzo de la vacunación depende, como al principio, de nuestra conducta individual y nuestra percepción del riesgo.

Pese a los ejemplos que nos llegaban de la pandemia en el hemisferio norte, aquí se multiplicaron los desafíos a los simples protocolos recomendados: higiene de manos, uso de tapabocas y distanciamiento social. También afloraron los reflejos de quienes acostumbran a defender sus propias “chacras” e intereses. Y la actitud desafiante e insensata de algunos grupos de covidiotas.

Lo que se pidió y se pide no es radical ni impracticable, pese a que los científicos reconocen la fatiga de la gente, el estrés, el cansancio y todas las dificultades que implica cuidarse del contagio en todo momento, incluso de los familiares más allegados. No se impone clausurar las actividades económicas ni cerrar todo. Solo cuidarse. Por supuesto, que muchos habrán de perjudicarse, como sucede en todo el mundo.

Así, nuestra capacidad de respuesta ante la amenaza del Covid-19 pasó primero por el miedo inicial con una alta percepción del riesgo y un acatamiento bastante mayoritario de las medidas de prevención. El presidente, sus secretarios y sus ministros asumieron el liderazgo y la coalición multicolor funcionó sin disonancias.

Ese 60% que miden las encuestas de aprobación de esa gestión ha sido elocuente y recién ahora, con el protagonismo de la intendenta Carolina Cosse, la izquierda parece entender que la lucha contra la pandemia es una cruzada sin color político de la cual debe participar y salir en la foto. Pero lo hace cuando la percepción del riesgo que tiene la población ha caído estrepitosamente. Le guste o no, tendrá que promover medidas impopulares como ha sido la suspensión del carnaval.

Pero no es posible culpar a nadie. Porque nadie tiene la culpa de un huracán o un terremoto.

Sin embargo, las ventajas comparativas del país que describí más arriba en definitiva nos jugaron en contra. El agresor invisible llegó por fin en una primera ola tardía y muestra sus verdaderas garras a una población que, por más elogios que antes recibió, parece no entender las reglas del partido que todos juegan y se cree inmune y excepcional.

Pero no lo somos. Esa condición de excepción que ha signado nuestra historia esta vez no se aplica. Somos un país más, sometido a las vicisitudes de una pandemia que no perdona a nadie.

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