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El encierro mental

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Una de las consecuencias de vivir en una sociedad fracturada es la mayor dificultad para percibir las diferentes condiciones de vida de los grupos sociales que no son los que uno integra.

Cada uno, socializado sobre todo y antes que nada entre pares, cree que su pequeño universo cotidiano es representativo del país entero, y pierde la disposición de siquiera imaginar la vida de quienes son socialmente muy distintos.

El asunto no es nuevo, claro está, sino que más bien es la regla de la Historia. Sin embargo, hubo un largo período del siglo XX en que se verificó una real integración social vertical que, en nuestro caso, nos hizo ser uno de los países más igualitarios del mundo. En nuestra identidad colectiva se trata de un pasado del cual abundan las referencias: era el que permitía el contacto entre hijos de familias de distintos ingresos y linajes sociales, por ejemplo, en particular en la escuela pública, y era el de amplias clases medias de hábitos y costumbres relativamente parecidos.

Toda esa dimensión democratizadora del espacio público, de gustos culturales similares y de identificaciones colectivas amplias y consensuales, fue el sustento de un país pequeño y fuertemente integrado. Obviamente, la descripción no debe idealizarse. Pero tampoco debe negarse, sobre todo a la luz de la actual fractura social que cotidianamente deja en claro la inconmensurabilidad de itinerarios, expectativas y vidas diferentes. Ellas varían según el capital cultural familiar, el barrio en el que se reside y el nivel de ingresos que se perciba.

Quizá no sea exigible que el ciudadano común tenga presente esta evolución social cuando evalúe el resultado de este gobierno y decida elegir el color del próximo. Pero sí es exigible que del lado de la oferta electoral se hagan esfuerzos por explicar este fenómeno o, al menos, por evitar profundizarlo con su propia desidia e ignorancia.

Del lado del discurso oficialista ya es hora, por ejemplo, de que los numerosos zurdos burócratas acomodados con altos salarios del Estado dejen de querer hacernos creer que con los gobiernos frenteamplistas la situación social del país es cada vez mejor. Más allá de cierto presumible y extendido fanatismo ideológico-partidario, en realidad creen que su cotidiano de altos ingresos y su socialización hecha de pares que conviven con su burbuja política constituyen el común del Uruguay. En este sentido lo mejor sería asumir la realidad y aceptar, por ejemplo, que no hay menos pobres hoy que en 2015.

Del lado de los discursos de los partidos desafiantes, podría por ejemplo desterrarse la idea que se manejó en anteriores campañas electorales, que consiste en creer que el mazazo impositivo del IRPF es pagado por todo el mundo. Más allá de teóricas concepciones económicas, muchos dirigentes creen que quienes integran su mundo hecho de socialización horizontal y que en su gran mayoría paga IRPF, son sinónimo de la mayor parte del país. Ya es hora de que asuman, todos, que la inmensa mayoría de los trabajadores cobran salarios tan bajos que no pa-gan IRPF.

Una de las graves consecuencias de la fractura social es que los elencos políticos no logran hacerse de una visión amplia y comprensiva de la sociedad. Hay allí un pérfido corralito mental para romper.

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