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El nuevo clericalismo

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Julio María Sanguinetti
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Si entendemos por clericalismo la influencia de una confesión religiosa en los asuntos del Estado, la situación del mundo —y aun de nuestro hemisferio— no puede ser más complicada.

Naturalmente, la expresión más agresiva de esa intervención es el ámbito musulmán, pero el occidental no es ajeno hoy a una nueva visión de lo que fue el enfrentamiento entre el liberalismo y el catolicismo. La separación de las iglesias con el Estado, lo que se ha llamado proceso de secularización, ha dado lugar a países con amplia libertad de cultos, aun cuando se reconozca la preeminencia de una religión en particular.

En América Latina, de cultura ibérica católica, predominó esa visión durante todo el período colonial, con Inquisición incluida, y se prolongó luego en la etapa histórica de la independencia. Paso a paso se fueron delimitando los ámbitos religiosos y cívicos y cada vez se fue aceptando el principio bíblico de que "A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César".

No obstante ello, muchos países preservan una influencia oficial de la Iglesia y solo Uruguay aparece con una definición de republicanismo laico terminante, que le alejó —ya tempranamente en el siglo XIX— de esa conmixtión de roles. Argentina, por ejemplo, vive una tensión constante entre Estado e Iglesia, que si bien se administra normalmente sin ribetes dramáticos, se ha acentuado con la presencia de un Papa argentino. No hace mucho, un connotado obispo ofició una misa de homenaje al sindicalismo más cerril (y opositor), desencadenando un debate que el gobierno ha intentado superar pero no siempre con éxito.

En cualquier caso, la Iglesia Católica viene disminuyendo su influencia. Según las encuestas más conocidas, en veinte años el catolicismo ha pasado de representar el 80% de la población latinoamericana al 55%, aproximadamente. Y, por otro lado, las nuevas iglesias evangélicas pentescostales, bastante difíciles de definir dentro del amplio espectro de la corriente protestante del cristianismo, vienen creciendo aceleradamente y se estima su presencia en un 20% de la población hemisférica.

Es notoria la influencia política que esas congregaciones van adquiriendo. En Brasil, hace mucho tiempo que el Parlamento es el escenario de una fuerte bancada adherida a la Iglesia Universal del Reino de Dios y se acaba de señalar un importante apoyo evangélico al Presidente electo Bolsonaro, tanto como a López Obrador en México, lo que demuestra que no se trata de un alineamiento político automático a derecha o izquierda.

En Costa Rica, Fabricio Alvarado —candidato de un partido evangélico— llegó a la segunda vuelta. Y en Guatemala, el Presidente Jimmy Morales se declara una especie de teólogo de esas nuevas corrientes.

En nuestro país hemos vivido un debate no muy resonante pero no por ello intrascendente entre la Ministro de Educación y Cultura, que se refirió a esas religiones como "una plaga", y los diputados nacionalistas Dastugue y Amarilla, que juzgaron "xenófoba y discriminatoria" esa expresión.

Naturalmente, cualquier ciudadano puede opinar lo que quiera sobre una iglesia o cualquier otra organización, pero si agravia, ya hay otras responsabilidades y muy especialmente si esto ocurre en la vocería de un Ministro de Estado, obligado a actuar con la imparcialidad propia de nuestra laicidad republicana.

A la inversa, uno de esos diputados, al ocupar la presidencia de la Cámara, declaró que "la ley de Dios está por encima de la ley de los hombres", provocando también en su momento, como era esperar, un fuerte rechazo.

A nuestro juicio, en el Uruguay democrático nadie puede considerar "plaga" una creencia religiosa, como tampoco ningún jerarca del Estado puede asumirse obligado a actuar conforme a una ley superior que la de ese mismo Estado que integra y representa.

Cuidar de ambos valores se hace cada día más sustantivo, para no abrir nuevas grietas en el frágil edificio de la convivencia ciudadana. Nuestra propuesta, en su tiempo, de que permaneciera la cruz erigida en ocasión de la visita del Papa Juan Pablo II al Uruguay, siendo personalmente notorio agnóstico, marca a nuestro juicio un punto claro de afirmación de la buena doctrina: se conservó una traza histórica de un episodio histórico, tal cual lo definió la ley, sin invadir por ello un espacio público con un objeto de culto; como era el caso, en cambio, de instalar una imagen religiosa en un lugar de la rambla, donde una grey católica se reúne periódicamente a rezar.

En medio del ruido electoral que va creciendo, no está de más reflexionar un instante sobre el cuidado debido a instituciones fundamentales para el ejercicio de nuestras libertades, las políticas y las de conciencia, corazón del espíritu republicano.

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