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Cuanto mejor la inflación, peor el déficit fiscal

La conducta fiscal observada en la primera mitad de este período de gobierno es encomiable; pero, sin dudas, hay señales que lo ponen en riesgo, advierte Javier de Haedo.

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Balanza
inflación y déficit fiscal
Getty Images

Javier de Haedo

Cuatro lunes y dos columnas atrás, me referí a dos factores de deterioro fiscal en este 2023: la rebaja impositiva y el aumento de los salarios en el Gobierno Central. Voy a extender el análisis hoy a otros factores que ponen en riesgo la continuidad de la mejoría observada en la primera mitad de este período de gobierno hasta el pasado mes de septiembre, cuando se alcanzó el mejor resultado fiscal en ocho años, para el conjunto del sector público: un déficit de 2,5% del PIB, cifra que, grosso modo, es la que permite mantener estabilizada a la deuda neta del sector público en términos del producto.

No imagino a nuestro sistema político yendo a un déficit aún menor, como de algún modo reclama el FMI al señalar con razón que nuestra relación entre la deuda y el PIB es alta y debería ser abatida. Al igual que sucede con la inflación, con respecto a la cual existe consenso en que no debe ultrapasar el 10%, pero de allí para abajo no hay compromisos consensuados.

¿Cómo se llegó a aquel 2,5%? Después de 2019, cuando el déficit alcanzó a 4,4% del PIB, en 2020 se dio un salto en el contexto de la crisis sanitaria hasta 5,9% del PIB. Al año siguiente el déficit cayó hasta 4,0% del PIB y la mejoría continuó hasta septiembre pasado. Ese ajuste fiscal se dio sin que se subieran los impuestos y con reducciones en todos los rubros del gasto en términos del PIB, reducciones que no obedecieron a cambios estructurales en el Estado. Se dio por otras vías, como por ejemplo en el caso de los salarios y las pasividades, mediante su “licuación” por la inflación. O, como en el caso de las inversiones, por decisiones que limitaron su ejecución.

¿Qué sucedió después de que se alcanzara ese 2,5% del PIB? En el cuarto trimestre del año pasado se registró un considerable aumento del déficit fiscal, de nueve décimas del PIB, y en el primer bimestre de este año el déficit se mantuvo en el 3,4% del producto. Varias razones coadyubaron a ello: se frenó la recaudación impositiva, se redujo el superávit primario y corriente de las empresas estatales, se aumentó fuertemente la inversión y también subieron gastos no personales y transferencias.

¿Qué puede ocurrir en lo que resta del año en curso? Por el lado de los ingresos, la pérdida debida a la rebaja impositiva fue menor a lo que se temía. Pero lo más relevante es la evolución que mostrará la recaudación de impuestos, que está asociada directamente al desempeño de la economía, cuya proyección está en proceso de corrección hacia abajo, dadas la sequía y los problemas de competitividad que ya nos metieron en una recesión en la segunda mitad del año pasado. Lo que realmente importa es cuánto habrá de crecer en este año el PIB “que paga impuestos” en la medida en que habrá (con ambos signos) factores que incidirán en él pero que no mueven la aguja de la recaudación (puesta en marcha de UPM y cierre en la refinería). Por cómo luce el panorama en el inicio del segundo trimestre, ese número se parece más a 1% que a 2%.

El otro rubro que figura entre los ingresos en el balance fiscal es el resultado primario y corriente de las empresas estatales (es decir, antes de intereses e inversiones). En el año pasado este resultado empeoró en cuatro décimas del PIB, pasando de 1,4% a 1,0% del producto. En 2023, la sequía ya impactó en UTE y el cierre de la refinería lo hará en Ancap, que perderá por unos meses el margen de refinación.

En cuanto a los rubros de egresos, todo apunta a un crecimiento sostenido de la inversión tanto en el Gobierno Central como en las empresas estatales, que en el año pasado subió en seis décimas del producto y en los 12 meses a febrero se ubica en 2,5% del PIB, el máximo después del año 2015.

Por último, un factor del que poco se habla: la incidencia de la desaceleración esperada en la inflación en los diferentes rubros del balance fiscal, según la memoria de sus respectivas reglas de indexación. En el caso de los ingresos fiscales, esa memoria es corta: el caso extremo es el del IVA, que se paga en el mes siguiente al de su generación. Si la inflación se desacelera, también lo hará, junto con ella, la recaudación nominal de ese impuesto. Al contrario, los salarios y las pasividades se fijan en enero para todo el año (teniendo en cuenta la inflación pasada) y cuanto más se desacelere la inflación en este año, mayor será su aumento en términos reales.

Veamos un ejemplo bien claro de esto último: como ya vimos, los salarios subieron considerablemente en enero en el Gobierno Central y parte del aumento ya se había dado en julio pasado. Según el INE, estos salarios subieron 12,3% en los últimos 12 meses y dado que en julio “saldrá de la cuenta” el anticipo referido, en la segunda mitad del año el incremento interanual será algo mayor a 10%. Por lo que, en el promedio del año, estará por encima de 11%. Ahora bien, este 11% implicará un aumento real del orden de 4% en el promedio del año, que es lo relevante en términos fiscales, a estar por la inflación esperada por el consenso. Sin llegar a ese extremo, algo similar ocurrirá con las pasividades. Y, por cierto, no ocurrirá con el IVA en particular ni con los impuestos en general. De algún modo, hay planteada una paradoja: a mayor éxito en materia de inflación, peor para las cuentas fiscales.

Como he escrito varias veces en esta tribuna, la conducta fiscal observada en la primera mitad de este período de gobierno es encomiable. Y en principio ello da para confiar en que no se habrá de echar por la borda esa gestión, por parte de quienes legislaron y cumplieron ya por tres años con una regla fiscal estricta. Pero, sin dudas, hay señales que lo ponen en riesgo.

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