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Duelo a cuatro años: las historias de los que no pudieron decir adiós a sus familiares muertos por covid

Los que murieron al inicio de la pandemia fueron enterrados siguiendo reglamentaciones anacrónicas en varios departamentos. El saldo: sepulturas provisorias en tierra, lejos de los panteones familiares y cuerpos incinerados de apuro.

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Un cementerio.
Un cementerio.
Foto: Fernando Ponzetto.

“Falleció el Tío Eduardo Q.E.P.D”. Esas palabras llegaron como mensaje al WhatsApp de mi familia el 10 de abril de 2021. Tras una semana aislado en el SMI, Eduardo Gómez Cabrera, de 75 años, murió en una solitaria habitación de CTI. Desde el comienzo de la pandemia corrió con desventaja. Hacía años que vivía con un cuarto de capacidad pulmonar y todavía no había logrado inmunizarse. El mismo sábado en el que perdió la vida, tenía hora para la primera dosis de Pfizer en el Antel Arena.

Más de una vez mi tío abuelo tuvo experiencias cercanas a la muerte y eso hizo que, con cada amague, fuera prestando atención a nuevos detalles. Si alguien tenía todo planeado para el momento de partir era él, pero esto no quitaba que estuviese aferrado a la vida con miedo a lo que pudiera venir después. Era un hombre creyente, con costumbres marcadas y orgulloso de su familia. Sin embargo, nada de eso se vio reflejado en su despedida.

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El cielo se tiñe de naranja en el barrio Cerro de Salto. La puerta de la casa de Miguel Bondarenko está abierta de par en par y su nieto, Alejandrito, entra y sale corriendo, risueño. Al ver a los invitados, el pequeño de cuatro años se intimida y cubre sus ojazos azules con un almohadón. Miguel toma asiento en una de las cuatro sillas que ubicó en el cuarto de su hijo, Diego, para llevar a cabo la entrevista. El silencio se adueña del lugar por unos segundos. El salteño respira hondo y exhala: “En abril se cumplen tres años de la muerte de Mabel”.

Mabel, su esposa, falleció el 13 de abril de 2021 a los 63. Diez días antes Miguel veía el coronavirus como algo ajeno. Escuchaba sobre el aumento de las muertes, pero cuando el 3 de abril le comunicaron que ella había dado positivo en el PCR, las palabras covid-19 y cuarentena cobraron otro sentido.

La pareja se encerró en su domicilio y la luz que caracterizaba a Mabel se volvía cada vez más tenue por la falta de oxígeno y la tos. Ya no comía, solo miraba la tele y se cansaba al trasladarse del sillón al baño. Las llamadas rutinarias de los médicos parecían no hacer efecto y su esposo se desesperaba al no ver mejoras. Él quería que la atendieran e hizo todo lo que estaba a su alcance para que una ambulancia fuera a buscarla. Eso ocurrió el cuarto día de cuarentena. Entonces no lo sabía, pero la imagen de Mabel subiendo al vehículo de emergencia sería el último recuerdo que le quedaría de ella.

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En San José, Blanca se fue sin poder despedirse de los suyos. La señora, de 80 años, estaba en lista de espera para una operación de rodilla en Montevideo y, cuando le ofrecieron un turno, no dudó en aceptar. Luego de realizarse un hisopado, que dio negativo, viajó a la capital acompañada de su hijo Néstor. La intervención fue un éxito, pero al retornar a San José comenzó con fiebre y dificultades respiratorias, por lo que debieron ingresarla en el sanatorio de la ciudad. Luego de tres días aislada falleció en el CTI de un infarto el 4 de abril de 2021.

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El proyecto

Este reportaje se realizó en el marco del proyecto final de Periodismo de la Licenciatura en Comunicaciónde la Universidad de Montevideo, en el que también participaron: Ignacio Aiscar, Julieta Álvarez, Victoria Brusich, Paula Comesaña, Pilar de Mattos, Jimena González, Martina Porro, Valentina Priore, Florencia Sartori y Martín Vercesi.

Estos casos tienen algo en común. La autonomía hizo que cada departamento del país se manejara de manera distinta a la hora de decidir cómo enterrar los cuerpos de las personas fallecidas por covid-19. Durante la pandemia, miles de familias se vieron obligadas a inhumar a seres queridos de manera improvisada. En algunos casos fue en sitios impensados, para los fallecidos y para sus familias. En otros fue, además, en lugares provisorios.

Cementerio Municipal de Florida en pandemia.
Cementerio Municipal de Florida en pandemia.
Foto: Estefanía Leal.

Hay familias que deberán esperar varios años antes de estar habilitadas para mover los restos al lugar de reposo elegido. Esto porque las ordenanzas de cementerios de San José, Florida y Salto indicaban la inhumación en tierra y un mínimo de 10 años para los primeros dos departamentos y cinco en el caso del tercero, antes de realizar el traslado de los restos de fallecidos por enfermedades infectocontagiosas. Los artículos que disponen este plazo fueron redactados hace décadas y, en algún caso, hace más de un siglo. Es decir, decisiones que se tomaron siguiendo información desactualizada y sin base científica son las que determinaron —y en algunos casos siguen determinando— cómo se debe proceder con los restos de los fallecidos por covid-19. Esto último produjo una alteración en el proceso del duelo de los familiares.

Hoy Miguel Pastorino, doctor en Filosofía y magíster en Bioética, dice que todo esto “ejerce una especie de violencia sobre los cuerpos de los difuntos y sobre el modo de relacionarnos con la muerte ajena y propia”.

Un duelo complejo.

En reiterados asados y sobremesas de domingo en el patio de casa, “Chiquito” Gómez pedía tres cosas para el momento de su muerte: que lo velaran en la Sala Cristal de Martinelli, un cortejo de autos clásicos que lo acompañara hasta el cementerio de Sarandí Grande en Florida y ser enterrado en el panteón familiar. Él, junto a sus dos hermanos, Myriam y Omar, le habían hecho algunas remodelaciones, pero bromeaban con que ninguno estaba apurado por estrenarlas.

Mis padres llegaron a su apartamento y encontraron vajilla para lavar, las pantuflas al lado de la cama, el CD de Frank Sinatra puesto en el equipo de música. El 4 de abril lo trasladaron al hospital y todo quedó como él lo había dejado. Intentaron enfocarse y buscar los papeles necesarios para hacer los trámites en Martinelli. Se contactaron con el escribano para confirmar si había dejado sus planes post mortem por escrito. No lo había hecho. Pero éramos varios los que teníamos presentes sus deseos. Al repetirlos entre nosotros, se volvió casi una obligación moral cumplirlos.

La primera negativa llegó por el protocolo de Martinelli: no se podían realizar velorios. Por lo tanto, no hubo Sala Cristal como él había pedido. Eduardo era una persona sociable y carismática. Conocía a mucha gente, tenía una risa contagiosa y era muy bueno para contar anécdotas. Le gustaba jugar al truco con sus amigos, hablar de autos y de negocios rurales. Nadie dudaba que, de haberlo velado en condiciones normales, la sala más grande de la empresa fúnebre hubiese estado repleta.

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Mabel era una madre, abuela y esposa que disfrutaba de estar con los suyos.

“Sigo sin creerlo”, dice con ojos vidriosos Irma Manasi, una vecina, mientras niega con la cabeza. Hasta hoy espera encontrar a Mabel sentada en el frente tomando mate o que se asome por su ventana para charlar. La imposibilidad de una despedida, a raíz de la prohibición de realizar velorios, hizo que aceptar la partida fuese más difícil.

Daniele Restano, psicóloga especialista en acompañamiento de duelos, dice que existe una falta de conciencia del efecto que va a tener en la psiquis de las personas el haber perdido a un familiar durante la pandemia y haber estado solo durante ese proceso. Como Miguel, quien lo vivió en cuarentena. Se trató de circunstancias “que iban en contra del orden natural que, de por sí, ya es bastante duro de atravesar”, menciona la psicóloga. El estado de luto perdura en el tiempo y crece la posibilidad de desarrollar patologías mentales. “La ritualización de la muerte y las despedidas no son un capricho”, opina.

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Coqueta, amable y muy dicharachera, así define Sonia a Blanca, su suegra. Para retratarla enseguida trae a la conversación el recuerdo de un cumpleaños de su hija, cuando su suegra dejó el rol de abuela por unos minutos y se disfrazó de payaso.

Este aislado y solitario adiós fue el único que nunca se hubiera imaginado para Blanca.

Aunque venía de un hisopado negativo, en el CTI comprobaron que sí tenía el virus. Néstor, su hijo, había estado con ella los días anteriores y debió aislarse del resto de la familia. Sonia se lamenta y reconoce: “Quedó como una cosa truncada porque Néstor no se pudo despedir nunca de su mamá, ni siquiera muerta”. Hasta el día de hoy no puede nombrar a su madre en las conversaciones familiares. No está preparado para recordarla.

Decretos que alargan el dolor.

El problema central apareció cuando el funcionario de Martinelli llamó al cementerio de Sarandí Grande para coordinar el traslado del cuerpo de Eduardo. Al comunicar que el fallecido quería ir al panteón de la familia Gómez-Galain, desde el cementerio le advirtieron que no era posible por la normativa vigente para los casos de difuntos con covid-19.

La Ordenanza de Cementerios de Florida, artículo 23 del decreto del 28 de mayo de 1982, dice: “Los cadáveres de fallecidos por fiebre amarilla, (…) y otras enfermedades infectocontagiosas, serán siempre inhumados en tierra a 1,50 mts. de profundidad, a menos que se hubiere efectuado la incineración en sitios autorizados o que disponga la Intendencia Municipal”. En este caso las excepciones no aplicaban, por lo tanto no se nos permitía enterrar a Eduardo en el sitio preparado para él. Para peor, en el artículo 34 se indica que, en los casos de fallecidos por enfermedad infectocontagiosa, debían pasar 10 años antes de mover los restos de lugar.

Para sus familiares, estas condiciones hicieron que se sintiera como si lo estuviesen descartando como un desecho tóxico. Esa persona que había vivido con tanta intensidad y había repartido tanto afecto a quienes lo teníamos cerca no podía tener ese final. Martinelli ofreció enterrarlo en su cementerio y en tres años realizar el traslado a Sarandí Grande. Esto es posible gracias a que ese cementerio está ubicado en Canelones, donde la normativa no diferencia en la ubicación ni cantidad de años para quienes fallecieron por una enfermedad infectocontagiosa. Es decir, estaría en tierra pero le harían una cripta para un traslado posterior y la empresa fúnebre nos daba la oportunidad de mover los restos siete años antes de lo que permite la normativa de Florida.

Esta solución improvisada tuvo un costo de 7.498 dólares, que incluyó la apertura de la parcela, la cesión de derecho de uso de este sitio, el pedido de paredes especiales para poder realizar la exhumación —a lo que se le llama cripta—, el florero y la placa recordatoria. A su vez, se deben pagar por semestre 128 dólares para el mantenimiento del parque. Fue una gran inversión económica que representa una solución temporal mientras aguardamos para poder despedirlo de forma definitiva.

Cementerio.
Cementerio.

La obligatoriedad de enterrar a los fallecidos con covid-19 en tierra se basaba en lo vivido en torno a 1860, con la epidemia de fiebre amarilla y luego cólera. El doctor Guido Berro, experto en medicina legal y exdirector del Instituto Técnico Forense, explica que los digestos municipales recogieron las normas basadas en el conocimiento científico de hace un siglo y medio y las aplicaron sin cuestionamiento. Y asegura que no existe hoy una justificación científica para que se apliquen estas reglamentaciones.

De hecho, un documento del Ministerio de Salud Pública (MSP) en plena pandemia indica: “No se cuenta con evidencia de riesgo de transmisión a partir de cadáveres de personas fallecidas por covid-19”.

Eduardo Savio, infectólogo y asesor del Comité de Inmunizaciones de la Asociación Panamericana de Infectología, explica que el virus se multiplica en células humanas vivas. ¿Hay riesgos al trasladar hoy en día los cuerpos a los sitios que las familias tenían designados para ellos? Savio dice que no.

Pese a la evidencia científica, Víctor Sabbía, edil suplente de la Junta Departamental de Florida, admite que no se ha considerado redactar una excepción para realizar el traslado de los fallecidos con covid-19 antes de los 10 años, aunque “la posibilidad siempre existe”.

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Un trofeo y un martillo de madera sobre el cajón. Dos sepultureros con mamelucos blancos se movían en reversa con suavidad, se ubicaban a un costado de la fosa y permanecían cabizbajos largos minutos. Acababan de depositar sobre el féretro los únicos dos símbolos que indicaban que allí estaba Eduardo. El premio que había ganado en alguna de sus carreras y su instrumento de rematador.

El domingo 11 de abril de 2021 se realizó el entierro en el Cementerio Parque de Martinelli. Todo se resumió a los más cercanos: sus hermanos, amigos íntimos, sobrinos y sobrinos nietos —quienes lo queríamos como a un abuelo—. Solo podíamos entrar de a tres personas para despedirnos antes de que el ataúd descendiera. Mientras nos turnábamos, la hilera de autos clásicos que se fue armando en el camino desde Canelones y Barrios Amorín hasta el kilómetro 24 de la ruta 102 hacía rugir sus motores.

El artículo 6 del reglamento de Cementerios de Salto, del 13 de octubre de 1893, menciona que los cadáveres de personas fallecidas por una afección infectocontagiosa no pueden ser inhumados de otra forma que no sea en tierra, incluso estando embalsamados.

Exactamente 128 años después y a partir de la situación que vivía el departamento, además de la inminente saturación del cementerio de Barrio Artigas donde iban los restos de los fallecidos por coronavirus, los ediles de Salto sesionaron de forma extraordinaria para encontrar una alternativa. Como resultado, el 8 de junio de 2021 la Junta Departamental de Salto modificó los artículos 4 y 6 de este decreto. A partir del 12 de junio se autorizó a sepultar los fallecidos por covid-19 en nichos al igual que el resto de los difuntos. Sin embargo, quienes fueron enterrados previo a esta fecha deben aguardar los cinco años que estaban estipulados hasta junio de 2021.

PANDEMIA

Un cementerio de barrio en Salto

Para ese entonces el cementerio de Barrio Artigas en Salto estaba poblándose de forma abrupta. Pasó de ser un cementerio de barrio a alojar a todas aquellas personas que habían fallecido con covid-19. Los funcionarios de los cementerios municipales, entre ellos el director de Cementerios de Salto Carlos Cattáneo, recuerdan las condiciones de trabajo y la crudeza de la situación. Muchos de los sepultureros que se encontraban en el Cementerio Central debieron pasar al de Barrio Artigas porque no daban abasto. Cavaban fosas de sobra porque sabían que en unas horas ya serían ocupadas. El trabajo los desbordaba de tal forma que, aun diluviando, debían sepultar los cajones en las fosas que parecían más bien pequeñas piscinas. Al recordarlo, Cattáneo hace un gesto de desagrado y asegura que a ningún familiar le gustaría ver a su ser querido enterrado en esas condiciones. Más todavía en los casos de quienes sí tenían un nicho o un panteón en donde querían que estuviese su pariente. El director sostiene que muchas veces hubo encontronazos entre los funcionarios y las familias porque estas querían utilizar el espacio con el que contaban para enterrar a su difunto. A su vez, la consulta sobre cuándo podrán realizar el traslado también se ha hecho con frecuencia en estos casos y la respuesta continúa siendo la misma: cinco años después de la inhumación.

Pero no solo la reglamentación del siglo XIX, que definía la ubicación y la cantidad de años, afectó las despedidas de seres queridos. Antes de la pandemia, la cremación debía efectuarse después de cumplidas las 24 horas. Sin embargo, el documento del MSP con recomendaciones para el tratamiento en difuntos con covid-19 decía que podían llevarse los restos a su disposición final “a la brevedad” una vez certificada la defunción.

Miguel ya había experimentado el momento de reducir los restos de sus padres, lo que definió como una experiencia traumática. Es por esto que en conjunto con Mabel decidieron que, luego de un velorio con sus allegados, la cremación sería su forma de despedir este mundo.

Cementerio Municipal de Florida en pandemia.
Cementerio Municipal de Florida en pandemia.
Foto: Estefanía Leal.

Todavía en cuarentena, él debió resolver la parte administrativa de la muerte de Mabel. Llamó a la funeraria La Salteña y contrató un paquete en el que se incluía una sala velatoria, de la que no pudieron hacer uso, y la cremación. En total, tuvo un costo inicial superior a los 1.000 dólares. A esto se le suman 300 por el nicho arrendado donde reposaron sus restos durante un año. Estos costos hicieron que en Salto la posibilidad de elegir entre inhumación en tierra o cremación fuese para unos pocos.

Mabel falleció a las 19 horas y, a la mañana siguiente, la empresa funeraria llamó a su esposo para consultarle si tenía inconveniente con realizar la cremación antes de las 24 horas. Desconcertado, respondió un tímido sí. A las 11 de la mañana la cremación ya estaba hecha y no había vuelta atrás. Sin embargo, pasó el tiempo y es una de las decisiones de las que se arrepiente: no haber esperado más tiempo, no haber buscado la forma de despedirla en ese contexto y no haber tenido un cajón al que llorarle tras la cuarentena. La velocidad con la que se efectuó la cremación hizo más difícil asimilar la partida.

Impersonal y fría. Así describen los hijos de Miguel la cajita que fueron a buscar a La Salteña con las cenizas de su madre. Con Miguel aún en cuarentena, decidieron que lo mejor era dejar los restos en el nicho arrendado en la empresa, pero sabían que era una solución a corto plazo. Según Miguel, “Mabel era todo lo contrario a un cementerio privado” y por eso decidió trasladar sus restos. Hoy en día sus cenizas están en un sitio del que solo él sabe.

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La familia de Blanca no tenía otra opción que cumplir el artículo 35 de la Ordenanza de Cementerios de San José: no se podían tocar los cuerpos de fallecidos de enfermedades infectocontagiosas por el término de diez años y estos debían ser inhumados en tierra. Igual que en Florida. Este artículo del 19 de agosto de 1991 estuvo vigente hasta el 8 de abril de 2021, es decir tan solo cuatro días después del fallecimiento de Blanca. Ese día, la junta departamental decretó que los fallecidos en estas condiciones podían ser enterrados en nichos, pero decidieron mantener los diez años previos a la reducción. Una condición que no encuentra argumentos científicos que la sustenten.

El Cementerio de San José de Mayo está repleto de nichos familiares. La familia de Blanca tiene el suyo, donde se encuentran enterrados sus padres y donde todos, incluso ella, daban por hecho que descansaría. Sin embargo, fue inhumada en el mismo cementerio pero en tierra. Sonia todavía tiene presente la imagen de ese entierro tan anormal: “El cajón envuelto en film transparente y los señores con los mamelucos blancos que parecían astronautas. Era espantoso, shockeante”. Para el entierro debieron ubicarse a tres metros del cajón y solo estaban los familiares más cercanos: su esposo, sus hijos con sus parejas y nietos. Néstor optó por ir y mantenerse a distancia del cajón y del resto de su familia, por lo que mientras veía el féretro descender no tenía en quién apoyarse.

La culpa y la espera.

Los familiares que no pudieron cumplir con los deseos del fallecido suelen sentir la culpa de que se fracasó en el cierre. Y a eso se suma el duelo habitual.

Sonia cuenta: “A pesar de que pasaron tres años, todavía es muy impactante y no se habla del tema. Yo entiendo que cuando no lo hablás es porque no lo has procesado”. Levanta la cabeza, mira a su alrededor en el living y, mientras mueve el dedo índice haciendo círculos, menciona que “todo esto anda flotando acá en la vuelta y en algún momento va a salir”.

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El hijo de Mabel se acerca una silla mientras Miguel habla. Ceba un mate y, luego de permanecer unos segundos escuchando a su padre, dice con firmeza: “Iba al almacén y escuchaba cómo la gente decía que los números de muertos estaban inflados y yo ahí parado miraba sin poder creerlo”. Sin quitarle los ojos a la montaña de yerba, Alejandro agrega: “Yo perdí a mi madre”. Con un movimiento rápido, Miguel agarra una fotografía, la muestra y dice: “Para que la vean, ella es Mabel”. En la imagen se puede ver a una mujer sonriente de pelo oscuro y corto. Su mirada se roba la atención. Unos ojos grandes que resultan familiares. Ese azul intenso e inconfundible está presente en la cara de su nieto Alejandrito.

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Queda poco para enterrar a Eduardo donde, para nosotros, siempre debió estar. El 10 de abril se va a cumplir el tiempo establecido para trasladarlo de Canelones a Florida. Esa fecha es el día que vamos a despedirlo de verdad. Apenas falleció dijimos que el día del traslado intentaríamos que fuera con un cortejo hasta el cementerio de Sarandí Grande con los compañeros de los autos clásicos, así ellos también pueden darle su último adiós y nosotros cumplir con lo que nos había pedido.

La pandemia se me cruza todos los días por la cabeza. Pensar en el covid-19 para mí es pensar en mi tío Eduardo, en la muerte como algo cercano, en la última carrera de autos clásicos que preparó y no compitió, en esa invitación para almorzar que no le acepté por miedo a contagiarlo luego de ser contacto de un positivo. Sobre todo, pienso en esa despedida que todavía nosotros, como miles de familiares, tenemos pendiente.

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