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La paz imperfecta

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Viajo con bastante frecuencia a Colombia desde hace treinta años. Tengo en ese país buenos amigos, tanto entre escritores como entre cargos públicos, animadores culturales y gente del pueblo llano, pero no obtuso.

Viajo con bastante frecuencia a Colombia desde hace treinta años. Tengo en ese país buenos amigos, tanto entre escritores como entre cargos públicos, animadores culturales y gente del pueblo llano, pero no obtuso.

Y naturalmente quiero a esas gentes, como me ocurre invariablemente en los países hispanoamericanos. No son de los míos, sino que yo sé que soy de los suyos. Me considero en las antípodas del abominable Donald Trump y de los casi -Trumps con salsa española, que abundan más de lo debido aunque disimulen. Yo también soy hispanoamericano, carajo.

Y me ofende quien les ofende y juega en mi equipo todo el que confirma su progreso o aumente su prosperidad.

Y pese a todo esto, me cuesta responder cuando me piden mi opinión sobre el acuerdo de paz que ha firmado el gobierno colombiano con las FARC.

Sé lo que quiero para ese país y sus gentes honradas (a las otras les tengo menos cariño) pero me desbordan las dudas cuando examino ese pacto.

Comienzo por aclarar, quizá innecesariamente, que las dos partes no son equivalentes: por un lado está un régimen verdaderamente democrático, eso sí lleno de defectos como también los hay en USA, Suecia o España; por otro, una banda terrorista que recubre con fraseología marxista y populista una fabuloso negocio de narcotráfico y secuestros.

Son indudables los beneficios que puede traer el cese de un conflicto sanguinario de más de medio siglo de duración a un país que sin él hubiera podido desarrollarse mucho más pero junto a los beneficios, también puede hablarse de ciertos maleficios de la paz. Sobre todo, la impunidad casi total de los criminales.

Su potencial económico y su modernización social, por no mencionar lo obviamente más importante, el cese de miles y miles de tragedias humanas en zonas urbanas y rurales (sobre todo en estas últimas, quizá las más permanentemente martirizadas de uno y otro bando). Su incorporación con plazas por decreto y no electivas a la vida parlamentaria, las dudas respecto a la gestión de los miles y miles de hectáreas de narcocultivos, un tesoro apetecible para tantos, y también la incertidumbre de dónde y cómo se integrarán en la convivencia democrática los terroristas artificialmente redimidos.

Se trata de un rescate muy alto que tendrán que pagar todos los ciudadanos, sobre todo quienes han sido víctimas más directas de la agresión terrorista. Un rey francés dijo que “París bien vale una misa” y sin duda la paz vale muchas misas y renuncias, siempre que sean eficaces para conseguirla. Yo así lo deseo y me tranquiliza un poco que admirados amigos en cuyo criterio confío, como Héctor Abad Faciolince o Juan Manuel Vásquez, apoyen con o sin reservas el “sí” al acuerdo.

No pretenderé con fatuidad estar más calificado que ellos para juzgar. Me hubiera gustado, eso sí, que la campaña en los medios de comunicación no estuviese tan inclinada a favor del acuerdo o que el enunciado de la pregunta del referéndum que debe confirmarlo fuese realmente neutro.

Pero voto de corazón desde este lado del charco porque los optimistas tengan razón.

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Fernando Savater

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