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Tribalismo deportivo

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Puñetazos, patadas, corridas, nada se omitió en el “amistoso” de los equipos más populares del país. En cumplimiento de una tradición centenaria el choque culminó en una batalla con deportistas procesados, magullados, impedidos de salir del país, inhabilitados para practicar fútbol, e impedidos de concurrir a espectáculos deportivos. En una decisión judicial que amaga inaugurar mayor rigor en la aplicación de la ley. Como si por fin se entendiera necesario poner coto al exceso de violencia en el deporte.

Puñetazos, patadas, corridas, nada se omitió en el “amistoso” de los equipos más populares del país. En cumplimiento de una tradición centenaria el choque culminó en una batalla con deportistas procesados, magullados, impedidos de salir del país, inhabilitados para practicar fútbol, e impedidos de concurrir a espectáculos deportivos. En una decisión judicial que amaga inaugurar mayor rigor en la aplicación de la ley. Como si por fin se entendiera necesario poner coto al exceso de violencia en el deporte.

Es tradición repetir que el fútbol fue causa de una guerra que en Centroamérica costó la vida de miles de personas. Aún si esto fuera un mito, el sentimiento de hostilidad entre parciales constituye una realidad objetiva, una confrontación amigo-enemigo en el sentido de Schmitt, que a falta de factores unificadores ya perdidos como la religión o la ideología aparece como una de las pocas claves remanentes de las desafiadas identidades populares. Lo que reafirma la necesidad de diferenciarse, vigorizar un perfil propio que la superpoblación y la irrefrenable globalización cultural alimentan en lugar de atenuar. Quizás porque los riesgos de la guerra moderna dificultan el choque directo y lo desvían al más inocuo plano de las compensaciones simbólicas. Donde se odia pero no se mata.

No en balde en el Uruguay, más allá de las primeras declaraciones, el repudio a la violencia ha perdido su filo, y nada es demasiado grave. Con los clubes desentendidos de la condena a la decadencia de los espectáculos deportivos y enrolados en la defensa de sus intereses corporativos. ¿ No se trata acaso de una práctica de hombres? Desde los protagonistas que preguntaron públicamente por los muertos ante lo que estimaron como la nimiedad de lo sucedido, el gerente de una de las instituciones involucradas que negó que los deportistas influyan en la opinión pública cuando es notorio que su imagen satura los medios a quienes se oponen a la suspensión a los jugadores sin reparar que la sanción (ni por asomo inconstitucional) les fue impuesta, vista la naturaleza, lugar y ocasión del delito, por su propia irresponsabilidad junto al ánimo concomitante de la magistrada de penarlos deportivamente, sin deber por ello que procesarlos con prisión. Esto incluyendo a los dirigentes que confundiendo prioridades se indignan ante la posibilidad que los jueces debiliten la representación deportiva de las instituciones al privarlas de algunos de sus jugadores pese al inexcusable “patoterismo” exhibido por estos. Tal como si “ganarse la vida” supusiera despertar la bestia. La propia y la de los espectadores.

El deporte, además de disfrute y medio de vida de sus protagonistas, no es un fin sino un medio, el instrumento para que los espectadores reciban la contrapartida del dinero que invierten en su solaz. No la seguridad del triunfo, algo imposible de conceder, sino la posibilidad de este. Confundir objetivos, prometer en lugar de la competencia la derrota del rival y su humillación definitiva, es la mejor forma de bastardear el deporte y convertirlo en una lucha tribal, donde todo es válido en aras del triunfo. Aún mejor si corre sangre. La tendencia domina, sólo falta y no está lejos, que el espectáculo culmine en una ordalía con ambos equipos y parcialidades exterminándose bajo un coro de aullidos. El retorno de la barbarie. La unanimidad de los energúmenos.

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Hebert Gatto

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