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Se tiran mutuamente con la casta

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No hay con qué darle: el lenguaje suele servir para tender puentes pero, muchas veces, lo que hace es construir prejuicios y con ello degradar la convivencia.

Es verdad que las cosas en Argentina no están bien y que las iras de Javier Milei sintonizan con el desencanto político de mucha gente, pero no es menos cierto que el candidato libertario lo está atizando para convertirlo en odio, un odio que arriesga a llevarse puesta a la democracia misma.

Mientras despotricaba contra el dirigismo estatal y predicaba la libertad de mercado, podía caernos simpático al punto de perdonarle su grosera agresividad. Pero no tardó en subirse a la ola del “que se vayan todos”, una desgracia de la idiosincrasia argentina que renace en cada crisis económica del 2001 a hoy, y que implica en última instancia un rechazo a la democracia representativa. Los tiranos sí, que se vayan todos y lo más pronto posible, pero no debería lanzarse el mismo exabrupto hacia quienes, en el acierto o error de su gestión, fueron electos por decisión soberana.

Milei posicionó una expresión que prendió fuerte en esa coartada fascista con que los pueblos deterioran el sistema democrático: la de la famosa “casta política” como culpable de todos los males. Según él, los políticos no serían ya ciudadanos que intentan persuadir a otros para que les confieran la potestad de dirigirlos o representarlos, no. Serían más bien una casta, una organización endogámica como las tradicionales de la India, dentro de la que se obtienen privilegios por nacimiento y de imposible mezcla con otras igualmente cerradas. El argumento es de una puerilidad absoluta y tiene la inocultable finalidad de satanizar al sistema político; todos integran la casta, menos yo. Pero vean cómo son las cosas en el país hermano: el concepto prendió de manera tan efectiva, que ahora el presidente Alberto Fernández lo toma prestado con un sentido opuesto. Declaró hace poco que “la casta verdaderamente protegida por los que dicen estar en contra de la casta, es la casta económica argentina, que posterga el desarrollo del país para seguir concentrando el ingreso y la riqueza de unos pocos; esa es la verdadera casta y contra esa casta hay que pelear”.

Es tan ingenioso como trágico: por un lado, un presidente que usa el concepto para postular la vieja lucha de clases y, por el otro, el principal opositor que lo emplea para deteriorar la credibilidad en el sistema republicano. Y todo eso se logra trayendo al ruedo discursivo una palabra extemporánea.

Si el uso que le da Milei es falaz, no lo es menos el que le aporta Fernández. Siempre que leo o escucho esas altisonantes definiciones clasistas me acuerdo de la manera como Batlle y Ordóñez las derribaba de un plumazo: ¿por qué combatir a quien tiene la condición social que en el fondo uno aspira a alcanzar? ¿Por qué separar a las personas por sus intereses materiales? ¿Quién dijo que, más allá de su prosperidad personal, no pueden compartir similares ideas de justicia? Este posmarxismo tan de moda en los populismos latinoamericanos intenta convencer a la gente de que el éxito económico es privativo de una clase o casta, cuando todos estamos acostumbrados a ver familias pudientes que de una generación a otra se derrumban, mientras otras humildes se enriquecen. Es eso que se llama movilidad social, que tanto enoja a los populistas de izquierda con su satanización del emprendedurismo y el afán de crecimiento individual.

Hay algo muy grave que está pasando con la política de nuestros vecinos, de pésima influencia para algunos dirigentes compatriotas que también se mandan con la acusación de que el adversario forma parte de una casta. Es la naturalización de un concepto que nada tiene que ver con el sistema democrático, ya no por ignorancia o estrechez intelectual, sino con la intención explícita de justificar burradas o simplificar propuestas. Apelan a prejuicios viscerales para anestesiar el pensamiento crítico y captar voluntades arriando hinchadas. Más grave aún es que aparezcan intelectuales, comunicadores y políticos que bailen con esa música, que asuman los conceptos falaces así posicionados como verdades sobre las que seguir construyendo discursos cargados de prejuicios.

En la era de la corrección política, tenemos una sintonía tan fina para detectar discursos de odio, que no faltan quienes promueven sacar de las bibliotecas determinados libros y censurar películas, porque cuando se crearon existía una naturalización de prejuicios raciales o sexuales que hoy se combaten legítimamente.

Pero estos otros discursos de odio, el de considerar a un dirigente elegido por el pueblo como un enemigo y el de culpabilizar a quien alcanza un éxito económico, se admiten en cambio como argumentos válidos, en un debate político degradado a eslóganes superfluos.

De este lado del Plata queda todavía una cultura cívica que siempre puso freno al “que se vayan todos”, pero la simplificación del adversario se viene imponiendo en forma creciente.

Por eso importa tanto comprobar las falencias del vecino: para aventar conscientemente las propias.

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