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Partidos y democracia

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Los partidos políticos son una suerte de injerto en la Democracia. No formaban parte de las ideas originales que llevaron a la creación de las primeras democracias, en Inglaterra y los EEUU. En este último caso, los partidos fueron duramente denostados en los comienzos, aunque rápidamente se hicieron inevitables. Aún así, la mayoría de las Constituciones -incluida la nuestra, hasta 1996- ni los mencionan.

Pero, contra toda crítica, los partidos nacen y se consolidan, sobreviviendo intentos por sustituirlos con fórmulas de tipo corporativo, que dan pésimos resultados.

Con el devenir de los años, ambos, Democracia y Partidos, van mutando, principalmente al influjo de dos o tres factores: la ampliación de los padrones electorales y con ellos, de las expectativas y exigencias dirigidas a la institución Democracia y por otro lado, influenciados por el avance en las comunicaciones, sobre todo en los medios de información pública.

La Democracia entra en un proceso sin término (y sin retroceso) que la lleva a sacrificar la libertad en aras de los reclamos por mayor igualdad. Los partidos comienzan a apartarse de los formatos propios de las democracias incipientes (asociaciones relativamente pequeñas y creadas en base a intereses concretos, como la propiedad y el comercio).

Así la Democracia ambienta el desarrollo de la maquinaria estatal y los partidos buscan adaptarse a electorados menos homogéneos (los catch all parties).

En las últimas décadas, esos procesos han entrado en una etapa de deterioro: la Democracia es vista como algo distante, que no satisface las expectativas de la gente y los partidos como los principales culpables de ese fenómeno.

Esa doble óptica está provocando en muchos países otro fenómeno que se ha transformado, a la vez, en causa y consecuencia del desgaste que viven las democracias modernas: la fractura y aun atomización de los sistemas de partidos.

Si bien no he hecho un estudio sistemático del tema, me animo a afirmar que existe una relación entre el número y la antigüedad de los sistemas de partidos con la estabilidad y previsibilidad del funcionamiento institucional de la Democracia.

Eso no equivale a sostener que las democracias donde operan pocos y viejos partidos sean las más eficientes (o los más virtuosos). Hablo de estabilidad y previsibilidad. Lo que tampoco es poca cosa.

Un rápido recorrido por el mundo nos mostrará decenas de casos en los cuales han desaparecido partidos tradicionales, siendo sustituidos por fracciones más numerosas y en muchos casos, por organizaciones cuya existencia depende de una persona, casi siempre un outsider.

Italia, Francia, España, en menor medida Alemania, México y casi toda América Latina (democrática), son ejemplos de ello, llegando en algún caso, como Brasil, a realidades políticas con más de veinte partidos. Las democracias con sistemas estables se han convertido en la excepción.

Un sistema que funciona en base a debatir, transar y componer, lo hace con mayor dificultad cuando los actores son muchos y eso se agrava aún más cuando son fenómenos coyunturales, sin estructura ni tradición.

Por otro lado, la Democracia requiere de libertad de expresión. Es el único sistema que debe ambientar la crítica, con todo el desgaste que ello implica.

Pues bien, este factor se potencia cuando hay multiplicidad de partidos, compitiendo por un perfil propio y mucho más si alguno de ellos es recién llegado (y entró por asalto).

Esos factores, a la vez, agudizan un fenómeno relativamente reciente en la vida de las democracias: la complejidad y sus secuelas, de ajenidad y rechazo.

Una clase política menos preciada y mal paga es como una garantía de deterioro para la Democracia.

Los temas que manejan los gobiernos son cada vez más complejos y los partidos, en vez de operar como poleas de trasmisión entre el electorado y el sistema, suelen transformarse en amplificadores de las discrepancias agudizando polémicas y recurriendo constantemente a la acusación.

Eso despierta frustración y fastidio en la gente, que se aleja cada vez más de la política, sobre todo los jóvenes, lo que, a su turno dificulta a los partidos el reclutamiento de gente capaz. La dinámica produce, encima, una censura sobre los partidos que se traduce, entre otras cosas, en la resistencia a que se les remunere bien, agudizando todavía más un proceso de selección negativo.

Una clase política menos preciada y mal paga es como una garantía de deterioro para la Democracia.

Como tantos otros problemas de las democracias contemporáneas, estos no se solucionarán por arte de magia (ni por artilugios de las dirigencias políticas).

Los cambios deben venir de una forma de conciencia por parte de los ciudadanos.

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