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El Derecho y la sangre

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leonardo guzmán
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La muerte de Rogelio Eduardo Souza Arguimbao merece lugar más allá de la fosa común de la crónica roja, que cada vez más resbala sobre una atención desvaída y flotante dedicada a las estadísticas.

Una atención que, si estuviera sano y ventilado el espíritu público, debería hermanarnos en el estremecimiento por lo irrepetible de las vidas que troncha el crimen y por lo desgarrador del sufrimiento de familiares y amigos.

A Souza Arguimbao lo mataron unos infames rapiñadores precisamente el día en que cumplía 27 años. Era policía y tenía como segundo empleo repartir cerveza. Asaltado con sus compañeros, empuñó el arma de reglamento. Enfrentó. Es que para sostenerse tenía dos empleos, pero por su actitud mostró que vivía como un solo hombre. En ropa civil era el mismo. Y murió sin el uniforme, pero en el cumplimiento de su deber.

No importa qué número le toque en la ristra de brutalidades que nos tienen a razón de un crimen por día Frente a la muerte, no es cuestión de cifras ni de porcentajes. Ni las docenas ni los millares borran la unidad irremplazable de cada víctima. Y la medición de los porcentajes de aumento de la criminalidad no disimula que lo que pierde cada asesinado es el 100 % de sí mismo.

Es por todo eso que el art. 72 de la Constitución coloca los derechos de la persona por encima de su texto, reconociendo que primera y natural es la criatura humana y detrás -y siempre incompleta y perfectible- llega la letra de la ley.

Porque eso es así, es hora de mirar de frente, de una buena vez, que este baño de sangre que sufre el Uruguay -y que nos enluta bajo Vázquez-Mujica-Bonomi- tiene como una de sus causas fundamentales la caída del Derecho. Y eso nos pasa, no por motivos económicos ni por determinantes sociales, como se dice y se repite con una liviandad que asusta.

Nos pasa por haber debilitado a marronazos los principios del Derecho y haber conspirado contra sus bases afectivas y racionales. Nos pasa por haber tolerado huecos en los sentimientos, agujeros negros en el pensamiento y degradaciones del Derecho. Nos pasa por haber sembrado la ineducación y la incultura a los cuatro vientos.

Le hemos anestesiado el alma al Derecho y hemos aceptado reemplazarlo con tecnologías que ni sienten ni piensan. Pero el Derecho no puede consistir en coleccionar en archivos digitales unas sentencias que llegan tarde o en administrar unos acuerdos confinados, que a los Jueces penales les impiden controlar la verdad o falsedad de los hechos.

El Derecho no es la obligación de resignarse a llenar formularios y repartir lo que va quedando de supuestos “ajustes de cuentas”, mientras caminamos entre los despojos humanos de cientos de drogados que duermen a la intemperie.

El Derecho no es una retahíla de normas mal zurcidas, ni la colcha de retazos en que se convirtió el nuevo Código del Proceso Penal, reformado antes de entrar en vigencia, reformado durante su vigencia y en vías de reformarse de aquí en más. Y todo, por copiar figurines internacionales en vez de profundizar la admirable tradición procesal que supo florecer en nuestro suelo.

Y el Derecho no es el paro de Fiscales que se vivió ayer, prueba patética del fracaso del sistema montado a contramano del sentido común.

Es en ese marco de decadencia del Derecho que se perpetró el crimen de anteayer y va a perpetrarse el de dentro de un rato.

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