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¿Un bien superior?

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Juan Martín Posadas
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Inesperadamente el pasado se nos vino encima esta semana. Volvieron nombres: Gavazzo, Gomensoro; escenarios: cuartel, tortura, tribunales…

Al momento de escribir estas líneas toda afirmación es necesariamente provisoria porque cada día va saliendo a luz (emergiendo de las tinieblas) un dato nuevo, (o un desmentido nuevo). No queda claro qué se sabía, quiénes fueron informados y sabían y quienes (casi todos nosotros) no sabíamos pero nos preguntábamos. ¡Tantas mentiras guardadas como si fueran tesoros valiosos y para cuya preservación o posesión exclusiva valiera la pena entregar la decencia!

Lo que se derrumbó estos días no es lo que estaba guardado, custodiado en secreto: se derrumbó una escala de valores, aquello que lleva al hombre decente a decir espontáneamente: eso no está bien, y punto.

Y han retornado preguntas lacerantes: ¿Cómo fue posible que en el Uruguay hubiera habido compatriotas muertos a golpes en los cuarteles? ¿Y que los deudos no sepan dónde están los cuerpos? ¿Cómo es posible que los Tribunales de Honor no encuentren en ello menoscabo del honor militar? ¿Cómo es posible que los que sabían (los que saben desde hace años y los varios que fueron reciente y explícitamente avisados) no hayan trasladado a la justicia la información que tenían de los delitos cometidos, tal como está mandado? ¿Qué bien superior creían proteger (ayer y hoy)?

Todo el asunto se ha revestido de paradoja. Dos paradojas. Ningún jerarca dijo nada hasta que la prensa publicó. Lo que abrió el absceso e hizo saltar el pus fue un informe de Haber-korn en El Observador sobre el contenido de los fallos del Tribunal de Honor y otro informe en El País, firmado por P. S. Fernández y P. Melgar, sobre el manejo de esa información en la sede del Poder Ejecutivo. La prensa libre nos ha mostrado otra vez que su función es esencial; sin su intervención todo esto habría permanecido tapado para la opinión pública.

La otra paradoja es que una sentencia injusta, aberrante, basada en testigos falsos y carente de garantías de parte de un tribunal de la justicia ordinaria que condenó sin pruebas al Coronel Juan Carlos Gómez (quien hubo de ser declarado inocente después de más de tres años de cárcel injusta) fue la causa oblicua de que todo saliera a la luz.

El país conoció tribunales militares que denegaron justicia, que cobraron al grito, acomodándose a una estado de opinión pública prevalente en determinada época y que sacrificaron la justicia en aras de un supuesto bien superior: si había explotado una bomba las cosas no podían quedar como si nada, alguien tenía que pagar, aunque no estuviera claro quién había estado ahí. También ha conocido tribunales civiles que denegaron justicia, que cobraron al grito dejándose llevar por un estado de opinión y que sacrificaron la justicia en aras de un supuesto bien superior: si había muerto una mujer en un cuartel de Colonia en circunstancias sospechosas, alguien tenía que pagar, aunque fuera un Alférez y aunque no hubiera pruebas de nada. En ambos casos se quiso hacer justicia negando la justicia.

Los acontecimientos de cincuenta años atrás han vuelto a abrumar al Uruguay. Es una pena que eso haya sucedido justo ahora que el país está en otra, se dispone a discutir su futuro y a apostar al mañana en una carrera electoral (que es esencialmente mirar para adelante). Sería sano afianzar hoy entre todos la convicción de que no hay un bien superior que justifique dañar la justicia (y que es infame querer tapar ese daño cuando se haya producido).

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