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Democracia liberal en peligro

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Según la última encuesta del Latinobarómetro, la mayor medición de la opinión política de los latinoamericanos, en el Uruguay la confianza en los partidos políticos se redujo en un 25% desde 2009 hasta aquí; para el 16% de la población puede optarse por un gobierno autoritario en “algunas circunstancias”; la democracia baja su estimación en 9 puntos y desde el año 2016 a la fecha aumentó en 11 puntos la sensación de corrupción en el país.

Estos resultados, que distan mucho de ser los peores del continente, merecen explicación. No solo atañen a nuestro país, donde fenómenos locales como el caso Sendic encienden alarmas, sino que se extienden a todo el continente incluyendo Brasil, con la reciente victoria de Bolsonaro, un peligroso precedente para el imaginario democrático. Procurar entender qué ocurre con esta cultura no es sencillo, se trata de un tema anidado en lo más profundo de la psicología colectiva de la población de un continente y de un mundo que pese a sus innegables diversidades aumenta en común su decepción con la política.

La izquierda, luego del colapso de los noventa, ha perdido sus referentes ideológicos clásicos, tanto en el socialismo autoritario al modo soviético o chino, como en su expresión socialdemócrata. En este si bien de la mano de Keynes, Beveridge, Brandt o Felipe González entre otros, supo erigir el “estado de bienestar” -la más justa versión del capitalismo conocida- debió renunciar al socialismo en un lento proceso de desenamoramiento, para algunos partidos, aún no totalmente concluido.

Por su lado, desde el fin de la segunda guerra hasta fines de los setenta, el centro liberal democrático del espectro político occidental o bien adhirió implícitamente a la socialdemocracia, en lo que fue conocido como la “treintena socialdemócrata europea”, o bastante disminuido, permaneció en la oposición. Mientras que sobre el final de ese lapso en EE.UU. con Ronald Reagan y Margaret Thatcher en Inglaterra, emergió el neoliberalismo. Una vuelta al capitalismo prekeinesiano, dedicado, bajo la inspiración de la llamada escuela de Chicago, a reconstruir al capitalismo excluyendo al Estado y por ende con recortadas políticas sociales.

Los resultados finales de tales políticas, si bien desarrolladas dentro de un marco institucional democrático, no fueron demasiado exitosas para las grandes masas, siendo sucedidos por gobiernos que retuvieron solo parcialmente las políticas sociales, por más que exhibieran una destacable vocación paneuropea. Ello sin que en ningún caso alentaran la vuelta al modelo clásico de la socialdemocracia.

Posteriormente luego del Tratado de Amsterdam de 1997 y de Lisboa del 2007 se consolidó la Unión Europea, consagrando entre sus 28 componentes la libertad de circulación, de trabajo, servicios y capitales. Pero el entusiasmo cosmopolita duró poco; desde el 2016, con el referéndum del Brexit y la aparición de gobiernos populistas contrarios a la Unión, en Polonia, Hungría, República Checa o Italia, más un generalizado descontento con ella en otras naciones del Tratado, hoy, pese a los esfuerzos de Merkel y Macron, se encuentra sometida a tensiones nacionalistas de toda índole, acrecentadas con la elección del populista nacionalista Donald Trump. Lo cierto es que si el Latinobarómetro se trasladara a Europa los resultados seguramente no serían muy diferentes a los latinoamericanos. Ni siquiera los partidos centristas contribuiría a mejorarlos.

En la región, tras en colapso de la izquierda a fines del siglo XX, aparecieron en sustitución diferentes populismos de izquierda que duraron algo más de diez años, para ir desapareciendo gradualmente del 2015 en adelante. En tanto, el populismo de derecha amenaza asentarse en el continente.

El resultado de esta breve panorámica ideológica es constatar que en Occidente la democracia liberal está de luto y en peligro. Seriamente amenazada por el rampante nacionalismo del Brexit, Trump, Bolsonaro y la pléyade de populismos prestos a institucionalizarse en Europa, desde Austria a Italia. En ambos continentes si bien la derecha fascista pura y dura, también aparece mortalmente herida desde la derrota del nazismo, el neoliberalismo estuvo lejos de conformar a las masas que suelen confundir el mal desempeño humano con el valor de las instituciones democráticas a las que responsabilizan de la notoria desigualdad social del período. Un mal que estas pueden corregir.

Es en este decepcionante panorama, tanto en Europa como en América, con centros políticos declinantes, que el neopopulismo reedita retocado el viejo totalitarismo antiliberal y revolucionario que izquierdas y derechas (comunistas y fascistas) compartieron en el siglo XX, solo que ahora -al conceder elecciones- asume que vive en tiempos nuevos, posmarxistas y posfascistas. Su propósito común continúa siendo antipluralista y antiindividualista y se traduce en la separación, la ruptura de la ligazón entre los dos términos, las dos cosmovisiones que se fusionaron constituyendo la democracia liberal, sustituyendo esta síntesis por otra que ahora pasa a denominarse democracia popular, bolivariana, socialismo del siglo XXI o socialismo nacional.

De ese modo, oponiéndose frontalmente al liberalismo político, izquierdas y derechas populistas, aun cuando no se confundan, coinciden en su saña contra las prerrogativas de la subjetividad. La inmarcesible calidad de cualquier ser humano por el hecho de ser autoconsciente y único, característica a las que tachan de individualismo posesivo o de ignorancia del valor determinante de la nación, la raza, la clase, la patria o el género sobre el individuo.

Así atentan contra su autonomía y descalifican la política como actividad creativa.

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