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¿Por qué no se arregla?

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Francisco Faig
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Por qué es tan difícil encontrar los consensos que permitan tomar medidas básicas para torcer el rumbo desesperante que lleva el país hoy?, preguntó Martín Aguirre en su última columna, para responder que los consensos existen, pero que no se pueden hacer realidad por divisiones artificiales.

Por un lado, hay pequeños grupos extremistas con un protagonismo ideológico mucho mayor que su peso electoral. Por otro lado, muchos de quienes votan a sectores más moderados, forman nuestra amplia clase media urbana y con la mejora de ingresos y la globalización han logrado salir un poco de este hueco autocomplaciente, conservan un radicalismo izquierdista que cree que en política hay amigos y enemigos, y que por tanto fija divisiones de fondo que hacen imposible traducir los consensos en medidas concretas.

Hay que agregar otra explicación: ni unos ni otros sufren descarnadamente el rumbo desesperante del país. Seguramente hoy estén más preocupados por la inseguridad en su barrio; sientan cierto reciente ajuste de ingresos, que contradice la anterior década de bonanza y que incluye mayor pago de impuestos; y se den cuenta también de que hay algún problema con la educación de sus hijos. Pero ninguno de ellos, ni los más radicales, ni los más abiertos, socialdemócratas y modernos, integran las clases populares que son las que de verdad viven complicadas en este Uruguay-progre.

En efecto, ninguno vive en un barrio en el que no se pueda salir de noche por miedo a las balas perdidas; ninguno se angustia por una perspectiva de merma sustancial de ingresos familiares por causa del mayor desempleo que sobre todo golpea a la mano de obra menos calificada; y ninguno sufre una enseñanza pública de tan mala calidad que haga que los adolescentes de su hogar no sepan leer, escribir ni hacer cuentas. Y si, por desventura, su circunstancia económica particular resultara muy apremiante, ese uruguayo izquierdista de clase media cuenta con los recursos culturales y los contactos sociales como para lograr que el Estado frenteamplista lo arrebuje en su seno.

Lo que hay que asumir es que a toda esa gente el rumbo del país y los consensos necesarios para aplicar cambios drásticos, en última instancia, le importan un rábano. Obviamente, nadie lo admite. En sociedad disimulan muy bien ese egoísmo sustancial: cuando se tratan estos asuntos ponen cara de circunstancia, e incluso habrá quienes estén sinceramente convencidos de que la muestra cabal de su preocupación por el país es justamente su postura progre. Tienen a mano algún chivo expiatorio —los fachos— para cargar las culpas; o, si se precisa, señalan orgullosos instancias esperanzadoras de consenso, como por ejemplo Eduy21, eso que en realidad es una sátira y que terminará inexorablemente en un fiasco.

La verdad es que en su vida cotidiana ese uruguayo izquierdista de clase media protegido por su muro de yerba ideológico y su palenque estatal —benefactor— compañero, no mira más allá de su ombligo. En la sociedad fragmentada en la que vive, cree que su mundo-Parque Rodó es sinónimo de Uruguay.

Lo desesperante del país no es solo su rumbo. Es también su mayoritario uruguayo medio de sensibilidad social, cultural y política izquierdista que cree que hoy "Uruguay no está tan mal".

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