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El cuco de los vouchers

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El discurso típico de un buen izquierdista siempre está regado de palabras que funcionan como contraseñas de lo que está bien y lo que está mal, lo que pertenece al territorio de las ideas puras y lo que está infectado de la perversidad capitalista. Un concepto que se ha convertido en los últimos años en su objeto de denostación es el de los famosos vouchers, palabra que ya de pique nomás, incurre en el pecado de ser gringa, y que refiere a los cheques o bonos educativos que se entregan en algunos países occidentales a las familias, para que estas decidan a qué centro de enseñanza enviar a sus hijos.

El tema fue puesto sobre la mesa en Argentina por Javier Milei, hace ya un par de años, pero no es nuevo. Se origina en una propuesta de Milton Friedman, que en la década del 60 propuso una alternativa liberal a la inversión en educación pública. No se trata, como suele denunciar la gente conspiranoica, de una eliminación de la gratuidad educativa, sino de un cambio en la modalidad del financiamiento público: el Estado deja de invertir en la oferta y pasa a hacerlo en la demanda. Reconvierte a las escuelas en instituciones autogestionarias, cuyos recursos le son asignados ya no directamente, sino a través de la elección de las familias. Empodera a los padres para que seleccionen libremente al prestador educativo, al que le pagarán con un bono que el Estado les ha concedido con ese fin.

Quienes defienden el procedimiento explican que esto estimula una sana competitividad entre los centros de enseñanza para mejorar planes, contratar docentes calificados y obtener mejores resultados pedagógicos, todo lo cual los hará más atractivos para las familias. No es nada distinto a lo que hoy pasa en nuestro país con las escuelas y liceos privados, que saben que compiten por un alumnado cuantitativamente limitado y por ello apuntan a publicitar sus fortalezas. La diferencia con el sistema propuesto es que no solo podrán optar las familias pudientes sino todas, sin importar su posición económica, porque el aporte del Estado llegará directamente a aquellas impedidas de sustentar un gasto educativo.

En su columna en este diario del lunes pasado, Javier de Haedo hizo notar que este sistema no es en nada distinto al del Fonasa, instaurado a partir de la reforma que realizara el Frente Amplio. Quienes aportamos a este fondo tenemos el derecho a elegir el prestador de salud, tanto para nosotros, como trabajadores, como para nuestros hijos menores de edad. El Estado paga una cápita a la institución favorecida, por cuya obtención las mutualistas naturalmente compiten en calidad de servicios. Si alguien ve diferencia entre este sistema y el de los cheques educativos, por favor que me lo explique.

No es casual que el mismo Tabaré Vázquez haya anunciado en su campaña a la presidencia de 2014 que promovería el sistema de vouchers, de exitosa implementación en países tan diversos como Chile, Nueva Zelanda, Dinamarca y Suecia. Pero en aquella oportunidad, correligionarios y sindicalistas le cayeron con todo y terminó desdiciéndose.

Si no recuerdo mal, Ernesto Talvi habló también de los vouchers educativos, antes de ser candidato. Pero tampoco insistió en el tema cuando pasó a la arena política, optando por promover una adaptación masiva del modelo de liceos públicos de gestión privada.

Quienes más se indignan con la idea, satanizándola con todos los adjetivos posibles, son las corporaciones que se benefician con un sistema público mediocre; sindicatos que no son representativos de la inmensa mayoría de los docentes y que entienden que los destinatarios principales del sistema deben ser ellos y no los estudiantes.

En su verborragia libertaria, Javier Milei tira el gato encima de la mesa en la convulsionada situación argentina. Por lo que he leído, lo hace incurriendo en un error garrafal, al manifestar que la enseñanza no debería ser obligatoria y que el voucher tendría que destinarse solo a aquellas familias que lo demandaran. “El sistema de la obligación no funciona. Si querés estudiar, vas a tener un voucher y vas a poder estudiar. El tema de la obligatoriedad es querer controlar a los seres humanos e imponer tu patrón moral. El que quiera estudiar, estudia, pero obligar no me gusta”, expresó en agosto pasado, según la web de Perfil.

Es uno de esos derrapes que lesionan su credibilidad: de Adam Smith para adelante, la filosofía liberal asume que no existe igualdad de oportunidades sin una equiparación en el punto de partida. Para ello está la educación, que necesariamente debe ser garantida por el Estado.

De este lado del río disfrutamos de un liberalismo moderno que así lo entiende, por más que dos por tres intenten apedrearlo con consignas mentirosas.

Estaría bueno que empecemos a pensar, para los próximos años, en un posible “Fonasa educativo” que diluya la brecha entre alumnos de familias pudientes y desfavorecidas, dando la oportunidad de sentarlos a todos en las mismas aulas, como en los buenos tiempos.

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