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Berreta y nuestro hoy

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LEONARDO GUZMÁN
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Al cabo de sólo cinco meses de ejercer la Presidencia de la República, a las 21.10 del sábado 2 de agosto de 1947 fallecía don Tomás Berreta. Hace 72 años.

El aniversario no es redondo, pero la fecha merece recordarse no sólo por la grandeza de ese Presidente llevado al cargo por el Partido Colorado Batllismo, sino porque su muerte le enseñó al Uruguay que los Presidentes son mortales y que, por eso, el Vicepresidente importa mucho.

Al irse Berreta, asumió Luis Batlle Berres, quien, más allá de lo discutido de algunos rasgos, fue adalid de la libertad y le dio prestancia al Estado de Derecho. ¿Imagina el lector que el Vice hubiera sido una Graciela Villar del siglo XX?

Berreta encarnaba la sencillez republicana del hombre de trabajo que sin estudios formales se hace fino de alma y sin Universidad vibra con lo universal. Jefe de Policía, diputado, Ministro de Obras Públicas, el Instituto Nacional de Colonización lleva el sello de las convicciones que él abrazó por justicia y no por guerra de clases.

Del trabajo modesto a la grandeza personal -y no a la gronchez encaramada que nos llegó 60 años después- ese era el programa de vida de los prohombres que gestó el Uruguay y que al Uruguay gestaron: una filosofía fundada en el esfuerzo, que llamaba a la responsabilidad y no disolvía el destino personal en explicaciones sociales.

Con esa inspiración surgía un tipo humano que, a partir de rudimentos primarios asentados, conjugaba lo común y trivial con lo distinguido y noble.

Por intuición y por experiencia, ese uruguayo creía en la inspiración de los sentimientos, tenía fe en la claridad del pensamiento y sentía amor por la Naturaleza.

Uno de los grandes males que le sobrevinieron al país fue concentrar la atención en materialismos crasos: uno, consumista inmediatista y otro, comunista futurista. Con sus diferencias, los dos son intrínsecamente incapaces de inspirar ideales.

Y los dos frenan el impulso sano del tipo humano que buscaba elevarse a persona, con los pies en la Tierra y una ambición de grandeza en el alma.

A fuerza de darle rango de filosofía a unos dogmas repletos de explicaciones mecánicas, instintivistas y clasistas, el Uruguay olvidó gran parte de lo valioso que supo enseñar al mundo cuando, sin guerra de clases -insistimos- y por sentimientos de justicia -volvemos a insistir- integró y levantó a múltiples generaciones en un clima público de razonabilidad y fraternidad.

Por olvidar eso, hollaron el poder unos grupos que endiosaron lo bajo, hundieron el lenguaje y armaron mayorías explotando minorías a punta de eslóganes.

Ignoran que en el fondo del alma del más modesto y hasta del más transgresor, anidan sueños y ambiciones de grandeza que acaso le salven el destino. Ignoran que hay modos de vivir que repugnan lo mismo al que tiene mucho que al que no tiene nada, porque hay valores que no dependen de “la realidad socio-económica” sino de la firmeza con que se los siente, se los predica y se los sirve.

De todo lo cual, cabe concluir que, gane quien gane las elecciones de octubre, todos deberemos movilizarnos para, desde la cultura, recuperar conciencia de la universalidad de esos valores, sin los cuales la vida se hace no sólo indignante. Además, indigna.

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