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Mujeres en el altar

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Este lunes pasado una elocuente imagen recorrió los informativos mundiales: casi rapada, pero adornada con delicadas caravanas, una mujer oficiaba misa cubierta por la capa púrpura. La Iglesia de Inglaterra —que en 1994 ordenó a las primeras sacerdotes— aprobó el día 14 de julio el acceso de las mujeres al obispado.

Este lunes pasado una elocuente imagen recorrió los informativos mundiales: casi rapada, pero adornada con delicadas caravanas, una mujer oficiaba misa cubierta por la capa púrpura. La Iglesia de Inglaterra —que en 1994 ordenó a las primeras sacerdotes— aprobó el día 14 de julio el acceso de las mujeres al obispado.

Es una de esas noticias que obliga a echar la vista atrás. El largo camino detrás de esta conquista de la teología feminista se remonta hasta la Edad Media. Fue en el siglo XII que aparecieron las beguinas, grupos de mujeres que vivían al margen de las familias y de las autoridades religiosas y que se extendieron desde Lieja al resto del territorio europeo occidental. Se agrupaban para defender su derecho a la propiedad privada y al trabajo, blindadas a todo influjo masculino por medio del voto de castidad. Un siglo más tarde, Guillermine de Bohemia escandalizó a esa misma Europa al afirmar que la redención de Cristo no había alcanzado a Eva, para lo cual creó una iglesia de mujeres que fue duramente perseguida por la inquisición.

Del otro lado del océano, en América Latina, Sor Juana Inés de la Cruz, la religiosa que conmovió al siglo XVII con su poesía, defendió su libertad de estudiar rodeada únicamente por “el sosegado silencio” de sus libros. Mientras que en los Estados Unidos, en el XVIII, Elizabeth Cady Stanton escribió La Biblia de la Mujer, referente no solo de su comunidad religiosa sino también del movimiento anti-esclavista y del sufragista.

Fue precisamente enancado en el movimiento sufragista que la causa femenina se convirtió en la gran demanda social del mundo moderno. Cuando las mujeres ocuparon lugares de trabajo para que los hombres pudieran ocupar las trincheras, el cambio se tornó irreversible y Simone de Beauvoir pudo sentenciar “mujer no se nace, se hace”.
A partir de 1960 se reclamó la redefinición del patriarcado, la desnaturalización del trabajo doméstico, más libertades sexuales y los derechos de las mujeres sobre su cuerpo. La teología se sumó entonces al feminismo, acusando tanto al judaísmo como al cristianismo, de otorgarle al patriarcado sus bases doctrinales legitimatorias. Que Dios se represente y conciba como hombre les parecía prueba suficiente del desprecio hacia la mujer, cuya imagen era siempre sinónimo de tentación, curiosidad y pérdida del paraíso.

Actualmente coexisten dos corrientes: el “feminismo de la diferencia” que vitoria que “ser mujer es hermoso” (y mejor) porque el mundo femenino es contrario al poder y sus excesos; y el “feminismo de la igualdad”, que busca profundizar las igualdades legales, incluso apelando al método de la cuotificación. Los espacios conquistados en las últimas décadas hacen de ese feminismo el más extendido y exitoso, aún cuando resta mucho por igualar y por aliviar. Es a ese feminismo de la igualdad que debe adjudicársele la nueva conquista: la obispo de caravanas, oficiando ante el altar.

Sin embargo, la noticia también obliga a mirar hacia adelante. No podrá la Iglesia Católica eludir el espejo que le ofrece la decisión de la Iglesia anglicana; ni podrá el mundo musulmán prolongar hasta el infinito ese magro sitial que le otorga a las mujeres, excluidas del paraíso, salvo para ser huríes de grandes ojos negros que le sirven a los varones bebidas que no embriagan. Los espacios de la fe, íntimos pero de rituales públicos, son y comportan poder.

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Ana Ribeiro

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