literatura norteamericana

Finalista del Booker Prize, este libro de cuentos de Brandon Taylor lo consagró como un autor ineludible.
Dos nuevas traducciones mercedes estramil La estampa de suicida en ciernes precede a Donald Antrim, escritor estadounidense nacido en 1958 en Sarasota, Florida. Por edad, comparte promoción con su admirado y admirador Jonathan Franzen, con Chris Offutt, Donald Ray Pollock, y con algunos un poco más jóvenes como Chuck Palahniuk, Dave Eggers, Bret Easton Ellis o David Foster Wallace, que sí se quitó de en medio. La biografía de Antrim —abordada varias veces en formato ficción y de costado— contabiliza algunos ingresos en hospitales psiquiátricos y un perfil altamente depresivo. Una memoria de eso atraviesa su último libro (One Friday in April: A Story of Suicide and Survival, 2021). Contabiliza también una familia de progenitores y parientes tóxicos, que irrumpe con un escenario afectivo devastador en el libro La vida después, escrito a propósito de la muerte en 2000 de Louanne Antrim, su madre, personaje tan vulnerable como nefasto. Llamar a su gata Zelda Fitzgerald, homenaje más etílico que literario, también da una idea de la atmósfera hogareña que vivió y reprodujo. En 1999 había muerto la abuela materna de Antrim, y la madre de él había dicho que al fin ahora viviría “su” vida. Contra esas declaraciones la vida suele tener ironías reservadas. Louanne enfermó de cáncer a los bronquios y murió al año siguiente. En esa instancia fue Antrim, dolido y aliviado, quien dijo una semana después que ahora sí él también viviría “su” vida. En realidad, lo dijo así: “Ahora voy a comprar una cama enorme y coger un poco y vivir mi vida”. Y salió a comprarla con la que era su novia de entonces. Pero no había cama que lo convenciera, las compraba y cancelaba las compras, o se las traían, discutía con los vendedores y las devolvía. Pagó siete mil dólares por un colchón, que es una manera como cualquier otra de pagar una culpa.
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Una colección valiosa mercedes estramil El escritor Benjamin Franklin Norris, nombre hiperpatriótico que redujo al más simple Frank Norris (1870-1902), comparte algunas características con otro autor del siglo XIX estadounidense, Stephen Crane. Ambos murieron jóvenes y escribieron mucho y bueno. La diferencia quizá estriba en que Crane ha sido revalorizado, en particular gracias al impresionante abordaje biográfico de Paul Auster —La llama inmortal de Stephen Crane— que solo menciona a Norris tres veces y es para citar palabras suyas sobre Crane. Los dos formaron parte de una corriente naturalista, con apego a las teorías de Darwin y una visión determinista de la vida. Esta colección de sus mejores relatos contiene catorce piezas que sintetizan el estilo de Norris: una preocupación por dar el tono de los personajes, un manejo brillante del lenguaje coloquial, sentido del humor y un trasfondo pesimista sobre la naturaleza del hombre. Incluye relatos de corte sobrenatural; vidas de cuatreros, pugilistas, alambradores; variaciones pseudo románticas sobre modalidades de conquista y/o explotación sexual; historias de corte social y crítica a diversas modalidades de depredación económica; y relatos metaliterarios que podrían leerse como profecías autocumplidas. En este renglón último destacan “Fuegos que se extinguen”, ambientado en California, donde un escritor principiante se mete a todo el mundo en el bolsillo (primero), es comparado con Stevenson y Kipling (después) y aborrecido y olvidado (al final); y “Su hermana”, historia de un periodista sin tema en la que el autor desliza un buen consejo: “No son las cosas que han ocurrido de verdad las que contribuyen a crear una buena ficción, sino aquellas que parecen reales”. La capacidad de Norris para mantener la tensión aventurera es notoria en relatos como “La doble personalidad de Slick Nick Dickerson” donde un grupo de marineros de avería se dedican al rescate y saqueo de barcos hundidos; o en “Informe de una muerte súbita” donde se cuenta el asedio hasta morir de unos jóvenes a manos de una pandilla fantasmal. Pero el relato que sobresale es de naturaleza crítica. En “El negocio del trigo” muestra a un granjero trabajador que lo pierde todo cuando el precio del trigo varía en la Bolsa, al albur de rencillas entre brokers, y sin que el trigo real tenga nada que ver. Sin salirse de la historia, Norris explica con claridad lo que pasa, y deja al lector en el punto que quiere: pensando. LOS MEJORES RELATOS, de Frank Norris. Gatopardo, 2018. Tr. de Ramón de España. Barcelona, 259 págs.
Cuentos norteamericanos lászló erdélyi Decir que los poderosos personajes de Chris Offutt —salidos del profundo Kentucky— son solo seres desclasados, brutales y sin ambiciones, o sea, un reflejo de la norteamérica fracasada que cayó del American Dream y votó a Trump, es quedarse corto. Porque son mucho más que eso. Hay obreros, sheriffs, boxeadores amateurs, camioneros y ex convictos salidos de ese Kentucky del que todos quieren irse, y de hecho se van, y al que al final vuelven en busca de algo que no saben bien qué es. Son seres comunes enfrentados a los problemas cotidianos, y a cuestiones de supervivencia. Gente que no tiene asegurado un ingreso, que debe luchar por él cada día, sin saber qué sucederá en la mañana siguiente. Parecen marginales, lejanos, y sin embargo nos atraen, nos perturban, porque no es gente tan diferente a nosotros. Eso logra Offutt con su narrativa dura, frontal, austera, brillante en sus evocaciones: destila al final un gusto amargo. Porque deja en evidencia nuestra propia vanidad. Lejos del bosque es el segundo libro de cuentos de Offutt, nacido en 1958 en Haldeman, Kentucky. Un lugar de rencillas familiares eternas y muchas armas, donde se muere por muy poco. Donde los vínculos son hostiles, aunque encierren cariño. Donde las oportunidades son pocas y disputadas. En el cuento que abre el libro, “Lejos del bosque”, un recién llegado a la familia es obligado a viajar días para buscar a un hermano político que está en un hospital, para encontrarlo muerto; en su retorno con el cadáver en la caja de la camioneta hay mucho de David Vann y su poderosa novela Sukkwan Island. El ex convicto de “Moscow, Idaho” se plantea cuestiones que exceden largamente su capacidad de comprensión; por ejemplo, aún no sabe “qué hacía falta para conservar su libertad”. El cuento “Todo inundado” instala el agua de lluvia como un elemento bíblico que saca a flote muchas miserias humanas. En “Prácticas de tiro” relata el vínculo entre padre e hijo en la montaña, un relación difícil, distante y hostil. El cuento que cierra el libro, “Gente recia”, deja en evidencia una cuestión existencial que atrapa y destruye a cierta Norteamérica: “Me quedé un rato pensando que el dinero te daba la libertad, pero tener que obtenerlo te la arrebataba”. La traducción de Javier Lucini es dura al principio, con españolismos molestos, pero luego se acomoda y no interfiere. LEJOS DEL BOSQUE, de Chris Offutt. Sajalín, 2021. Barcelona, 128 págs.
Cuentos Lejos del bosque es un breve volumen de cuentos —el segundo— del narrador norteamericano que está dando que hablar, y con justicia. Nacido en el pueblo minero de Haldeman, Kentucky, en 1958, Chris Offutt se expresa con una escritura seca, dura, retratando esos sitios de su tierra, ese Kentucky “de la parte de la que se va la gente”, donde los pobladores van armados sin saber por qué, y los odios familiares se trasmiten de generación en generación. Es la Norteamérica dura, profunda, sufriente, con personajes a la deriva, un lugar donde la violencia se vive con la mayor naturalidad. Es de los grandes de la literatura actual. (Sajalín Editores)
Cuentos del autor norteamericano mercedes estramil David James Poissant es un nombre nuevo en la narrativa estadounidense que cruza fronteras, y lo es desde su primer libro, El cielo de los animales, un título atractivo copiado de un poema homónimo que James Dickey publicó en 1962. Acaso Dickey tampoco es muy conocido por aquí, pero incluso tuvo un papel actoral en Deliverance (La violencia está en nosotros, 1973) de John Boorman. Citar la película no es casual. Poissant nació en 1979, es neoyorkino, pero criado en Georgia a partir de los siete años, en el marco de una familia modesta. Se define como demócrata y anti Trump al punto de no poder elegir pareja republicana. También se define como un “lector que escribe”, marcando prioridades que seguramente vayan cediendo, y a la hora de señalar gustos refiere tanto a grandes nombres (Raymond Carver, Alice Munro, Denis Johnson, Flannery O’Connor, Michael Cunningham) como a otros menos notorios (Rick Bass, Julie Orringer, Charles D’Ambrosio, Ron Rash, Nicholson Baker) de los que conviene tomar nota. Sus procesos de escritura son largos, tiene hasta ahora publicados este libro de relatos y la novela Vida de lago (2021), inspirada en uno de ellos. La primera característica formal a verificar en un libro de relatos es su cohesión, la necesidad o no de juntarlos para un resultado concreto. A menudo se trata de un rejunte de material, otras veces son conjuntos armados intencionalmente como una estructura con sentido. Es el caso de El cielo de los animales, por varias razones. Para empezar, el relato que abre (“El hombre lagarto”) se complementa de un modo extraordinario con el último. Dan Lawson es el narrador del primero. Está separado de su mujer desde que golpeó a su hijo al descubrir que era gay, estuvo preso, y trabaja en un restaurante gracias a su amigo Cam, un exalcohólico también separado y dueño de la tenencia de un hijo chico. El conflicto puntual sobreviene cuando Cam se entera de la muerte de su padre, con quien no se llevaba, y debe ir desde St. Petersburg hasta la casa de este, en Florida. Los amigos hacen ese viaje juntos y lo que cruzan en el camino y lo que encuentran en esa casa es el núcleo simbólico de lo que les ocurre por dentro. Cada detalle en Poissant es significativo, dice algo que modifica el conjunto. Un televisor sintonizado en un canal de guerra, un puñado de cartas devueltas sin abrir y un lagarto encadenado y herido son algo más que datos. El televisor se apaga, las cartas no se abren y el lagarto es liberado. La lección de que la recompostura —esa suerte de kintsugi emocional— debe llegar a tiempo, queda en el aire, sostenida, hasta configurarse como una maldición en el relato que cierra y da título al volumen, en el que es Dan quien cruza el país en busca de una reconciliación con su hijo enfermo de SIDA. El arco tensado entre estos relatos brillantes se sostiene con intermitencias a lo largo de los intermedios. Poissant alterna historias ingeniosas y menores (“100% Algodón”, “Knock Out”, “Lo que quiere el lobo”, “El bebé brilla”); textos crudos, correctos, sobre crisis vitales (“El fin de Aarón”, “El último de los grandes mamíferos terrestres”, “Cómo ayudar a tu marido a morir”, “James Dean y yo”); y piezas mayores donde los quebradizos lazos de pareja y de familia estallan. En este renglón están varias historias: la de Brig, un divorciado de treinta años seducido por una chica de diecisiete, Lily, a quien le falta un brazo (“La amputada”); la de Sam y Joy, padres mediocres de un chico superdotado que no aceptan haber comprado una idea falsa de felicidad (“Reembolso”); la de Mark, que visita en el día de Acción de Gracias a su hermano Joshua, sin perdonarle una falta grave del pasado (“Nudistas”); la de dos chicos que juegan a superhéroes y terminan traicionando la amistad frente a un imprevisto (“El niño que desaparece”); y la de Lisa y Richard, pareja en terapia desde que pierden a su beba por muerte súbita (“La geometría de la desesperación”), relato que será retomado con un salto en la ficción de treinta y cinco años en la novela Vida de lago, cuando Lisa y Richard se reúnan por última vez en la casa veraniega con sus hijos varones y aquella muerte lejana y otros secretos de familia cobren su precio. ¿Qué convierte a estas historias de perdedores y pecadores, siempre al borde del colapso económico y afectivo, aderezadas por un zoológico permanente, real o imaginario (serpientes, hipopótamos, bisontes, gatos, ciervos, perros, lagartos, patos, abejas, etc.), en algo a la vez previsible y sorprendente? No hay otra explicación más que el modo en que están contadas. Poissant ha declarado que vive lo que en su país se denomina el “síndrome del impostor”, esa sensación de haber pasado a jugar en las grandes ligas sin merecerlo aún. Claro que no es una cuestión de volumen de trabajo, así que su paraguas debería ser guardado en el cajón de la falsa modestia. En este debut literario pone en cuestión un universo nutrido de temas que nunca pierden vigencia: agendas minoritarias, enfermedades, guerras, comunicación. Por ej. en los relatos de apertura y cierre la virilidad es un parteaguas doloroso y ni el padre obcecado ni el hijo gay logran salir de sus cotos privados y entender al otro. Tal vez solo los hermanos que protagonizan “Nudistas” logren cerrar con felicidad ese proceso de anagnórisis, expiación y redención que casi todos los personajes de Poissant atraviesan. La violencia está en todos, a veces implosionando y otras explícita: un accidente de auto, una violación, una pelea a golpes, un cáncer. Prisioneros de sus circunstancias, los personajes se revuelven, viajan, ejecutan cambios, aunque les pase como al Brig de “Amputada”: “para deshacerse del infierno había tenido que sacrificar el paraíso”. Al menos en los mejores relatos de El cielo de los animales, Poissant ha sabido conjugar la tensión permanente, el detalle significativo, la complejidad psicológica de los personajes, el manejo del tiempo (flashbacks y flashforwards en constante peloteo) y la variación de los escenarios de un modo certero. Sabe (lo ha dicho) que el escritor debe leerse a sí mismo como editor, no como enamorado de sus historias. Ha dejado que los personajes respiren y vayan a las profundidades, sin descuidar el lenguaje —tiene frases deslumbrantes y metáforas seductoras libres de resbalones preciosistas— y sin tirar línea ideológica, separándose de sus posturas personales aun sin traicionarlas, pero en el entendido de que no está escribiendo al servicio de ellas sino de la creación. EL CIELO DE LOS ANIMALES, de David James Poissant. Edhasa, 2016. Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc. Barcelona, 352 págs.
Hay que leer Porque ya en este libro debut David James Poissant sabe qué contar y cómo hacerlo. Las quince historias de este volumen sorprenden por sus anécdotas —fragmentos de vidas quebradas pero atractivas— y por el modo de ensamblar sus contenidos con un formidable manejo del lenguaje, las elipsis, los golpes de efecto y las atmósferas. Atraviesa el conjunto como un hilo conductor la presencia rara de los animales y el perfecto cierre zip que une el primer relato con el último. Heredero de la mejor literatura estadounidense, Poissant llega pisando fuerte y destaca como una voz fuerte de la narrativa actual. (Edhasa)
Hay que leer Porque Los mejores relatos es una excelente recopilación de material de un escritor olvidado del siglo XIX. Benjamin Franklin Norris (1870-1902) que dejó —antes de morir a los 32 años— un puñado de novelas y relatos de corte realista que m erecían otra suerte. Algunos de ellos se incluyen en este libro en el que circulan historias de soldados, fanáticos, asesinos, especuladores y manipuladores de toda especie, y también algunas viñetas románticas analizadas a la fría luz de la ironía. El estilo de Norris tiene concisión y expansión a partes iguales, y ambas seducen. (Gatopardo Ediciones)
Ensayo biográfico ramiro sanchiz La relación de Kurt Vonnegut con la ciencia ficción no fue sencilla, y se podría caracterizarla de “errática”; en algunas ocasiones parecía dispuesto a aceptar que su literatura guardaba alguna relación con el género, en otras más bien rechazaba la etiqueta y, aquí y allá, memorablemente, nos dio las historias de Kilgore Trout, ese magnífico escritor cienciaficcionero inspirado en el enorme Theodore Sturgeon. Es un hecho, a la vez, que no pocas de las novelas de Kurt Vonnegut Jr. han dejado su estela en el mundo de la ciencia ficción; quizá el caso sea más evidente todavía en español, ya que Galápagos y Las sirenas de Titán, dos de los libros con más ciencia ficción de Vonegut, fueron publicados por Minotauro, la editorial más influyente en relación al potencial literario de la ciencia ficción en nuestra lengua. En cierto sentido, Los hermanos Vonnegut: Ciencia y ficción en la casa de la magia intenta resolver esa paradoja. Vonnegut, entendemos de sus páginas, siempre se sintió atraído hacia el mundo de la ciencia y los dilemas morales que suscita la tecnología, cosa que lo movió a hacerse, al modo de la ficción especulativa, esas preguntas incómodas que muchos científicos prefieren esquivar. Sin convertirse en una biografía completa (porque refiere sólo a lo que podríamos llamar los años de aprendizaje), el libro de Ginger Strand lee a Vonnegut en modo humanista, y lo presenta como un convencido de que la tecnología y la ciencia se dan en términos de una alteridad fundamental a lo humano y, por tanto, se convierten en una fuente de alienación al ser adoradas indiscriminadamente. Strand empatiza y simpatiza con esta visión, e intenta contagiarla al lector, pero aquí y allá su exposición roza el clisé o la caricatura del humanismo más ingenuo y simplón.
Clásico estadounidense ramiro sanchiz Con la llegada a librerías de una nueva traducción de la novela Confesiones de un artista de mierda de Philip K. Dick (1928-1982), cabe pensar en posibles puertas de entrada a su obra para el lector nuevo de ciencia ficción. Entre 1951, año en que publicó su primer cuento, y 1963, cuando obtuvo el prestigioso premio Hugo por su novela El hombre en el castillo, Dick escribió veintidós novelas de las cuales doce fueron publicadas en diversas colecciones especializadas en ciencia ficción, siete fueron editadas póstumamente y tres se perdieron. A la vez, en esos años publicó 85 cuentos, veinte de los cuales fueron reunidos en sus dos primeras colecciones de relatos, A handful of darkness, de 1955, y The variable man, de 1957. Si se piensa en estos años como los de su etapa de formación, es fácil ver lo que ahora se consideran temas eminentemente “dickianos”; por ejemplo, en Lotería solar (1955) aparecen los poderes psíquicos empleados por gobiernos totalitarios para dominar a la población, y en Tiempo desarticulado (1959) las realidades simuladas. Del mismo modo, cuentos como “Humano es” (1955) y “La segunda variedad” (1953) proponen androides indistinguibles a simple vista de los seres humanos (al igual que en la posterior ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de 1968, que Ridley Scott llevara al cine como Blade Runner). Una lectura exhaustiva de las novelas y los cuentos pone en evidencia que Dick está haciendo uso de virtualmente todos los tópicos trabajados por la ciencia ficción de su tiempo, como si tomara al género por un lenguaje y se propusiera experimentar con su gramática, o como si su abordaje fuera un hackeo al ADN del género. La crítica posterior encontró ecos de escritores específicos, pero a la vez parece claro que en la vertiginosa máquina de escribir dickiana todo lo dicho por la ciencia ficción precedente fue remixado y resignificado, en un proceso que arrojó obras maestras como Ubik (1968), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1964) y Tiempo de Marte (1964), por citar apenas tres novelas de la década de 1960 que establecieron a su autor como uno de los escritores de ciencia ficción que más permeó la cultura pop y, de paso, el trabajo de los académicos. Sin embargo, entre 1951 y 1963 Dick no se sintió jamás satisfecho ni con sus experimentos literarios ni con el prestigio que iba construyendo lentamente en el mundo de la ciencia ficción. No porque despreciara al género (por el contrario, siempre disfrutó de su lectura) sino porque tenía otras ambiciones: quería convertirse en un escritor mainstream, y por esto entendía, naturalmente, ser un escritor realista. Entonces, mientras escribía y publicaba textos pulp con títulos como “Muñecos cósmicos” (1957) o “El señor Nave Espacial” (1953), se esforzaba a la vez por crear libros “literarios” concebidos desde una oposición —que el propio Dick daba por sentada— entre la literatura “seria” y las ficciones de género, o de entretenimiento barato. Y esa “seriedad” —esa noción dickiana tan idiosincrática como propia del sistema literario de su época— de lo que es o debe ser la “alta literatura”, lo lleva inexorablemente al realismo del tipo costumbrista, con historias de matrimonios en crisis, pueblos chicos, trabajos alienantes y gente un poco rara, un poco pintoresca, un poco insoportable. Son diez las novelas que escribe en esa clave (once si contamos Gather Yourselves Together, comenzada hacia 1948, es decir antes de los primeros intentos de escritura de cuentos de ciencia ficción), y todas ellas las envía a su agente, esperanzado. Pero pasa el tiempo y ninguna editorial se interesa; los rechazos van apilándose, y un día de 1962 el correo trae una caja con todos los manuscritos devueltos. “Impublicables”, es la sentencia de muerte de la agencia. Desilusionado, Dick ya no volverá a intentar la escritura de novelas “literarias”; tendrán que pasar, en cualquier caso, casi veinte años para que se aparte de su querida ciencia ficción, y la novela resultante —La transmigración de Timothy Archer, en la que sobrevive una suerte de vestigio sobrenatural pese a su apariencia realista— sólo se publicará pocos meses después de su muerte, en 1982. Dick —que fallecería en 1982— pasaría de ser un prolífico escritor de ciencia ficción con fama de inestable y excéntrico, a iniciar un camino que lo llevaría al éxito mainstream. Entre 2007 y 2009, por ejemplo, la serie Library of America (un emprendimiento editorial que establece el canon literario estadounidense), publicó 13 de sus novelas presentadas cronológicamente en tres tomos, los segundos de esa colección dedicados a un autor de ciencia ficción, a la vez que películas como Blade Runner y El vengador del futuro, basadas en textos suyos, pasarían a ser reconocidas como clásicos del cine de los ochenta y de la ciencia ficción audiovisual. Este reconocimiento póstumo, como cabía esperar, terminó por propiciar la publicación de aquellas novelas realistas rechazadas. Así, la última en aparecer fue Voices from the Street, en 2007, precedida por Gather Yourselves Together (1994), The Broken Bubble (1988), Mary and the Giant (1987), Humpty Dumpty in Oakland (1986), Puttering About in a Small Land (1985) y The Man Whose Teeth Were Exactly Alike (1984). La que falta, Confessions of a Crap Artist y que ahora llega como Confesiones de un artista de mierda (llevada al cine en 1992 por el director francés Jérôme Boivin, bajo el título Confessions d’un Barjo), fue publicada originalmente en 1975 y es, por tanto, la única de este ciclo de novelas realistas en no haber aparecido de manera póstuma. En castellano el panorama es algo complicado, y más si pensamos en la disponibilidad de algunos títulos. De las novelas realistas recién mencionadas, la primera en ser traducida a nuestra lengua fue Puttering About in a Small Land, publicada por la editorial Arcor en 1988 bajo el título Ir tirando; la segunda debió esperar hasta 1992, y se trató precisamente de Confesiones de un artista de mierda, que publicara la editorial Valdemar. Y eso fue todo, al menos hasta 2021, con la aparición de Mary y el gigante y La burbuja rota a cargo de la editorial Minotauro, junto a una nueva traducción de Confesiones de un artista de mierda, que retiene el título de la edición de Valdemar (lamentablemente, porque se trata de una opción poco feliz: más correcto habría sido Confesiones de un delirante, o quizá ...de un chanta) y, en el peculiar esquema de selección de textos distribuidos en Uruguay que ejerce el Grupo Planeta (dueños de Minotauro desde 2008), termina por ser la única de estas novelas en librerías montevideanas. Es interesante la manera en que Minotauro ha terminado por “apoderarse” de la obra de Dick. El catálogo “clásico” de esta editorial, es decir el que incluye los libros que publicó entre 1953 (cuando apareció la primera edición de Crónicas marcianas) y los primeros años de la década de 1990 (cuando el núcleo de la editorial ya había migrado de su sede histórica en Argentina a Barcelona), Dick es un notorio ausente. De hecho, sólo una de sus novelas, El hombre en el castillo, fue publicada por Minotauro en 1974: precisamente la que Dick escribiría en los últimos momentos de su proyecto literario-realista y, sin dudas, la más accesible entre sus obras maestras al lector que no frecuenta la ciencia ficción. Las grandes novelas “cienciaficcioneras” de Dick, entonces, fueron publicadas por sellos con menos pretensiones literarias: Ubik en la colección SuperFicción de la editorial Martínez Roca, Sueñan los androides con ovejas eléctricas en la colección Nebulae de la editorial Edhasa, o Una mirada a la oscuridad en la editorial Acervo. Basta con señalar que Dick no perteneció a la nómina de Minotauro, al igual que escritores también ausentes como Isaac Asimov y Harlan Ellison, por nombrar dos de los más clásicos o canónicos del género. Esto empieza a cambiar recién en 2001, con la publicación de Lotería solar y VALIS, seguidos al año siguiente por Ubik (1976, Martínez Roca) y en 2003 por Simulacra (1988, Martínez Roca), Los clanes de la luna alfana (1990, editorial Miraguano), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1979, Martínez Roca). Así, sucesivamente, el resto de la obra, con la excepción de algunas antologías de relatos vueltos redundantes por los volúmenes de Cuentos completos, casi todas las novelas realistas y algunos títulos aislados, como la hermosa Gestarescala —el mejor de los clásicos “menores” de Dick— y la póstuma Radio Libre Albemuth. Quien desee empezar a incursionar en Dick haría bien en leer la novela El hombre en el castillo. Más allá de su descollante ambientación ucrónica (o de historia alternativa), en la que se propone un mundo en el que Alemania y Japón ganaron la Segunda Guerra Mundial, la novela apenas comulga con ese ímpetu enciclopédico para con los tópicos del género que hace la obra dickiana y presenta en su lugar, en plan “realista”, las historias más o menos entrelazadas de un grupo de personajes que viven en una zona del territorio estadounidense controlada por los japoneses. A partir de esta novela, se puede seguir con La penúltima verdad, Una mirada a la oscuridad y Sueñan los androides con ovejas eléctricas como transición hacia el núcleo duro compuesto por los títulos más radicales y desafiantes: Ubik, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Fluyan mis lágrimas dijo el policía y VALIS. A su vez, con las novelas realistas de 1951-1962, el consenso de la crítica no les fue del todo favorable. Por ejemplo, en el libro Idios Kosmos: Claves para Philip K. Dick (1990) —uno de los primeros textos dedicados a Dick escritos en castellano—, el filósofo y crítico argentino Pablo Capanna describe a estas novelas como “verbosas y extensas, excesivamente detallistas y carentes del humor que caracterizaría a la obra madura de Dick”. Más allá del juicio de valor, vale la pena acometer su lectura, en particular si ya se ha pasado por los títulos más importantes de su bibliografía. Confesiones de un artista de mierda es la mejor opción para empezar. En esta novela, más allá de su relato de la ruptura trágica de una pareja, y del interesante uso estructural de narradores múltiples (tres de ellos protagonistas, uno en tercera persona omnisciente), el trabajo sobre uno de los personajes —Jack Isidore, cuya narración abre el libro— es particularmente atractivo, en buena medida porque de alguna manera parece ofrecer una forma embrionaria de lo que se encuentra en las posteriores VALIS y Una mirada a la oscuridad, con sus personajes delirantes capaces de opinar sobre mecánica cuántica y cerámica minoica con la misma soltura y la misma ridiculez. Isidore cree en la tierra hueca habitada por monstruosos hombres-topo, en el “peso de la luz” y en teorías conspirativas sobre la Segunda Guerra Mundial, todo registrado minuciosamente en los cuadernos “científicos” que compilan sus “investigaciones”. Es tentador comparar este impulso investigador autodidacta, y de escritura desaforada, con los proyectos filosóficos de uno de los narradores de VALIS, por ejemplo, en una suerte de nexo entre una zona primitiva de la obra dickiana y su etapa tardía. Esto no quiere decir que el único interés que pueda tener Confesiones de un artista de mierda en particular, o el ciclo de novelas realistas en general, sea el de ofrecer pequeños destellos de lo que Dick haría mejor o de manera más fascinante en libros posteriores. En definitiva, quien se asome a Confesiones… sin tener mayor idea de quién es Philip K. Dick o qué escribió en su vertiginosa trayectoria literaria, encontrará una novela algo morosa, muy consciente de sí misma y bastante misógina, cuyo tema principal podría ser el daño infligido sobre algunos hombres por mujeres a las que otros hombres infligieron daños comparables o quizá peores; en esa línea digamos “de género”, la novela recurre a lugares comunes de representación de lo masculino y lo femenino en su tiempo y lugar, con mujeres obsesionadas con la masculinidad de sus maridos o sus amantes y, de paso, hombres incapaces de lidiar con mujeres a las que sienten como una amenaza a sus privilegios de masculinidad. En medio de este “realismo”, las obsesiones conspiranoicas de Jack Isidore parecen delatar a una ciencia ficción delirante que intenta abrirse camino, y quizá en esa línea de lectura metaliteraria se esconda la más íntima tensión dramática de la novela: un libro escrito, acaso, contra la desbordante imaginación especulativa de su autor. CONFESIONES DE UN ARTISTA DE MIERDA, de Philip K. Dick. Minotauro, 2021. Barcelona, 294 páginas. Traducción de Juan Pascual Martínez Fernández.