Luego de un 2022 magro en términos de empleo, el mercado laboral parece haber recuperado cierto dinamismo en los últimos meses. En tendencia-ciclo, la tasa de empleo aumentó del 56,9% en setiembre 2022 al 57,7% en abril 2023. Simultáneamente, personas que previamente no buscaban trabajo (eran inactivos y no desocupados) ingresaron al mercado laboral y con ello, la tasa de actividad alcanzó el 63,0%, máximo desde 2017. En este contexto, si bien la tasa de desempleo pasó de 7,7% a 8,8% en el último año, ello no necesariamente refleja un deterioro del mercado. No es lo mismo un aumento del desempleo derivado de una caída de los ocupados, que como resultado de un incremento en el número de personas que busca trabajar (y que previamente no).
Los cambios en la tasa de actividad suelen matizar los impactos en el desempleo. Por ejemplo, entre 2014 y 2019 la tasa de empleo cayó a 56,7% y el desempleo alcanzó el 8,9%. Si la tasa de actividad no hubiese caído, producto de que parte de la población dejó de buscar empleo (desalentados), el desempleo hubiese alcanzado el 12,4%. Algo similar ocurrió durante la pandemia, con la misma población activa que en 2014, la tasa de desempleo hubiese rondado el 16%.
No es sencillo encontrar fundamentos detrás de los movimientos en la tasa de actividad, pero no necesariamente un aumento es un síntoma negativo. Ello puede reflejar una combinación de: i) personas desalentadas que ahora ven más probable conseguir un empleo (porque las condiciones mejoraron) y comienzan a buscarlo; ii) un aumento en la demanda de empleo porque el costo de oportunidad de no trabajar es, en el margen, mayor ante un aumento del salario real (+2,7% en el último año). Lo opuesto también es válido, caídas en la tasa de actividad suelen ocurrir en períodos de mal desempeño del empleo (2015-19 y 2020-21). No parece probable que el aumento en el número de personas que buscan empleo se deba a un deterioro en los ingresos de los hogares, que en términos reales aumentaron un 1,1% en el primer trimestre.
Superado en gran medida el impacto negativo generado por la pandemia, el desafío del mercado laboral continúa siendo la baja productividad —y por tanto el salario— de buena parte de la fuerza laboral. Si se excluye al 25% de los hogares de mayores ingresos, solamente una de cada seis personas contaba con estudios terciarios o técnicos en 2019. Según el Instituto Cuesta Duarte, el 35% de los trabajadores con salario más bajo no alcanzaba los $25.000 y un 23% tenía salarios entre $25.000 y $35.000. En el corto plazo podrá haber factores (cíclicos) que impulsen al alza el salario real, pero en el mediano plazo no hay atajos. No es posible aumentar el salario real de forma significativa si ello no viene acompañado de aumentos en la productividad.
En este contexto, ha resurgido el debate en torno a la reducción de la jornada laboral. Ello se apoya —razonablemente— en que una carga horaria inferior podría generar mejoras en el bienestar de los trabajadores, y con ello en su productividad. Consecuentemente, aparece la discusión sobre si la reducción de la jornada debe ser acompañada por una reducción equivalente del salario o si éste debe mantenerse incambiado (lo que configuraría un aumento del salario por hora).
Para responder lo anterior es necesario contar con estimaciones robustas de la productividad en los diferentes sectores de la economía, algo que hoy no existe. Si un aumento del salario por hora no es acompañado por un incremento de la productividad de igual magnitud, dicho aumento terminará reflejado en los precios (si es posible trasladar el costo) o en una afectación de la actividad del sector (por ejemplo, si no es posible trasladar costos porque se compite con el resto del mundo). Adicionalmente, si el potencial aumento de la productividad no logra compensar la reducción de la jornada, ello supone reducir la oferta laboral y por tanto el PIB.
Pero incluso, asumiendo que ante una reducción de la jornada laboral del 10% es posible alcanzar una mejora en la productividad del 11,1% (que permitiría no reducir el salario original) ello requiere que esa persona no opte por trabajar más horas (en un segundo empleo) en busca de un ingreso mayor. De ocurrir, la “ganancia” de productividad generada por la mejora en el bienestar no ocurriría. En un mercado en donde 6 de cada 10 trabajadores cobran menos de $35.000, es posible que, ante una reducción en la carga horaria, buena parte de ellos opte por trabajar más horas para complementar su ingreso principal.
Un primer paso, en sectores en donde sea posible desarrollar estimaciones de la productividad que hoy no existen y así avanzar en la reducción de la jornada laboral sin generar distorsiones negativas, podría ser el de promover acuerdos de tipo flexible entre trabajadores y empresas para que éstos reduzcan o redistribuyan su carga horaria si lo desean. Esto es algo que hoy sucede (en sectores en donde la productividad es más alta), pero la legislación no lo permite. La potestad de realizarlos debería quedar en manos de acuerdos entre trabajadores y empresas, y no impuestos a todas las ramas por la negociación colectiva, corriendo el riesgo de no contemplar las heterogeneidades a la interna de los sectores.