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Opinión | Los gatos difuminados

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Washington Abdala

COLUMNA CABEZA DE TURCO

"Las gatas con sus crías no le tenían miedo a nadie". Por Washington Abdala.

Tenía 6 años, lo recuerdo muy bien porque era mi primer año viviendo en la que iba a ser mi tercera casa, situada en la calle Feliciano Rodríguez casi Francisco Soca. Si me alejaba una cuadra hacia Américo Ricaldoni, me topaba con la Asociación Cristiana Femenina. De chico, para ir hasta allí era como una excursión. Caminar una cuadra, solo, a los 6 años era como subir el Everest. En esa calle, además, me mordió un perro y allí aprendí lo que era una experiencia fea. Me dolió tanto y fue tal el susto que siempre quedé medio traumado con eso. Igual, casi estudié veterinaria hasta que vi un poquito de sangre de un canino y se me fue toda la vocación en un segundo. (Mi primer trabajo fue paseador de perros en el barrio).

Un día de verano, tomé valor y me animé a ir solo hasta el predio gigante de la Asociación Cristiana Femenina (hoy siguen unas canchas de tenis allí). Había, a su costado, un enorme depósito municipal de estatuas en reparación. Lo recuerdo perfectamente porque eran dos predios, uno el del club y el otro plagado de figuras. El asunto es que ese lugar estaba lleno de gatos: había gatos al por mayor y no quiero exagerar, pero eran decenas. Y siempre había gatas pariendo gatitos.

Ir a ese lugar, saltar unas barreras y meterse por la punta (exactamente al lado del club Tabaré) era una hazaña que hacíamos con mis amigos del barrio. Y allí, pasábamos meta llevar leche para los gatitos y jugar con los más diminutos. Por supuesto que me llevé alguno para mi casa y mis padres, así como entraba, lo devolvían a su lugar de origen de un periquete.

La cuestión es que me parecía raro que tantas decenas y decenas de gatos vivieran allí. En algún momento até cabos y advertí que los que cuidaban las estatuas también alimentaban a los gatos. Y pensé: qué suerte que tienen estos gatos de estar todos juntos, la pasan fenomenal, es como un lugar mágico donde los gatos son felices. Ese mundo gatuno era súper pacífico, para mí que estaban hechos a esa comunidad y hasta las gatas con sus crías no nos tenían miedo. A veces se producía un coro de maullidos al unísono, un poco alienante, digamos la verdad.

Lo que siempre me impresiona de los gatos -aún hoy- es la mirada con que se conectan con nosotros y esa forma de desplazarse misteriosa, casi perfecta en clave de simetría, sutileza y elegancia. Me llamaban la atención algunos gatos demasiado obesos y no captaba el sentido de la cosa. Gatos que viven en una especie de parque, comen bien -pensaba- de seguro estos cuidadores los alimentan demasiado y los gatos están como quedaba yo a las cinco de la tarde después del Vascolet y las galletitas Chiquilín.

La cuestión es que un día, jugando al fútbol en el cantero de la calle Américo Ricaldoni (porque era ideal para picaditos de cuatro contra cuatro), al cruzar la calle hacia el lugar de las estatuas y dirigirme a la esquina para trepar hacia mi casa, reparo en que se estaba haciendo un fueguito en una parrilla en la zona de las estatuas. Pensé en el típico asado, miré entre la vegetación que separaba a la calle y vi a tres individuos que estaban en los preparativos. Seguí de largo y al principio no presté mucha atención, pero el olor de cierta madera quemándose era tan potente que inmediatamente empecé con la boca a mover la lengua o algo así, lo típico que hacemos cuando sabemos que algo rico anda por la vuelta y que al degustarlo se precipitan esas secreciones.

Al principio no entendí. Lo que vi me quedó grabado para siempre como algo que no creía que estaba sucediendo: era un gato, despellejado, y abierto, sin cabeza dispuesto en la parrilla. Volví a mirar y les pregunté a los de la barra si lo que estaban viendo era “eso”. Asintieron. Nadie habló. El silencio se apoderó de nosotros, subimos por la cuadra con nuestros pantalones cortitos, sin hablar una palabra. Pasaron varios años para que pudiéramos volver al lugar. Ya no había gatos. No había estatuas. Solo estaban las canchas de tenis y una de fútbol cinco.

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