Viaje por un palacio casi irreal

La Alhambra entre el agua, la luz, la poesía y el cielo: un palacio mágico, misterioso y milenario

Visitarla produce en el turista un estado de gracia difícil de definir

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Patio de los Leones, la Alhambra, Granada, España
(foto László Erdélyi)

por László Erdélyi
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Nada te prepara para lo que vas a ver. Ni los relatos de otros visitantes, ni los libros, fotos o pinturas. La Alhambra supera cualquier expectativa, y por eso, quizá, es una de las experiencias terrenales más absolutas y, a la vez, más inexplicables. Una donde el equilibro entre agua, poesía y cielo ocurre de forma mágica. Punto. Nada más que decir. Porque no hay palabras que lo puedan revelar.

Menos poético fue el trasiego para conseguir entradas. Es el monumento arqueológico más buscado de España, y apenas pudimos, con dos meses de antelación, conseguir para las 8:30 de la mañana de un frío día de diciembre, estar a las seis de la mañana en pie, a las siete apurando un cortado y un croissant en un café de la ciudad vieja de Granada, todavía en plena noche —los días en invierno son muy cortos. Luego llegar a la cima del complejo arqueológico, solo posible en dos taxis o Uber, pues éramos cinco. La opción de subir a pie implicaba media hora a oscuras, y con temperaturas heladas, casi de cero grado. Descartado.

La llegada a la cima fue caótica, por los cientos de turistas, taxis y ómnibus de excursión. El grupo quedó partido: uno bajó en la entrada de los palacios Nazaríes, y el otro en la entrada general. Debimos caminar unos 20 minutos para reunirnos en una semi oscuridad, ya que las luces artificiales del complejo se iban apagando y la luz del día era apenas una sombra, aunque ya se vislumbraba a la distancia la blancura de la Sierra Nevada. El trato de los funcionarios, siempre amable, permitió llegar en hora a los palacios Nazaríes, primer punto de ingreso, y el más requerido de todo el complejo. En el camino sorprendieron varios controles que exigían el pasaporte. En España no hay anonimato. Siempre saben quién eres, en qué asiento de ómnibus o tren estás. Fueron días, además, de Alerta Antiterrorista Nivel 4 (rojo), y los guardiaciviles ya no exhibían solo pistolas, también largos fusiles automáticos.

Viajar es hermoso, pero tiene una cuota de imprevistos, cansancio y alguna gripe incipiente, lo mismo que sufrieron todos los visitantes desde el siglo X cuando los musulmanes iniciaron la construcción. Pero las incomodidades pronto se olvidarían.

Fragilidad y humildad. Este cronista leyó mucho, pero le sirvió poco. Ninguna lectura te prepara para el impacto que provocan estos palacios en los sentidos. Albergaron a la última dinastía hispanomusulmana, desalojada por los reyes católicos en 1492; antes gobernaron allí veinticuatro sultanes. La experiencia es tan subjetiva, interior, y a la vez tan intensa en lo visual y sonoro, que abruma.

Toda la geometría y los versos en árabe que forman los techos y paredes trasmiten paz y sabiduría, aunque no se entiendan. Las formas equilibradas de esas grafías invaden con una armonía que fluye, austera, igual que los dibujos geométricos que las acompañan. El conjunto tiene un equilibrio perfecto, meditado, sutil. No hay forma de escapar de ellos. Elaborados en yeso, también trasmiten fragilidad, y eso hace que la experiencia sea más intensa pues intuimos su debilidad estructural frente a los elementos y el paso del tiempo. Lo otro que subyuga es el agua, la de las piletas centrales de los patios que reflejan edificaciones enteras, como espejo, o la que corre por canaletas en los patios, como la de los leones, aportando paz a los sentidos y una armonía sonora inexplicable. Pero no es una paz cualquiera, sino una profunda, musical, de húmedo retorno al útero materno, el lugar cálido, protegido. Y también las luces y las sombras. Se instala un equilibrio entre luz y oscuridad, entre lo que se puede ver y lo que se oculta, con un énfasis intenso en proteger la intimidad. Equilibrio. Esa es la palabra que martillea al salir de esos palacios, sin salir del asombro. ¿Acaso no somos eso, una búsqueda constante e infructuosa del equilibrio, uno que permita vivir más y mejor, en paz y en armonía con lo que rodea, sobre todo con nuestros afectos? No sabemos qué arquitectos la construyeron. Lo que sí sabemos es que lograron algo mágico, un diálogo entre agua, luz, poesía y cielo, pero con materiales humildes y sencillos que nada exigen.

Carlos V, tras conquistarlo, se hizo construir allí un palacio que el público puede visitar —sin tanto entusiasmo como en los palacios Nazaríes— y diversas administraciones españolas llevaron adelante, no siempre con ganas, una preservación de los muchos edificios y jardines de la Alhambra. A veces con tino, otras veces al borde del desastre, eliminando construcciones. Al turista común le lleva poco más de tres horas recorrer todo el complejo; entenderlo, mucho más. Este cronista tenía firmes sospechas de las historias que impusieron, por ejemplo, los cronistas románticos como el norteamericano Washington Irving. Publicó sus Cuentos de La Alhambra en 1832 —el libro se encuentra en las tiendas para turistas de Granada. Son leyendas de amores, odios y traiciones, matizadas por observaciones directas y gruesos errores históricos.

El equilibrio llegó con el libro de Manuel Mateo Pérez, La Alhambra, con ilustraciones de Aixa Portero. Publicado en 2022, y premiado como uno de los mejor editados en España por el Ministerio de Cultura y Deporte (el premio se justificó afirmando que valora el “juego de diálogo con el lector”), no es una guía de viaje tradicional, sino una que apela a los poetas, músicos, pintores y alhambrólogos de todas las épocas para develar el misterio. (“alhambrólogos”... notable)

Más que una crónica. No fue fácil encontrarlo. La pequeña editorial que lo publica, Tintablanca, parece estar al margen de la gran distribución. Recorro librerías en Sevilla, y nada. Internet ayuda a descubrir ejemplares únicos en librerías de Madrid, y la búsqueda da sus frutos en la FNAC Callao. Es un precioso libro objeto en tapas duras, con papel de buen gramaje que atrae el tacto, y que incluye hojas en blanco con renglones para notas al final de cada capítulo a modo “Cuaderno de viaje”, como también un “Cuaderno de dibujo” al cierre, con hojas blancas, pesadas, para quien se anima a bocetar. Las ilustraciones de Aixa Portero, en ese contexto, parecen tener vida propia, vibran.

Pero lo que importa es la escritura, una que Pérez ha elevado a algo más que crónica de viaje. Atrae su honestidad, su cautela, una que le evita caer en la pavada metafísica o el elogio que linda con el ridículo. Es eso que él llama “El veneno de la Alhambra”: “Todos, en mayor o menor medida, hemos caído en la tentación de saborearlo, porque la Alhambra es un espacio que se presta a la fantasía, a la apresurada sentencia, a la narración sin fundamento. Observamos un portillo cerrado e imaginamos que tras él se esconde el tesoro que Washington Irving buscó sin desmayo. Miramos una de las ventanas de las algorfas del palacio de Arrayanes y queremos ver tras ella a una de las esposas del sultán confabulando con otra de sus favoritas por la atención hacia su hijo (...). El ‘Veneno de la Alhambra’ es tratar de reconstruir la historia del monumento sin solidez académica ni fundamento documental”.

Entonces, en modo viaje, inicia una indagación, recoge datos, impresiones propias y ajenas, o se hace preguntas buscando armar algo que se parece a una verdad. Y se lo cuenta al lector, como susurrando al oído. “Allí donde la historia no llega las artes nos ayudan a aproximarnos a los sentimientos que padecen los hombres”. La pintura, por ejemplo, intentó describir que sintió Boabdil, el último sultán, cuando debió abandonar la Alhambra tras caer en manos de los reyes católicos, aunque sospechamos de esas imágenes realizadas por artistas cristianos. O la poesía impresa en las paredes del complejo. Son los versos de Ibn al-Jatib, de Ibn Jaldún, o de Ibn Zarmak, que ya promediando el año 1300 planteaba cuestiones existenciales muy actuales: “piensa Occidente cree que en mí está el Oriente”. El “otro”, siempre un problema. Allí el mundo musulmán y el cristiano conviven de diversas formas, como en su arquitectura, “un modo de demostrarnos hasta qué punto las culturas pueden ser próximas y antagónicas a la vez” escribe Pérez. Buena señal para esta época donde reinan los estereotipos, esos espejos mentirosos con los cuales se miran cristianos, judíos y musulmanes.

Así, Occidente se dejó embelezar por ese legado y su arte, que se instala en un límite difuso entre fantasía y realidad. Los que allí indagaron con mayor precisión fueron los poetas, como el dúo Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca. El primero le dedicó a la hermana menor de Federico, Isabelita García Lorca, el largo romance “Generalife” y otros textos reunidos en Olvidos de Granada. Federico, a su vez, dejaría para la posteridad poemas iconicos y también fotos suyas muy conocidas, alguna en el Patio de Comares.

La Alhambra también sedujo a Matisse que llegó al monumento un frío día de diciembre, como este cronista. Confesaría que sus formas y geometrías lo marcarían, aunque Pérez cree que se equivocó, pues Matisse insistió en ver a la Alhambra “como simple telón decorativo, en contemplarlo tan solo como bodegón o naturaleza muerta, como filigrana inerte, como ornato mudo”. Pérez cree que pocos pintores, entre ellos Sorolla, lograron acercarse al alma del monumento. Y en un ejercicio provocador juega con la idea de qué pensaría Picasso, el eterno rival de Matisse, ese artista vehemente, abrasador. Y se pregunta, y le preguntaría a Picasso, si la piedra, un paisaje, un patio, un jardín o un torreón, pueden trasmitir emociones.

En otro registro el músico y compositor Manuel de Falla también exploró el misterio. El joven García Lorca, consciente de su superior sensibilidad, lo llevó, y allí, y también por otros lugares de Granada, buscaron comprender la magia, nunca en forma directa sino oblicua, fugaz, inesperada. “La felicidad es la aspiración de los estúpidos. Pero esos fugaces chispazos en los que uno cree encontrarla construyen el sentido de toda biografía” acota Pérez. Cuando lo desplaza la brutalidad de la Guerra Civil, Falla, en su exilio argentino, recuerda esos momentos de felicidad, o rememora aquellos años cuando envió una postal de la famosa puerta del Vino, atribuida al sultán Muhammad III, a su amigo Claude Debussy, y éste le respondió con la partitura del preludio para piano inspirado en esa puerta.

“Hoy, tanto tiempo después” escribe Pérez, “la Alhambra es memoria del último reino hispanomusulmán, síntesis del arte andalusí más elevado, libro de historia, tratado de arquitectura, códice literario, música hecha con notas de agua. Pero esa certeza tangible hay veces que se nos antoja un espejismo, una alucinación, el fantasma escurridizo de quien ya no la habita. Y es entonces cuando el monumento, pese a su aparente irrealidad, se nos antoja más verdadero”. Ese efecto mágico fue el que, según Mariano Arana, marcó al arquitecto uruguayo Julio Vilamajó, en particular en detalles de obras como la Facultad de Ingeniería o la casa familiar de la avenida Sarmiento, ambas en Montevideo. Qué misterio lo llevó a trasladar esos significados a decenas de miles de kilómetros a un pequeño país de otro hemisferio. No se sabe. Pero quizá, como Manuel de Falla, Vilamajó solo quiso rendir homenaje a esos breves momentos de felicidad que hacen verdadera a la Alhambra.

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La Alhambra, ilustración de Aixa Portero (en el libro La Alhambra, de Manuel Mateo Pérez)

La Alhambra con cable a tierra

Para quien ama los libros y los viajes, descubrir que hay una cofradía que ama lo mismo en un pequeño rincón de la industria editorial llamado Tintablanca, es un motivo de alegría. Pero La Alhambra, más allá de ser un libro precioso, deja en estado de alerta. Es tal el estado de gracia que provoca La Alhambra que muchos deliran, escriben mala poesía o dicen disparates. En este sentido el libro de Manuel Mateo Pérez está escrito desde una franqueza poco común. Es un cable a tierra.

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Patio de los Leones, la Alhambra
(foto László Erdélyi)
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La Alhambra
(foto L.E.)
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La Alhambra
(foto L.E.)

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