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El golazo de las tablets

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Se entregaron las primeras 1.000 tablets a pasivos. En un par de años se prevé que alcancen al conjunto mayoritario de los jubilados que son los que cobran menos de $ 24.000 al mes. Vázquez cumple así su promesa de campaña. Pero, además, seremos protagonistas de una revolución social tranquila.

Se entregaron las primeras 1.000 tablets a pasivos. En un par de años se prevé que alcancen al conjunto mayoritario de los jubilados que son los que cobran menos de $ 24.000 al mes. Vázquez cumple así su promesa de campaña. Pero, además, seremos protagonistas de una revolución social tranquila.

Están todos los cambios cotidianos que traerán las tablets con conexión a Internet, desde la cercanía y comodidad de servicios mucho más accesibles, hasta los nuevos vínculos familiares y sociales que permiten la red. Los ejemplos son muy numerosos: evitar colas para sacar número con médico de la mutualista, disponer del mundo de servicios audiovisuales más actual como YouTube o Netflix, mejorar la calidad y cantidad de información de generaciones habituadas a la lectura de libros y diarios que ahora estarán en pantalla, conectarse vía skipe con familiares que ya no viven cerca, y una larga lista de etcéteras que se sumarán a medida que se universalice el servicio y se verifiquen nuevas prácticas.

Pero además hay algo tan o más importante que todo esto (que de por sí no es poco) y que atañe al campo de lo simbólico. La genialidad política del Plan Ibirapitá pasa por el otorgamiento gratuito de un servicio de parte del Estado a quienes, de otra forma, les sería imposible acceder a esta tecnología. Las tablets no llegan a cambio de alguna obligación económica o social. Se accede a ellas por derecho, por el mero hecho de ser jubilado y no tener buenos ingresos.

Con el Plan Ibirapitá se logra un beneficio cotidiano antes inimaginable, se organiza una solución igualitaria y colectiva que evita tener que responsabilizarse individualmente por las virtudes o defectos del bien adquirido, y se cumple con la función simbólica de poner al país a la vanguardia mundial en temas que hacen a la modernidad. Para una cultura social y política como la nuestra, que define un papel tan central para el Estado y que respira tan oronda el clientelismo, ¿qué medida más satisfactoria se puede pedir?

Alguien podrá decir que, en realidad, lo mejor sería que los recursos públicos fueran a aumentar las jubilaciones más bajas. Pero eso sería mucho más costoso que este Plan Ibirapitá que tiene la virtud de ratificar esa cultura que espera, en diversos órdenes de la vida, que las soluciones vengan siempre del Estado. Las tablets generarán orgullo colectivo, sentido de pertenencia y satisfacción por las mejoras obtenidas. Como con el Plan Ceibal, la izquierda podrá legítimamente reivindicar para sí una iniciativa que beneficia a los que menos tienen, pero que además traduce a los nuevos tiempos el viejo espíritu nacional que obliga al Estado a ser el escudo de los más débiles.

En este esquema, el objeto concreto tablet, como antes la ceibalita, estará siempre a la vista para poder comprobar, satisfechos, que las cosas van mejorando. Alguien podrá señalar en la discusión política que las ceibalitas no mejoraron la calidad de aprendizaje y que las pruebas PISA dan resultados horribles; o que el grupo de edad más vulnerable no está formado por los adultos mayores sino que lo integran, notoriamente, los jóvenes de clases populares que permanecen relegados. Y tendrá razón.

Pero quien se arriesgue a manejar tales argumentos obtendrá la muy uruguaya respuesta de que se hace lo que se puede y de que así vamos bien. Porque la tablet es, también electoralmente, un golazo.

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Francisco Faig

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