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Gino Paoli, la certeza de la duda

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Gino Paoli

Pocas vidas resultan tan literarias como la suya. Sus romances fueron sonados, y varias de sus canciones son consideradas como la mejor música italiana de los 60.

Génova, ciudad portuaria, de la que antaño partían los emigrantes que buscaban una vida mejor en Estados Unidos o en Argentina, posee una geografía abrupta. Sus edificios se reparten en el irregular espacio que queda entre el mar y la montaña, salpicado de estrechos callejones en los que no entra el sol y caminos que bajan o suben de nivel inesperadamente. En los años sesenta, compositores de la talla de Fabrizio De André, Luigi Tenco, Umberto Bindi o el propio Gino Paoli fueron capaces de crear la canción de autor italiana en un escenario alejado del centralismo romano.

La casa del músico Gino Paoli (Monfalcone, 1934), una mansión dividida en cuatro plantas que fue comprando "piano, piano" a lo largo de su exitosa carrera musical y que ahora comparte con sus cuatro hijos y nietos, reposa sobre la ladera de la montaña, con vistas al Mediterráneo y a Portofino. En el luminoso salón, donde destaca el piano de cola sobre el que espera una partitura de Henry Mancini, el músico de ojos cristalinos fuma como un carretero a sus 82 años. Se declara lobo solitario, sin dios ni patrón. No concede entrevistas en Italia porque, sostiene, los periodistas lo han "masacrado", empeñados siempre en buscar chivos expiatorios. Antes de empezar a hablar, avisa de que carece de memoria tanto para los nombres como para las citas. En ningún caso para el discurso, lúcido e ¡imparable! De su agenda artística se ocupa Aldo Mercurio, su manager, y de la vida cotidiana, Paola, su esposa, que se retira a la siesta apenas arranca a hablar de su inmensa obra musical.

Canta desde los 26 años. Por la música abandonó un trabajo como diseñador publicitario y muchas horas dedicadas a la pintura y a la vida bohemia en una buhardilla diminuta, "fría e incómoda". En tres ocasiones dejó la música y otras tantas volvió. Ha grabado más de medio centenar de discos, pero se le ha reconocido sobre todo por sus canciones de amor. Los sentimientos y las emociones que producen, algo que personalmente siempre ha tratado de estimular. ¿Su secreto para no aburrir? No dar consejos. "El amor es como el aire, es la vida misma, un sentimiento capaz de generar a la vez atracción y repulsión. No es fácil escribir sobre ello. He tenido muchas mujeres, me casé tres veces, y sigo sabiendo muy poco sobre ellas", cuenta. Como ejemplo pone la relación con Paola, con la que, aclara, prácticamente le une el gusto por las patatas. "En lo demás somos completamente diferentes. Lo que funciona es tu amada enemiga. Me ha llevado mucho tiempo descubrirlo".

A ellas les ha dedicado buena parte de sus éxitos. Autor de canciones eternas como Sapore di sale (ganadora del Festival de San Remo en 1963), Senza fine (un vals que ha sido banda sonora de numerosas películas) e Il cielo in una stanza (estrenada por Mina y mutiversionada por artistas de referencia, hasta Carla Bruni la hizo suya), entre otras, su vida sigue unida a las palabras. Las ama y las odia con intensidad.

"Tengo un método para componer, pero siempre tiendo hacia las emociones, algo demasiado abstracto de describir. A cada palabra le corresponde un ritmo, cuando escribo es como si montara un puzle y para ello necesito la pieza adecuada. No compongo pensando en cómo satisfacer al público, prefiero crear frases emocionales que los estimulen, sin decirles lo que deben hacer. Parte de mi éxito, creo, radica en no haber exprimido del todo la intensidad. Tampoco me gusta plantear respuestas, sino preguntas. No podría ser de otra forma, mi única certeza es la duda".

Como compositor, el caso límite fue Il cielo in una stanza, dedicada a Ornella Vanoni, donde describe el orgasmo, "una sensación difícil de explicar porque es casi intangible". Y Sapore di sale, quizá su obra cumbre (alguna de sus estrofas aún sobreviven como grafitis callejeros en Génova), tiene que ver con ese discurso ambivalente. "Funciona como un imán donde la gente coloca sus recuerdos. La canción perfecta es esa en la que funciona la química".

Sapore di sale nació en 1963 en Sicilia, en una playa, antes de una actuación, en un instante de felicidad total. Entonces, todo en la vida de Paoli era provisionalidad, se sentía fuera del mundo. Un momento y una relación de tal intensidad que acabó meses después en un intento de suicidio, disparándose al corazón. Todavía conserva una esquirla de la bala que erró su trayectoria. "El suicidio es el único acto de la voluntad del hombre a través del cual se puede decidir sobre la vida". Suele repetir esas palabras como justificación de un arrebato sentimental que quiere dejar en el olvido, un poco como una pieza breve de la crónica de sucesos de una vida intensa.

Maestro en salirse por la tangente, deja el suicido para comparar la influencia de la canción que inspiró ese sentimiento de felicidad con otro tema eterno: Garota de Ipanema, otra forma de ponerle música al mismo instante vital, inmortalizada por su amigo Vinicius de Moraes: "¡Ah, Vinicius! Éramos amigos, teníamos dos cosas en común, el whisky de Malta y las donnas".

Pero no solo la bossa nova, el son o la salsa se cuentan entre las influencias de este artista de origen ligurio. En su cabecera musical ocupan un lugar destacado franceses como Brassens ("su influencia después de la guerra fue total") o Ferré, y aunque su inspiración sea bastante posterior, también Joan Manuel Serrat figura en un lugar estelar. "Me lo recomendó un cantautor yugoslavo. Decía que teníamos una visión poética parecida. Yo no lo conocía, pero a la vuelta a Italia, cuando escuché Balada de otoño, quedé fascinado". La relación todavía se mantiene y Mediterráneo de Serrat forma parte aún de su repertorio.

¿Por qué perviven las canciones? "Porque le gustan a la gente y por su capacidad de adaptarse a los distintos géneros y ritmos hasta convertirse en clásicas. Es verdad que con el tiempo se van modificando y que hay muchas maneras de interpretarlas. Cuando canto, me gusta establecer un puente con el público".

Para los periodistas ha muerto y resucitado muchas veces. Ahora gira sus canciones acompañado de una orquesta o al estilo de jazz. Paoli recibió el 20 de julio, en Cartagena, el premio La Mar de Músicas a toda su carrera. En su retorno a esa ciudad no recurrió a ensayos eternos. Le basta con situarse en el escenario y escuchar las primeras notas para que todo fluya. Ahora no se plantea la retirada. "Me siento afortunado. Uno no puede dejar de ser artista, todavía disfruto en el escenario, es algo extraordinario aunque me cansan los viajes. No soporto la psicosis de seguridad de los aeropuertos y todo ese rollo creado en torno al miedo. Sobre el miedo se fundan la religión, la guerra y el matrimonio. Mi única regla es el honor", añade.

No le gusta cómo han cambiado las cosas en los últimos años en el ámbito de la música. "Mucho negocio y poca pasión. Empecé grabando discos de 45 RPM y si funcionaban hacíamos un long play; ahora prácticamente solo funcionan los fenómenos televisivos. La industria musical murió con Internet, y con ella, el derecho a la propiedad de las canciones y, en el camino, la identidad de las personas. Ya vivimos en la aldea global. Génova podría ser perfectamente Milán. ¡Que aburrido!".

Paoli no acepta tampoco las etiquetas, le gusta la obra de Céline y Ezra Pound. Lector voraz, cuando entra en una librería se molesta porque piensa en todo lo que le queda por leer y no le dará tiempo.

Conversador infatigable, Paoli sigue encendiendo cigarrillos rodeado de algunos de los cuadros que esbozó de joven, cuando soñaba con ser pintor. "Nunca he podido hacer dos cosas a la vez. Lo dejé para cantar y no me arrepiento, aunque todavía miro la vida en colores. Ahora el que pinta es mi hijo", dice señalando la obra que cuelga de las paredes, donde impera el fucsia, el negro y las vacas. Los firmados por el músico, retratos inquietantes y austeros, carecen de ese toque pop. Pero Paoli ya ni los mira, va camino de la terraza, donde crece un auténtico jardín con dos limoneros con frutos como para surtir de limonada a toda la barriada. 

Un breve pasaje por la vida política.

En las últimas elecciones regionales en Italia, votó a favor de Mateo Renzi porque dice que hay que hacer malabares para aguantar los embates de la crisis. "Hubo un momento en que derecha e izquierda tenían posiciones definidas; ahora no se diferencian tanto. Quizá en el sentido de Estado". Defensor a ultranza de la libertad como el valor de elegir, define la política como el arte del compromiso. Y rememora sin pasión su paso por ella. En 1987 se presentó a las elecciones como independiente de izquierdas y fue elegido diputado; lo dejó en 1992. Nunca aceptó del todo las reglas de la política. En el Parlamento, su sector le reprendió por aplaudir un discurso fascista. Y en su ciudad lo masacraron por ponerse la camiseta del Sampdoria, uno de los dos equipos de Génova, cuando ganó un campeonato.

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