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Sergio Blanco, o cómo atravesar la muerte de una madre con una obra que toma el duelo y construye belleza

En 2024, más de 50 versiones del obras del dramaturgo uruguayo Sergio Blanco se verán por el mundo. Ahora, mientras su estreno "Tierra" arrasa en el Sodre, devela los misterios de su nuevo éxito.

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Sergio Blanco.
Foto: Cortesía de Shownote Inc.

En una obra de Sergio Blanco, (casi) siempre hay esto: un prólogo, algunos actos, un epílogo; visuales, textos sobreimpresos, instrumentos, música, actores que nunca abandonan la escena, oraciones como “Es hermoso”, una anécdota personal que sostiene un tema universal, muchas preguntas, algunas respuestas. Y un mecanismo de goteo: las cosas pasan, pasan, pasan y, en un momento, el espectador está inundado de una emoción prístina, inexplicable.

Tierra, su última obra, cumple con esos requisitos. En clave de autoficción (mezcla de elementos autobiográficos y ficcionales), Blanco —dramaturgo y director uruguayo de reconocimiento intercontinental— aborda la muerte de su madre, la docente Liliana Ayestarán, pero también dialoga con el arte, con la forma de mirar. Es una obra sobre el duelo, o sobre aquello que hacemos con la ausencia.

Estrenada el jueves en la Sala Balzo del Auditorio Nacional del Sodre, agotó 11 funciones y acaba de agregar tres más, para este sábado a las 18.30 y lunes y martes a las 21.00; entradas en Tickantel. Protagonizan Andrea Davidovics, Soledad Frugone, Tomás Piñeiro y, en el rol de Blanco, Sebastián Serantes, ingreso de último minuto en sustitución de Gustavo Suárez, cuya salida se explicó “por decisiones personales y en acuerdo con la producción”.

Luego repondrá en abril y emprenderá una gira de dos años con fechas confirmadas en Europa y América Latina, y chances de ir a Asia. Blanco tiene la agenda encaminada hasta 2025: el año que viene se estrenarán, en el mundo, más de 50 versiones de sus obras; acompañará apenas un puñado.

A cinco días haber estrenado Tierra y a punto de volver a París, donde vive, Blanco charló con El País. Este es un extracto de la entrevista.

—¿Cuál es tu relación con la magia, con los magos?

—De niño me fascinaba la Epifanía, los Reyes Magos, esos seres que eran como el escalafón superior del mundo real e irreal: los Reyes, los que tienen el poder máximo de la tierra, y los magos, los que tienen el poder máximo en el más allá. La unión de esos mundos me resultaba maravillosa. Te diré que es mi primera entrada con la magia, pero no tengo un vínculo particular. Sí creo en las leyes de lo inexplicable.

—En algún momento, después de la función de Tierra, me puse a pensar que tu teatro es un poco como un acto de ilusionismo: el espectador está todo el tiempo intentando develar el truco, tratando de saber qué es verdad.

—Y me parece que el teatro, en parte, es eso. Que el teatro conecta con el mundo de los hechizos, de la magia, del truco. Creo que todo procedimiento teatral tiene algo de truco, y que lo que más seduce a cualquier espectador es ese vacilar que propone el acto teatral, donde confluye lo real y lo irreal. En ese famoso “ser o no ser” de Hamlet, yo estoy convencido de que lo que Hamlet quiere decir es “ser y no ser”: el teatro es eso. Entonces me interesa mucho invitar al espectador a estar todo el tiempo jugando entre lo que es verdad y lo que es mentira, como ante un acontecer del hechizo.

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Tomás Piñeiro en la obra "Tierra".
Foto: Nairí Aharonián

—¿Por qué en tus obras, en tus hechizos, elegís que los actores estén permanentemente en escena?

—Están siempre, sí. Eso acentúa esa dimensión de una presencia que está allí, pero que al mismo tiempo desaparece. Son cuerpos que están presentes, pero también ausentes. El trabajo del intérprete en el teatro es una carne que está aquí y ahora, pero en nombre de otra carne, que es ese personaje que van a representar. Y en eso es muy político el estatus del cuerpo: ¿qué es un cuerpo?, ¿qué es el cuerpo del otro? El cuerpo del espectador es el único cuerpo que es real y presente, y el del intérprete está siendo real e irreal al mismo tiempo. El personaje finalmente nunca está, es evocado por ese cuerpo; ahí volvemos al hechizo.

—Sebastián Serantes, quien aquí interpreta a Sergio Blanco, entró al elenco a último momento.

—Un mes antes del estreno.

—¿Cómo lidiaron con esa situación? ¿Te había pasado antes de tener que cambiar a uno de los actores, en este caso a Gustavo Suárez?

—Nunca me había pasado, fue una situación muy compleja, y hubo que lidiar con eso. Pero se logró porque había un equipo muy fuerte, de los otros acores, los diseñadores, la producción, y también por una persona como Sebastián. Solamente es posible con una persona con quien uno tiene mucha confianza, y con un gran actor con esa técnica, con esa solidez de poder puede empezar un trabajo y, en un mes, llegar a donde llegó.

—¿En qué momento del proceso de Tierra supiste que el personaje de tu madre no iba a estar en escena?

—Desde el principio. Quería lograr una presencia a la que se accedía por su ausencia, esa idea de que las ausencias se palpan. Cuando empecé a escribir esta obra —en enero del 2023— supe que iba a girar en torno a la figura de Liliana, pero que ella iba a aparecer por medio del recuerdo, de la evocación, de la memoria. Porque de alguna manera el duelo es eso: construir un vínculo con alguien que ya no está, desde otro lugar. Con zonas desgarradoras, pero también con zonas muy bellas. Porque el duelo es algo muy bello. No es algo que destruye: es algo que redibuja otra geometría vincular.

—¿La configuración del duelo como algo hermoso era algo que ya tenías hecho o tiene que ver directamente con tu madre?

—Es algo que ya tenía hecho. En 2019 perdí a un gran amigo, grande de los grandes, y fue el primer gran duelo que tuve que hacer en los últimos años. Y ya en aquel duelo empecé a experimentar que había algo bello. Que hay algo muy triste, muy desolador, pero que también hay una belleza. Quizás por esa necesidad mía de encontrar permanentemente la belleza y porque no hay que esperar que la belleza venga, sino que hay que ir a construirla. Todo puede ser bello, aún lo más terrible. De alguna manera, la muerte de ese amigo me preparó. Quizás esa es una bella definición de la amistad.

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La obra "Tierra" de Sergio Blanco.
Foto: Nairí Aharonián

—Tu madre era profesora de Literatura, vos sos escritor. ¿La palabra entre ustedes estuvo siempre presente?

—Sí. Cuando nací, mamá estaba pasando su tesis y me hablaba mucho en griego. La primera lengua que yo escuché fue griego antiguo y, de alguna manera, eso creó un vínculo muy fuerte entre nosotros. Sin lugar a dudas. Hay algo que dice la obra que es, para mí, una de las frases más desgarradoras y bellas: “Nunca hablé con mamá de Emily Dickinson. Daría la vida por poder hacerlo”. ¡Y eso es verdad! Cómo con mamá, con la que yo pasé 50 años de mi vida hablando de literatura, de poetas, de novelistas, de ensayistas, de dramaturgas, de dramaturgos; con la que nos veíamos mucho, venía todos los veranos a París, recorrimos el mundo entero viendo teatro, ópera, museos; compartíamos lecturas. ¿Cómo nunca hablamos de Emily Dickinson? Es algo extraño, y yo realmente daría la vida por sentarme con ella y que me hablara, porque era un placer oírla hablar. Y su lectura. Tenía una cosa extraordinaria Liliana: para ella, interpretar un texto era reconocer la cantidad de significados que tenía.

—¿De qué autores sí hablaron?

—De Sófocles, Dante, Shakespeare, Baudelaire, Vargas Llosa, Sor Juana Inés de la Cruz, Santa Teresa de Ávila y Onetti. Vivíamos hablando, leyendo, releyendo; quizás fue la persona que me enseñó a releer los textos. Creo que le debo muchísimo; creo que toda persona le debe muchísimo a su madre. A veces la sociedad en la que vivimos, que es tan patriarcal y tan machista y tan sexista, acentúa la figura paterna, y a la madre la llevamos a tema del cariño, de la ternura. Yo creo que todo está en las madres (sonríe), que el padre siempre está ausente de algo. Las madres son las que nos traen, las que nos contienen, las que nos paren, las que nos alimentan, las que nos cuidan, las que están, las que nos calman, las que nos enseñan, las que nos llevan a la escuela. Entonces creo que no hay persona en este mundo que no tenga una deuda muy grande, pero deuda en el sentido más bello, con las madres. Volvemos al principio: es un vínculo mágico, no responde; es una carne que sale de la carne. Y cuando uno pierde a su madre siente la desaparición de una contención absoluta. Se va algo, y queda una soledad profunda. Sabemos que nuestras madres nos protegen, aún a 13.000 kilómetros. Yo viví más tiempo lejos de mamá que cerca, pero sentía esa protección: un año antes de morir me seguía diciendo “por favor, cuidado al cruzar la calle”.

Yo creo que todo está en las madres, que el padre siempre está ausente de algo.

—Habías escrito El bramido de Düsseldorf, sobre la muerte de tu padre, con tu padre vivo. ¿Cómo reaccionaron tus padres a eso?

—Se divirtieron mucho. Tanto mi padre como mi madre tienen muy claro lo que es el campo de la ficción; saben que es una reproducción del mundo y que se crea una distancia del mundo, que no es el mundo. Eso en El bramido les permitió vivirlo con mucho humor, y lo mismo me pasó ahora con papá cuando tuvo que venir a ver este espectáculo, que era más delicado. Él me dijo una cosa hermosa: es tal el dolor de la muerte real que la reproducción del duelo no produce dolor. Creo que es una bella definición del arte, ¿no? Que por eso es tan importante: porque nos emociona desde una distancia en la cual no estamos involucrados. Muchas personas que salen de ver Tierra me escriben hablándome del llanto, y es hermoso.

—Porque es un llanto ligado a la belleza.

—Y porque el llanto puede ser eso. Zoo habla de eso: de que la lágrima no solamente es fruto del dolor, sino que también la belleza nos puede hacer llorar. Y realmente las experiencias más bellas que tuve en mi vida —y por eso yo proyectaba La primavera de Botticelli en Zoo, porque fue uno de los impactos estéticos más grandes que tuve en mi vida; como ver un espectáculo de Pina Bausch, o películas de Bergman, o leer algunas páginas de Delmira Agustini— me han llevado a las lágrimas. La belleza puede conmover. Estoy pensando en Muerte en Venecia de Thomas Mann, y cómo el personaje de Aschenbach, cuando mira a Tadzio, se emociona, y Visconti lo hace de forma muy sutil: se le corre la tintura del pelo. ¡Está hablando tanto esa imagen!

Tierra es, además, la primera vez que una obra tuya no aborda explícitamente la sexualidad. ¿Por qué tomaste esa decisión?

—Sin lugar a dudas. Hay una especie de ausencia total de sexualidad. Acá me interesaba más trabajar la erótica del duelo. Porque el sexo necesita de cuerpos, pero no la erótica. Y esto es psicoanalítico, muy freudiano de pronto, pero el vínculo con la madre, más que sexual es erótico; hay una especie de erótica de cuerpos que se encuentran, que se desean, que se ausentan, que se rebelan, que se distancian, y que creando esa distancia crecen. Entonces sí había una voluntad, pero se fue decantando en la propia escritura. Es lo que también construye una obra muy tierna. El espectáculo es muy tramposo: empieza con una canción violenta, y el trayecto es cómo llegar de ese “bad guy” (de la artista Billie Eilish), de esa violencia, a la ternura. Por eso es desconcertante el principio: porque la muerte es algo que te interrumpe. En la obra hay un reconectar con la vida entendiendo que, finalmente, nuestros muertos están y no están. Y no quieren que nos olvidemos de ellos. Y quizás un duelo es eso: no es olvidar a un muerto, sino hacerle un lugar en el mundo.

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