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Fiesta de la pobreza en Buenos Aires: así "revientan" su dinero los argentinos en bares y restoranes repletos

Argentina realiza hoy sus elecciones primarias en medio de un proceso inflacionario y pobreza. Pero también con un alza del consumo: mejor gastar el dinero ya porque mañana valdrá menos.

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Avenida Corrientes en Buenos Aires.
Avenida Corrientes en Buenos Aires.
Foto: AFP.

En Buenos Aires
De la puerta de Güerrín, pizzería ilustre de la avenida Corrientes cuyo horno mayor desde hace 90 años viene sacando grandes de muzzarella, sale una larga fila de personas que, se ve, la pizzería no puede albergar. La cola serpentea por la cuadra, hacia Talcahuano, durante unos treinta metros, quizás más. Adentro, la capacidad para 900 personas está colmada. Afuera, ninguna de las personas parece molesta por tener que esperar. Son las nueve de la noche de un sábado de agosto. Las pizzerías del lado, las de enfrente, las de la otra cuadra, están igual. Si uno cierra el zoom, el de la cámara y el de la mirada, lo que se deja ver es un hormigueo de consumo y salud presunta del mercado interno: mucha gente gastando su dinero. La Argentinaflorece. Hay noche. Y si hay noche, hay vida.

Pero.

El IPC, el Índice de Precios al Consumidor, es el número que registra el encarecimiento de los bienes y servicios que integran la canasta básica de las familias, como el precio de los alimentos, los costos de vivienda y arrendamiento, los de la salud, los servicios esenciales como agua, luz, gas. Y también el transporte. Bien, de mayo a junio, el IPC creció un seis por ciento, lo que termina acumulando, con respecto a junio de 2022, un total de 115 por ciento interanual. La conclusión es una catástrofe: la Argentina es dueña de la tercera inflación más alta del mundo, detrás de Zimbabue y Venezuela.

A dos cuadras de Güerrín, antes de llegar a Rodríguez Peña, otra hilera de gente se estira largamente sobre la avenida. Algunos vinieron para ver Me gusta, la comedia romántica protagonizada por Damián de Santo y Julieta Zylberberg. Otros, para ver a Soledad Silveyra en Pasta de estrellas. Estoy frente a la ancha boca del Paseo la Plaza, un complejo de salas teatrales que funciona también como pequeña capital del stand up porteño, y una muchedumbre me pasa de ida y de vuelta, con las entradas ya aseguradas o en busca de ellas. “Todos los sábados estalla de la misma forma”, dice Ariel, al otro lado del ventanuco de la boletería, y agrega: “Hay gente que llega contando el último billete porque, aunque no pueda, quiere entrar a una sala”.

—¿Cómo se ve todo desde atrás de ese vidrio?

—Yo veo gente literalmente chocándose entre sí.

—¿Cortás tickets frenéticamente?

—No todas las salas se llenan todos los días, pero el show de Luciano Mellera y Lucas Lauriente, por ejemplo, tiene todo agotado hasta septiembre.

Paseo La Plaza en Buenos Aires
Paseo La Plaza en Buenos Aires.
Foto: Alejandro Seselovsky.

Un proceso inflacionario a gran escala no hace sino, correlativamente, producir pobreza a gran escala. La licuación de los salarios reales y la depreciación de la moneda frente al incremento de los precios solo puede dejar un tendal de economías heridas, lo que queda violentamente retratado en los índices oficiales: en marzo pasado el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) informó que la pobreza había alcanzado al 39,2 por ciento de la población. Y la indigencia, al 8,1. Que cuatro de cada diez argentinos tengan problemas para completar su canasta básica de alimentos sumerge al país en una situación desesperada.

Papelitos.

¿Qué hace toda esta gente acá, entonces? ¿Por qué Luis Miguelestá haciendo diez funciones en el Movistar Arena de Villa Crespo y en pocas horas agotó las entradas para sus conciertos en Buenos Aires de 2024? ¿Cómo se entiende el alza del consumo en medio del empobrecimiento?

Un hincha del Corinthians se filma prendiéndole fuego a un billete argentino de mil pesos. Literalmente, está quemando un dólar con sesenta centavos. En el fútbol y en sus tribunas habita esa clase de verdad cruda, popular, que es la verdad de los que buscan herirse. Otros hinchas de otros clubes no han quemado el billete pero sí los han roto de manera flagrante y se filman dejando los pedacitos caer. Durante la campaña electoral por la presidencia de Brasil, Eduardo Bolsonaro, hijo del ahora expresidente, vino a Buenos Aires y —también— se grabó contando un gran fajo de billetes argentinos antes de pagar la cuenta en el restaurante. Que el recurso busque la ofensa, o que Conmebol vaya a sancionar a los clubes cuyos hinchas repitan el gesto, no hace menos empírica la misma certeza: el peso argentino pierde valor velozmente. Es un papelito.

Si el presente organiza el ancho de la cosas, el pasado y la historia organizan el largo. El 115 por ciento de inflación interanual es, además de la tercera inflación del mundo en el presente, la inflación más alta en los últimos 32 años de la economía argentina. Un billete incendiado es una violenta metáfora del disvalor que, fatalmente, está diciendo: la moneda se deshace en tus manos apenas la ganás, se desvanece y se deprecia con prisa así que mejor comprá rápido bienes de consumo inmediato, sacate rápido de encima ese rectángulo de papel y cambialo por algo que puedas disfrutar ahora porque en 24 horas valdrá menos. Y en 48, menos que menos. Y así.

Es curioso, el desempleo en la Argentina está en uno de sus niveles históricos más bajos. Según la Encuesta Permanente de Hogares del Indec, en el primer trimestre de 2023 se ubicó en 6,9% y se acumulan 33 meses de crecimiento del empleo formal. Son indicadores que en cualquier país con una moneda que no estuviera hecha de humo entregarían una salud económica y social por lo menos robusta. En resumen: hay trabajo, hay actividad y hay salario. El tema es cuánto pesa el peso que ganás.

Marcos Giaccaglia es el encargado general de Güerrín. Comanda el plantel, los mozos, supervisa el funcionamiento de la cocina, está atento a la distribución de las mesas y todo lo viene haciendo desde hace 15 años.

—¿Cuántas personas comen en Güerrín un sábado?

—Unas diez mil personas.

—¿Cómo?

—Tenemos capacidad para 900 cubiertos, podemos sentar a 900 personas, y eso se rota durante el día unas seis o siete veces. A eso le tenés que sumar la gente que viene al corte, que no se llega a sentar. Los que piden dos o tres porciones y comen de parados en el espacio que está adelante, donde comienza el salón. Diez mil personas, sí, más o menos.

—¿Por qué tanta gente? ¿Qué explicación tiene?

—Primero, este es un lugar con 91 años de historia.

—Y segundo, Francia.

—Jajaja, sí, ese chiste lo hacemos todos en este país. La verdad, es que, segundo, tal vez no sea tanta la crisis. Tercero, Buenos Aires, y especialmente su avenida Corrientes, es un lugar que siempre ha tenido mucha vida nocturna.

—¿La pandemia es parte de la explicación?

—Claaaaro. Porque la misma vida nocturna estuvo apagada dos años y ahora medio que explotó.

—¿Qué personas ves en las mesas?

—Eso va variando durante el día. A la mañana vas a encontrar gente de los Tribunales, mucho saco y corbata, muchos abogados. Gente de oficina, con tiempos cortitos para comer. Y a la noche vas a tener la mesa de diez, de doce o de quince personas, que vienen con otro tiempo a disfrutar de, no sé, una pizza de pulpo, o de langostino, cosa que al mediodía es más raro.

—Los teatros son el gran socio.

—Es que no podés salir del teatro y no sentarte a comer algo, es un combo, son actividades siamesas.

—¿Cuál es el público de toda-hora?

—Los extranjeros, turistas de todas partes del mundo, para quienes comer una excelente pizza en un lugar excelente como Güerrín les cuesta muy poco, no lo pueden creer.

Cola frente a la pizzería Güerrin en Buenos Aires.
Cola frente a la pizzería Güerrin en Buenos Aires.
Foto: Alejandro Seselovsky.

Tenemos entonces una moneda que se escurre entre los dedos, y que por lo tanto desalienta el ahorro; una plaza financiera con cepo al dólar, es decir, que hay que cumplir con una cantidad innombrable de requisitos para comprar solo 200 por mes al valor oficial porque el Banco Central carece de reservas; tenemos también buenas condiciones para el gasto de satisfacción rápida, el consumo inmediato y que no exige ni mucho tiempo ni mucha planificación (unas vacaciones serían el límite) y tenemos muy malas perspectivas para la ejecución de compras a largo plazo, la imposibilidad casi total de acceso a la vivienda propia y una disparada del mercado del alquiler.

En los últimos seis años los indicadores de vivienda en la Argentina se han desplomado. Los hogares con dueño pasaron de 67,3 por ciento en el segundo semestre de 2016 a 60,9 en el mismo periodo pero de 2022, según el informe del Indec que lleva el nombre “Indicadores de condiciones de vida de los hogares en 31 aglomerados urbanos”. Son siete puntos porcentuales que cae la cantidad de gente con casa propia.

A esta falta de techos con dueño hay que sumarle que el crédito hipotecario en Argentina está alcanzando sus mínimos históricos.

Según un informe de la Fundación Libertad y Progreso, hubo una caída de casi el 90 por ciento de los créditos para comprar vivienda desde marzo de 2001 a junio de 2023. El índice es abrumador. Comprar casa se volvió imposible. Y si el techo ya no es posible como hecho físico, ¿qué es lo que muere como hecho simbólico? Lo que entrega el espejo de este desasosiego, su contracara, es el aumento de los alquileres, que pasaron del 17 por ciento en 2016 al 20 por ciento en la actualidad.

Todo, reventar las pizzerías y cambiar la compra de un inmueble por la necesidad de alquilarlo, parece procurar el mismo vector: un tipo de fugacidad en la que se están consumiendo los cuerpos sociales a los que pertenecemos.

Es la era del Ya.

Acá en Güerrín cada sábado comen unas 10 mil personas
Yo diría, epa, cómo aguanta la Argentina
Un bar en Buenos Aires.
Un bar en Buenos Aires.
Foto: AFP.

Lo agarré en un momento tranquilo a Marcos, el encargado de Güerrín. Es alentador hacer junto a él un paneo del salón. El tipo tiene puesta una camisa de jean, lisa, oscurita, con el nombre del lugar. Le pregunto cuántos son trabajando acá, cuánta gente tiene a su cargo. La forma en la que nombra a su equipo me hace mirarlo de otra manera:

—Somos 157 guerreros que sacamos adelante el trabajo de esta pizzería.

—Ah, hay un orgullo en esa respuesta.

—Pff. Imaginate.

—¿Qué te proponés cuando te preparás para trabajar, cuando te ponés esa camisa y salís al ruedo?

—Estar a la altura de los 91 años que tiene esta casa. Esto es como jugar en el Manchester, en el Real Madrid, o como manejar el auto de Schumacher. Yo lo vivo así. Y lo cuido así.

—¿Cómo se cuida?

Respetando la tradición. Respetando la historia. Hay cinco hornos, acá. Y el horno uno tiene la misma edad de Güerrín.

—¿Es mejor el más nuevo o el más antiguo?

—¡El más antiguo! El horno uno de Güerrín es el mejor horno de Buenos Aires.

—¿Por qué?

—Por cómo consume la leña que tiene que consumir, por el diseño perfecto de su ventilación, por cómo envuelve el calor y por su piso de loza. Hay gente que solo pide pizza del horno uno.

—¿Qué tiene que tener un maestro pizzero de Guerrín?

—Años. Solo la experiencia te enseña a cocinar en un horno como este.

—Pasás por la puerta de Güerrín y decís, epa, la Argentina florece. Pero no.

—Yo diría, epa, cómo aguanta, la Argentina.

Las vacaciones.

¿En dónde termina el gasto urgente de la satisfacción perentoria y cuándo empieza el gasto imposible que pavimenta el futuro? O tal vez haya que preguntarse ¿de qué se trata el futuro con 115 por ciento de inflación al año? Acaban de terminar en Buenos Aires las vacaciones de invierno y, según datos de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), más de 5,5 millones de turistas se movieron por el país, lo que significó un incremento de casi el 7 por ciento con respecto a 2022.

Pero el receso invernal es corto, quizá hay que revisar el verano para ver si el sesgo se mantiene.

Entre la segunda quincena de diciembre de 2022 y fines de febrero de 2023, unos 33,8 millones de argentinos se movieron en plan vacaciones dentro de las fronteras del país, y gastaron 1,3 millón de dólares. Es un número definitivamente récord para los estándares nacionales, antes y después de la pandemia. Las vacaciones, el ocio del verano, pareciera ser el único gasto con cierto largo en un país donde la moneda no tiene mañana.

Sigo por Corrientes hacia Alem. La otra gran pizzería de la avenida, Las Cuartetas, frente al teatro Gran Rex, también tiene gente haciendo la cola de la espera. Y tampoco nadie parece muy ofuscado. Un hombre y una mujer que ya cruzaron la barrera de los 70 años están terminando el último bocado. Son de Miramar. Tienen una nieta que hoy rindió su última materia y parece que ya es abogada. Ni ella ni él conocían, no Las Cuartetas, no la calle Corrientes, sino Buenos Aires. Es la primera vez de ambos en la gran ciudad.

—¿Los trajo la nieta?

Se pelean por hablar de ella, se pisan, balbucean cosas, dicen que mañana ya se vuelven. Habrán vivido, supongo, la Argentina del largo plazo, del Estado de bienestar, del crédito hipotecario, de la planificación en el tiempo. En Las Cuartetas la cola se hace adentro del local así que la gente se les para al lado. No les importa, ellos conversan igual. Y tal vez, por ser de Miramar toda la vida, no hayan padecido con la misma intensidad que en los centros urbanos los barquinazos de esta economía argentina y sus anemias.

Salgo. Cruzo 9 de Julio. Llego hasta la sucursal de un banco que tiene una foto del papa Francisco en la puerta. La foto fue, digamos, intervenida. A los pies, alguien duerme entre mantas. Ojalá su santidad le esté cuidando los sueños.

HISTORIAS

La realidad de los que votan con hambre

Votar con hambre. Esa es la imagen que deja un sector cada vez más amplio de la población argentina. A una parte de la sociedad le “da igual” quien gane, sobre todo, cuando se llega a las urnas con años de enojo y frustración por verse obligados a mendigar o revolver la basura para subsistir. “Es una realidad que viene desde hace mucho. ¿Quién va a cambiar esto de golpe?”, se pregunta Evarista, mientras acomoda peras y cebollas en su carrito para hacerle espacio a un coliflor que rescató tras pasar horas rebuscando entre los residuos. No le interesa ir a votar. Sólo que el Estado apruebe sus papeles jubilatorios para dedicarse a sus nietos y dejar de lanzarse a los contenedores del Mercado Central. Igual que Eva, cientos de personas recorren a diario las 500 hectáreas del recinto en busca de alimentos para llegar a fin de mes. (EFE)

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