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El factor Illich

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pablo da silveira
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El debate educativo contemporáneo está poblado de protagonistas peculiares y llamativos, pero ninguno de ellos es tan inclasificable como Iván Illich.

Nacido en Austria en 1926, de padre católico y madre judía, se hizo sacerdote tras estudiar en la Universidad Gregoriana de Roma y, con apenas 30 años, fue nombrado vicerrector de la Universidad Católica de Puerto Rico. Pero sus constantes conflictos con la jerarquía lo hicieron abandonar primero ese cargo, luego el sacerdocio y finalmente todo vínculo con la Iglesia Católica o con cualquier otra religión establecida. Desde entonces, y ya claramente identificado con la tradición anarquista, se dedicó al trabajo social y a la educación popular en América Latina.

Culto, carismático e inconformista, Illich hablaba con fluidez una decena de idiomas y tenía una sólida formación en historia, filosofía y teología. También estaba al tanto de la producción sociológica y económica de su época. El trabajo que desarrolló en Cuernavaca, México, le dio visibilidad como un crítico de izquierda radical que se oponía a la industrialización, a la Alianza para el Progreso impulsada por los Kennedy, y al creciente desarrollo de grandes burocracias estatales que controlaban la educación y la salud pública.

En los años setenta, Illich, que era claramente un hombre de izquierda, lanzó un furibundo ataque contra todo lo que sostenía el progresismo en relación a la enseñanza. Estaba en contra del Estado gestor de escuelas, descalificaba las prácticas curriculares dominantes y se oponía a que la docencia fuera vista como una profesión. Para él, todas esas prácticas eran parte de un operativo mediante el cual el Estado estaba expropiando a la sociedad de lo que siempre había sido una de sus actividades esenciales: la tarea de educarse a sí misma.

Si Illich hubiera sido un economista neoliberal, sus argumentos hubieran sido fácilmente neutralizados por los defensores del establishment educativo. Pero resulta que provenían de un anarquista fuertemente comprometido con los pobres, entre cuyos amigos estaban figuras emblemáticas como Paulo Freire. Por eso, nadie supo nunca que hacer con él. Desde la izquierda y desde la derecha se lo ha visto siempre como un personaje desconcertante, que dice cosas con las que cada uno de los dos bandos concuerda al mismo tiempo que dice otras que los incomodan.

La principal obra de Illich en materia educativa se llama “La sociedad desescolarizada” y fue publicada en 1970. Como todas las suyas, es un texto desparejo, donde alternan pasajes de una extrema lucidez con momentos de confusión conceptual o, simplemente, de desorden. Pero es imposible leer ese libro sin sentirse desafiado. Y eso sigue ocurriendo hasta hoy, a pesar de los múltiples intentos de ofrecer una versión pasteurizada de su pensamiento en los institutos de formación docente del continente.

Más allá de algunos problemas y debilidades, lo que sobresale en Iván Illich es una inmensa salud moral. Su inconformismo lo llevó a criticarlo todo y a no rehusar ninguna pelea. No importaba si sus conclusiones podían resultar incómodas para algunos de sus compañeros de ruta. Si él las consideraba correctas, seguía adelante con su defensa. Tampoco le preocupó no coincidir con ningún bando ni recibir críticas desde todos los ángulos. Tenía suficiente personalidad como para enfrentarlos a todos.

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