Ovejas y avestruces

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Se avecinan tiempos emocionantes. Los compromisos familiares, las colas para llegar a la playa y la campaña electoral.

En un año de elecciones polarizadas, se hablará de los medios. La pregunta es si estaremos a la altura. En un país donde los lobbies ganan casi siempre, uno de los problemas del periodismo es que tiene mala prensa. Y cada vez menos defendemos con hechos lo obvio: cuando baja la calidad, perdemos todos.

La idea no es autoflagelarse ni dar lástima, pero el periodismo, una actividad corroída por el cinismo y desteñida por la desconfianza, no es tan sencillo como parece y es más caro de lo que se suele imaginar. La crisis parece ya su estado natural y más que innovar, necesita sobrevivir.

Somos sospechosos. Nadie parece creernos mucho ni tomarnos muy en serio (ni nosotros mismos). Regalamos a diario argumentos para ser criticados. No ayuda que dediquemos recursos a lo banal, que vivamos de reproducir declaraciones y que le escapemos a la profundidad, la interpretación y al análisis, como quien huye del diablo.

No es un vicio autóctono ni mucho menos. Cuando trabajé en la BBC, existía una vilipendiada sección que bautizamos, con más flema que cariño, “Bolunotas”. Nos avergonzaba. Cómo iba a caer tan bajo la endiosada y no tan impoluta BBC. Pero siempre hay un pero: todo por un clic. Nuestra reputación a cambio de un lector.

La digresión, que no es tal, viene a cuento de un artículo que publicó The Economist, en realidad, su prima la revista 1843, sobre The New York Times. Años después de haber sido despedido por publicar una columna de un senador republicano, James Bennet, exeditor de la sección de opinión, escribió un ensayo de 17.000 palabras sobre el periodismo y el principal diario de Estados Unidos.

La historia es más compleja y tiene, quizá, una moraleja para nosotros, pedestres y terrícolas, tan lejos de Nueva York y tan cerca de nuestro ombligo.

Nueve días después de que un policía blanco se arrodillara nueve minutos sobre el cuello de un hombre negro hasta asesinarlo, Estados Unidos seguía en estado de efervescencia por la muerte de George Floyd. El diario publicó una columna de Tom Cotton, titulada “Manden las tropas”, en la que pedía desplegar soldados para contener los disturbios. La redacción bramó que el diario había puesto en riesgo a sus propios periodistas.

La dirección claudicó y Bennet perdió el trabajo.

Leí el texto de Cotton cuando salió en 2020 y, si bien no estaba de acuerdo con el contenido y mi postura es, a todas luces, irrelevante, no me pareció que ameritara un despido. Al releerlo esta semana, con la larga nota aclaratoria del diario, el tinte incendiario es evidente, pero no llega a ser impublicable. Aunque no sea el paradigma de la responsabilidad, es una columna, no un cadalso.

En el artículo “Cuando el New York Times perdió su rumbo”, Bennet habla sobre la intolerancia dentro del diario hacia opiniones que no se alinean con la ortodoxia progresista y reflexiona sobre cómo dicha obcecación afecta la capacidad del periodismo para estimular un debate constructivo.

Los medios se benefician al reflejar una variedad de voces, incluso aquellas que se distancian de la línea editorial, y el público lo necesita. Deberían conformar un espacio de germinación de ideas, para consumidores que valoran no solo leer firmas para confirmar sus convicciones, sino también para que los desafíen. Publicar y leer textos con los que no se concuerda enriquece el espacio de opinión de un medio. Una caja de resonancia es armónica, pero hueca.

Tener valores y principios definidos no implica desestimar los de quienes no piensan como uno. Hay algo de no reconocer al otro como adversario, de pensar que si le damos espacio, perderemos el nuestro. Como si la otra mitad no pensara de esa manera. Como si creyéramos que desaparecerán al no verlos.

La opinión pública es el balance colectivo de lo que acontece y no siempre se condice con la realidad. Es, con seguridad, más líquida que antes, y el periodismo todavía busca cómo adaptarse. Una opinión original hoy puede, con el paso del tiempo, convertirse en canon. Pasó ayer y seguirá pasando.

Hoy es difícil decir algo sin que alguien se sienta agraviado. Es un reto exacerbado en una sociedad pacata como la nuestra. Uno de los roles del periodismo es decir ciertas cosas sin que ello atice el frenesí de la turba. Sin una mente abierta, ¿qué probabilidades de éxito tendremos en ese enfoque esencial de la prensa, que es la búsqueda de conocimiento? Porque, admitámoslo, sabemos muy poco o casi nada. Antes nos daba menos pereza averiguarlo y menos vergüenza reconocerlo.

El político dice lo menos posible con la mayor cantidad de palabras. El trabajo del periodista es el opuesto, además de desentrañar el sentido y aportarle contexto a lo dicho por el político. A modo de lista de anhelos para el año venidero, uno sueña con menos trivialidad y más trascendencia, menos timidez y más arrojo. Sí, la gente está cansada de las noticias. La gente está cansada, punto, pero hay una parte que todavía valora el periodismo de calidad.

Y hartazgo o no, todos lo necesitamos.

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