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De muerte y resurrección

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Leonardo Guzmán
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El Día de la Madre, del Padre, del Niño, del Abuelo, etcétera, son hechuras del marketing: explotan los parentescos para levantar las ventas.

El Día de los Difuntos, en cambio, es una imposición del espíritu: ante la muerte, límite terrenal absoluto, se alza la llamada anual para reverenciar a los íntimos que ya partieron, evocar a las almas grandes que extrañamos y recrear con ternura los personajes públicos o ignotos que se nos incorporaron desde el aula, el trabajo o la esquina.

Sabemos que cada criatura es única e irrepetible, pero nos estremecemos con parecidos súbitos que levantan arcos sobre épocas y nos plantan frente a la unidad, la proporción y la semejanza interna de lo humano.

Cuando acumulamos años —millas de vuelo—, cada vez más transitamos entre rostros, actitudes y voces que nos imponen —vívidas, patentes— las caras, los gestos y los acentos de los muchos que nos dejaron estelas indelebles. Es una exageración decir, como Foucault, que somos hablados por los demás.

Pero es cierto que cada uno habla a partir de una larga lista de maestros que, con mucho estudio o apenas medio centenar de refranes, contribuyeron a formarlo.

Durante siglos, de cada persona quedaban algunas obras —familia, casas, libros, esculturas, pinturas— o algunos buenos ejemplos, pero se esfumaban la imagen y el sonido individual.

Hoy es al revés: la fotografía, la cinematografía y la registración digital instalan en las pantallas el movimiento, la palabra y el canto de los que se marcharon.

La tecnología les reconstruye lo que hicieron y les hace dar la vuelta al mundo en un instante. Pero no nos engañemos: no les devuelven ni la vida ni las luchas, que son tarea de quienes quedamos con la responsabilidad de procurar las verdaderas resurrecciones que necesita la Tierra, en ideas, criterio y sentimientos.

No es cosa, entonces, de pasar distraídos frente a la muerte, reduciendo los velatorios a tres horas y callando todas las enseñanzas que, por aciertos o por yerros, dejó el pasaje de cada cuerpo que se torna recuerdo. No es cosa tampoco de mirar la muerte como parte de la dosis diaria de entretenimiento lejano y ajeno que se da cada uno, como si no nos dijeran nada las atrocidades —ahora Nueva York pero también Maldonado— que pudieron y debieron evitarse. No es cosa de que la pereza y el fanatismo nos anestesien y por no detenernos en el valor de cada persona que se va y de cada libertad que se ahoga, sigamos olvidando cada vez más la importancia del destino de los que quedamos.

Es cuestión de recordar que todo lo humano nació como batalla contra espesuras de monstruos biológicos y morales.

La edad de oro no existió nunca. Por tanto, ante la actual decadencia de la comarca y el mundo, hay que "ricordarsi del tempo felice nella miseria" pero no para sufrirlo como un lamento infernal sino como prueba histórica de que los ideales valen la pena y pueden realizarse.

Y renovar el compromiso de afirmarlos por encima de fanatismos, sepultando las brechas y restableciendo los principios fraternos de la cultura humanista liberal.

Sin ella, ningún desarrollo económico capitalista ni socialista va a salvar a la persona, única luz de esperanza seria para los que vendrán.

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