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Cultura, vida y Ministerio

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LEONARDO GUZMÁN
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El Poder Ejecutivo se propone enviar al Parlamento un proyecto de ley para desdoblar el actual Ministerio de Educación y Cultura y crear un “Ministerio de Cultura y Derechos Culturales”.

La página web de Presidencia acredita la noticia pero no revela el texto de la iniciativa. Acaso no haga falta. Basta oír el nombre para que suene a cacofonía, redundancia y error doctrinario.

Es cacofónico, sí: malsonante. Es como si inventasen un Ministerio de Economía y Asuntos Económicos o un Ministerio de Industria y Derechos Industriales. Que en un mismo rótulo figure el sustantivo “cultura” y su adjetivo derivado “culturales”, suena a ejemplo típico de falta retórica, de carencia redactora. De no cultura.

Es también redundante, pues repite un concepto sin necesidad. Genéricamente, todos sabemos que todos los Ministerios manejan los derechos y obligaciones que abarca su respectiva competencia. Y específicamente, la cultura es la matriz del Derecho y es el humus donde germinan los derechos, por lo cual hablar de “derechos culturales” y ventilar como ejemplo “el derecho a Internet” es reducir a un mínimo instrumental el magno derecho a sentir y saber. Suena a lema para una campañita publicitaria de corto vuelo, que se apodere del vocablo “cultura” en la misma forma que han venido degradándose palabras nobles, vaciándolas de contenido.

Y es por ese vaciamiento que, además de sonar feo y replegarse en pleonasmo, todo indica una dolorosa carencia que es doctrinaria y práctica a la vez, consistente en no darse cuenta que lo que hace falta aquí y ahora no es alejar en dos Ministerios diferentes a la Cultura y la Educación sino al contrario: airear una con otra, reconstruyendo en la vida nacional la sensibilidad hoy anestesiada, el sentido común hoy desactivado y la lógica de la persona, cuya universalidad es hoy eclipsada en nombre de “la sociedad”, “el colectivo” y los estamentos contrapuestos por intereses y no unidos por sentimientos e ideas.

Ya sea la cultura una construcción desde las entrañas de la evolución antropológica -como, con distintas visiones, enseñaron Darwin, Brunsch-vicg y Teilhard de Chardin- o ya se la vea como emanación del cielo de los conceptos pitagóricos o de las cumbres místicas judeocristianas, lo que nos hace falta no es un Consejo Nacional de la Cultura sino sembrar espontaneidades, suscitando inquietudes, inspirando el pensar propio de cada ciudadano y no gobernándola desde espacios oficiales que asfixian las actitudes críticas.

Y no solo eso. La cultura, matriz de la ciencia, las artes y el Derecho, no tiene por objeto solo el deleite abstracto y teórico de los espíritus contemplativos o los científicos, artistas o juristas. La cultura no es lujo para pocos ni tema reservado a los iniciados. Al contrario. La cultura es, y debe ser, herramienta del afán diario. Si es seria, vive en traje de fajina, luchando por modificar la realidad hacia arriba -¡no hacia abajo!-, a través del amor al prójimo, la conciencia reflexiva y la libertad.

Ese es el programa cultural inscripto en la persona y en la Constitución de la República.

Para cumplirlo no hace falta retorcer el nombre de un Ministerio. Hace falta que los gobernantes y los gobernados abandonen juntos la pereza relativista que se conforma con promedios mediocres, por llamarle “cultura” a las costumbres y no a la pasión por ideales.

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