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Libros y futuro

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En agosto de 1815, el cura y vicario interino de Montevideo, Dámaso Antonio Larrañaga, se dirigió al Cabildo Gobernador para proponer el establecimiento de una Biblioteca pública.

En agosto de 1815, el cura y vicario interino de Montevideo, Dámaso Antonio Larrañaga, se dirigió al Cabildo Gobernador para proponer el establecimiento de una Biblioteca pública.

El propósito de Larrañaga no era solamente contribuir a la ilustración de los montevideanos, sino también aportar a la consolidación política y el desarrollo del joven país. “Hace mucho tiempo”, escribió, “que veo con sumo dolor los pocos progresos que hacemos en las ciencias y en los conocimientos útiles, en las artes y literatura: los jóvenes faltos de educación, los artesanos sin reglas ni principios: los labradores dirigidos solamente por una antigua rutina que tanto se opone a los progresos de la Agricultura base y fundamento el más sólido de las riquezas de este País”.

En su opinión, la mejor estrategia -para utilizar una terminología moderna- para remediar en gran parte esos defectos, eran los libros. Larrañaga tenía una enorme confianza en los talentos “de nuestros Americanos” que eran “tan privilegiados, que no necesitan sino de buenos libros para salir eminentes en todos ramos”.

Pero, continuó, “no pudiendo todos procurárselos por sí mismos por falta de medios y aun de elección en un país en que son tan escasos y de mucho precio, se hace necesario el establecimiento de una Biblioteca pública, adonde puedan concurrir nuestros jóvenes y todos los que deseen saber”.

La propuesta fue recibida con entusiasmo por el Cabildo que la calificó de “un pensamiento de la mayor importancia al progreso de los conocimientos científicos, de que depende en gran parte la felicidad del Estado”, y que agregó: “las Naciones cultas miraron siempre las Bibliotecas como el signo de la ilustración pública, el mejor apoyo de las costumbres, y de la Libertad y por consiguiente como la arma más terrible contra la tiranía que solo funda su execrable imperio a favor de las sombras de la ignorancia”.

El Cabildo elevó el proyecto a Artigas, quien respondió, con fecha 12 de agosto de 1815: “Yo jamás dejaría de poner el sello de mi aprobación a cualquier obra que en su objeto llevase insculpido el título de pública felicidad. Conozco las ventajas de una Biblioteca pública; y espero que V. S. (el Cabildo de Montevideo)… operará con su esfuerzo e influjo a perfeccionarla”.

Los trabajos comenzaron de inmediato.

Para la sede de la Biblioteca pública se eligió uno de los locales de la parte alta del antiguo Fuerte (demolido en 1880 y que ocupaba el predio de la actual Plaza Zabala). Los hermosos estantes de cedro y ornamentos de plomo recibieron más de ochocientos libros donados por Larrañaga, cien volúmenes aportados por José Raimundo Guerra, otros de José Manuel Pérez y Castellano (quien en su testamento había dejado su importante biblioteca para el uso público), y la biblioteca del Convento de San Francisco. Se estima que en total se reunieron más de cinco mil volúmenes.

Han pasado casi dos siglos desde aquel esfuerzo. Impresiona el idealismo y generosidad de aquellos vecinos de Montevideo, a pesar de las calamidades que había sufrido la ciudad durante la década anterior.

¿Cuán fieles somos a las ideas fundamentales expuestas por Larrañaga, el Cabildo y Artigas, hace tanto tiempo, sobre la importancia de los libros para la construcción de una sociedad?

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Juan Oribe Stemmer

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