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¿Qué le pasa al Parlamento?

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IGNACIO DE POSADAS
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Había una época y no hace tanto, en que la gente iba a las barras de las cámaras, a escuchar a los legisladores; en que había cronistas parlamentarios especializados; en que los medios reproducían discursos de senadores y diputados y en el que los estudiosos del derecho analizaban las discusiones parlamentarias para mejor comprender el sentido de las leyes.

Hoy, se puede disparar una ametralladora en las barras sin que haya el más mínimo riesgo de pegarle a alguien, y a nadie le importa la opinión de los parlamentarios. Hasta hay candidatos -electoralmente exitosos- que postulan reducir su número y remuneración, indicando con eso no solo que tienen pésima opinión de aquellos, sino, además, la convicción de que la gente piensa igual (de ahí que lo propongan políticamente).

Esto no solo ocurre en nuestro país. El desinterés, la desidia y el rechazo hacía la institución parlamentaria es moneda corriente entre las llamadas democracias liberales.

¿Por qué?

¿Será que los políticos han decaído en todo el mundo? ¿Que todos son mediocres, inútiles y, además, sospechosos de corrupción?

Mirado desde otro ángulo: ¿será que el Parlamento, base del sistema democrático, como lo conocemos entró en crisis terminal?

Si es así, ¿por qué? ¿Falla la estructura, el sistema o son los hombres quienes fallan? ¿Y si es esto último, no habrá que adaptar la institución a estas generaciones “falladas”? ¿O eso sería todavía peor?

Vayamos un poco atrás. ¿Cuál es la historia del Parlamento? ¿Cómo nace? ¿Para qué es inventado?

Esto va a servir para darnos una pista, aunque ella no sea suficiente para contestar las preguntas existenciales.

Es que, en sus orígenes, la institución Parlamento era algo bastante distinto a lo que hoy llamamos por el mismo nombre. El parlamento inglés, por ejemplo, modelo de la democracia liberal, era una institución ubicada fuera del gobierno y no solo afuera, sino en la vereda de enfrente: del lado de los ciudadanos, enfrentando al gobierno. Su rol no era la producción de normas -sencillamente no legislaba- sino el control del gobierno para la protección de los derechos de los ciudadanos (y aquellos -los derechos- muy concretos: vida, libertad y propiedad). Entre sus cometidos estaba evitar que el gobernante abusara económicamente de la gente (no taxation without representation, era el reclamo de los bostonianos que se sacaron la calentura tirando a la bahía los fardos de té).

Lo que hoy tenemos es otro tipo de bicho. En muchos lados le han cambiado hasta el nombre, reflejando qué creen que es (o qué debería ser): lo llaman Poder Legislativo. Hoy es una institución que forma parte del gobierno, que ha tenido que ser contenida por reformas constitucionales, para atajar su afán por sacarle plata a la gente y que, en vez de concentrarse en la defensa de derechos básicos, ha caído en la ilusión voluntarista de creer que la realidad se fabrica a golpes de ley y que esa manufactura es a lo que el Poder Legislativo debe dedicarse. Es así que todos los años la prensa hace el balance de la efectividad del parlamento y de su aplicación al trabajo, pesando al kilo la cantidad de proyectos de ley aprobados.

Aquí está la principal explicación del desprestigio (y hasta desprecio) de la institución: la gente juzga que los legisladores no saben, o no se ocupan, de hacer feliz a la gente.

Cualquier persona medianamente lúcida sabe que eso no es posible y que se torna en una máquina de frustrar expectativas. El tema es que, hasta hace un tiempo, esa frustración no pasaba de fastidios y votos castigo, pero lo que últimamente estamos viendo es harina de otro costal.

Más allá de las explicaciones que se ensayan, lo que ocurrió en Francia, España, Ecuador, Chile y Colombia, para citar solo algunos casos, va mucho más allá. Es un fenómeno extrañísimo: no se trata de gente que reacciona por estar en situaciones extremas: hambre, guerra… Ni siquiera son explosiones que nacen en las clases más pobres. Son las clases medias que han juntado una colosal frustración de sus expectativas, de seguridad económica, consumo y estatus. Expectativas que sus gobiernos no están en condiciones de satisfacer. El ejemplo de Chile es el más revelador: Piñera bajó tarifas, subió pensiones, pidió perdón y hasta aceptó analizar una reforma de la constitución. No sirvió pa-ra nada. La gente siguió, meta cocktail molotov.

Hay más acá que solo políticos mediocres. Más incluso que una crisis económica. La Democracia está en crisis y no se arregla reduciendo el número de senadores y diputados.

Sí vendría bien reformar algunas de las prácticas de los parlamentos, pero no bastará con eso. Es necesario cambiar la concepción de la Democracia y del Estado como máquinas de bienestar. Si no se ajustan las expectativas, no habrá Democracia que funcione.

Irónicamente, si los políticos quieren perdurar (y esa es su principal preocupación), van a tener que empezar a decirle a la gente cosas que no le gustarán.

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